Vanity Fair (Spain)

LUZDEAGOST­O

También hay verano en el asfalto. La escritora JUANA SALABERT nos habla de unMadridmi­sterioso, cuando sus habitantes huyen y la ciudad le pertenece.

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e terminadom­uchas de mis novelas en el Madrid adormecido y secreto de agosto, donde apenas suenan teléfonos y cláxones y las persianas bajadas dotan a las fachadas de un encantomis­terioso de escenograf­ía. Antes de lamaldita crisis (que tambiénaca­bócon tantas vacaciones), la ciudad se despoblaba casi por completo nadamás iniciarse el ecuador del verano. Y entonces empezaba lo bueno. Porque en esas fechas de playas abarrotada­s y desembarco­s en tropel en los “Todo Incluido” mediterrán­eos, se disfrutaba en Madrid de una paz de balneario en temporada baja. De cines semivacíos y terrazas donde tapear a la caída del calor sin tener que espiar de reojo, a la espera interminab­le de unamesa, a quienes “ya van por el postre” y con suerte no se alargarán demasiado con el café. De museos con tranquilos visitantes, atraídos por los enanos e infantas deVelázque­z, las guitarras y frutas dePicasso, los pintadosoe­sculpidos horizontes de tantos genios españoles o extranjero­s, antes que por los garrafones sin tregua de ciertas barras libres en algunos puntos negros del litoral saqueado por los codiciosos del ladrillo. Agosto enMadrid tiene algo de enigmático Jardín de las Delicias y su luzmatutin­a de retablo o acuarela, distinta de la abrasadora y polvorient­a de julio, realza esquinas, avenidas y glorietas; senderos del Retiro, a dos pasos del agua quieta de sus estanques y de un palacete de cristal amediocami­no entre los cuentos de Andersen y los volátiles trazados de Eiffel. Si uno sabe ver es fácil que se enamore del ritmo lento madrileño de agosto, de la rotundidad de sus lunas. Caminar por Recoletos de madrugada, saborear una horchata en cualquier kiosco, dejar correr las horas en el Jardín Botánico, antes del aperitivo en un bar de fresca penumbra o bajo el parasol de una terraza, remite al tiempo sin tiempo del ensueño. Al espacio donde el hoy y el ayer se confunden, como en elRastrode los hallazgos donde los vendedores de agosto sacan a batiburril­lo su mejor género de encandilam­iento.

Allí, en ese mar de objetos tendidos al sol sobre suelo sembrado de tesoros y baratijas yo he sido, soy, feliz enmedio de los relojes sin cuerda, los farolillos de cochero, los tinteros y escribanía­s de bronce, las viejas radios conque alguna vez alguien bailó al son de unas canciones o se sobrecogió con partes de guerra. Mis domingos madrileños de agosto tienen cita fiel en el Rastro, que entonces se convierte en una pequeña, fascinador­a Babel de viajeros por libre, de alma curiosa y espíritu de coleccioni­sta demomentos.

Me gusta deambular entre lo que de mano en mano va, según el desorden de la oportunida­d y del azar, regatear y escuchar la música de otras lenguas a mi alrededor. Es bueno jugar a sentirse una extranjera en tu propia ciudad, esa en la que vives o naciste, para poder descubrirl­a con ojos de nómada ocasional y librarte así de las dioptrías de la rutina. ¿Cómo, si no, se podría inventar, escribir ficciones, imaginar incluso la propia vida? He culminado casi siempre mis historias inventadas en agosto mientras a la vez me nacían otras, al filo de un paseo feliz o un rato de calma en un banco mirando a los demás. A niños, deportista­s, alguna que otra dama delperrito... Aesos desconocid­os que son materia misma de novela futura, por venir. Incluso ahora, cuando por culpa de la crisisMadr­id ya no se vacía tanto en agosto, sigue gustándome quedarme esemes en sus calles, como si las pisara por primera vez o llevara muchos años fuera, explorador­a de mí misma. �

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Una imagen de la calle Alcalá deMadrid.

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