Vanity Fair (Spain)

AMENAZAS Y PISTOLAS

¿Quién lo seguía? ¿Quién lo amenazópor teléfono? El escritor guatemalte­co EDUARDOHAL­FONnos cuenta la pesadilla que vivióhasta abandonar supaís.

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e empezaron a seguir. O eso pensé. Fue un par de meses después de publicar mi primera novela en Guatemala, en 2003. Lo consideré una casualidad, ese sedán negro siempre estacionad­o cerca demi casa, viéndolo constantem­ente en mi espejo retrovisor. Pero después de unos días, la casualidad se volvió paranoia, y empecé a hacer las cosas que hacen los guatemalte­cos en su estado psicótico de todos los días: siempre cambiandom­i ruta, evitando calles oscuras y callejones sin salida, nunca conduciend­o solo por la noche. También recuerdo que una mañana, dando una clase en la universida­d, dos tipos se pararon afuera del aula y se quedaron observándo­me por la ventana. Parecían sicarios. Yo seguí dando la clase, intentando ignorarlos, y después de unos minutos se fueron. Al terminar, me aseguré de salir conmis alumnos, en grupo.

Días después, recibí una llamada tarde en la noche. La voz en el teléfonome dijo que yo no lo conocía, pero que me estaba llamando comoamigo, para advertirme­de mis enemigos. ¿Qué enemigos? Yo no tenía enemigos. Me ignoró y continuó hablando y yo no lograba entender a qué se refería. ¿Era algo que había escrito en mi novela? ¿Algo que había dicho en alguna de las entrevista­s recientes? ¿Algún comentario crítico sobre el país, los políticos, los guatemalte­cos en general? De pronto me puse tan nervioso que dejé de prestar atención. Apenas oí lo queme dijo. Pero sí recuerdo tres cosas. Uno, pensar que suvozme sonó familiar. Dos, la mención de los nombres demis padres y hermanos. Y tres, las últimas palabras que me dijo: «Mejor no andar hablando demasiado.» Y luego colgó.

Al día siguiente cambié mi número de teléfono. Pero empecé a dormir menos. Salía demi casa solo cuando era necesario. No entendía qué estaba pasando, qué cosa había hecho o dicho o escrito, pero definitiva­mente algo estaba pasando. ¿O no? Y al final de una tarde de lluvia, alguien llegó a mi casa. Aún hoy, por seguridad, no puedo dar detalles. Pero lo conocía de antes. Entonces, cuando abrí la puerta y lo vi ahí parado, no pensé nada malo. Sí me pareció extraño, claro, que él llegara a mi casa. Lo conocía, pero solo casualment­e. No lo había visto en años. Me sonrió y me estrechó lamano y hastame dijo que sentía mucho tener que molestarme a esa hora. Pero entró sin pedir permiso, y de inmediato, mientras se sentaba en uno de los sofás, desenfundó una enorme pistola negra y la colocó con fuerza sobre lamesa. Yome senté frente a él. Y ahí quedó la pistola entre nosotros, en todo su resplandor negro metálico. Llevaba él botas de vaquero y un grueso chaleco llenode bolsas, como los que usan los fotógrafos. Me habló de tonterías, después se quedó callado unos segundos, que a me parecieron horas, antes de lanzarse a hablar de Hitler. Me sentía perdido. Hasta mareado. Empecé a sudar. Aunque quería ser discreto, no podía quitarle la mirada de encima a la pistola. Y él solo me seguía hablando de Hitler, a mí, un judío. Me dijo que Hitler era uno de sus héroes. Me dijo que Hitler era uno de los mejores hombres que jamás habían existido. Me dijo que admiraba a Hitler porque siempre supo cómo deshacerse de sus enemigos. Me dijo que todos deberíamos aprender de Hitler. Me preguntó si había entendido y yo logré balbucearl­e que sí y él tomó su pistola de lamesa, se puso de pie, y semarchó en silencio demi casa. �

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