Vanity Fair (Spain)

ENCUENTROS EN PALACIO

Un edificio extraño y fantasmal, una pareja que avanza por pasillos oscuros. AGUSTÍN FERNÁNDEZ MALLO relata unmisterio vivido e inquietant­e.

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En Montevideo existe el lugar más extraño que hasta hoy he visitado: Palacio Salvo, levantado en la concurrida Plaza de la Independen­cia. Un folleto nos indicó que era una torre de casi 100 metros, inaugurada en 1928, obra de Mario Palanti, hasta 1935 la más alta de Sudamérica y de estilo ecléctico y abigarrado; entre art décoymanue­lino, mepareció. Elmismo arquitecto había construido una torre similar en Buenos Aires, ambas inspiradas en la Divina Comedia. En su día, Le Corbusier aconsejó la inmediata demolición. Y sin embargo, es precioso. Todas las capas sociales se hallan allí representa­das. En los pisos cercanos a tierra cientos de pequeños apartament­os se encajan los unos en los otros. Esos cubículos los habitan personas de bajos ingresos económicos mediante un trasvase de propiedad de generación en generación que ninguna norma municipal ha conseguido revocar. A medida que se asciende los apartament­os van ganando en espacio y lujo, aunque no en luminosida­d pues el interior de la torre, de ventanas más pequeñas arriba que abajo, es llamativam­ente oscuro. No está permitida la entrada al público.

Con la excusa de ir a las oficinas de una agencia de viajes situada en el entresuelo, aquellamañ­ana nos dio por entrar. En el ascensor pulsamos la tecla del quinto piso. Encontramo­s un amplio hall de cuyas esquinas partían cuatro pasillos. Tomamos unoal azar. Mal iluminado, pensé que por primera vez un folletopub­licitario no mentía. Pasamos ante muchas puertas de aspecto endeble, todas ellas numeradas de una manera que nos pareció arbitraria. Vimos manchas de humedad y un boquete en la pared, a través del cual no quisimosmi­rar. Nooímos actividadd­etrás de ninguna puerta. Trascurrid­os unos minutos, un hombre de pelo cano y tezmuy blanca, delgado, de avanzada edad pero en aparentebu­en estado físico, saliódetrá­s de una puerta: portaba una bolsa que dejó en el suelopara cerrar con la llave y se fue por un pasillo lateral. Nos topamos con un ascensor, protegido por rejas, que parecía no tener actividad desde hacía años. Subimos unas escaleras para ir a dar a otro hall distribuid­or, a partir del cual perdimos la cuenta de las esquinas que giramos. Hasta que, sin saber cómo, llegamos al vestíbulo del cual habíamos partido. Llamamos al ascensor, que llegó vacío. En el tránsito de bajada se detuvo en el cuarto piso. Allí entró una mujer de cabellera atravesada por profundos surcos de peine, como si la hubiera arado, que no saludó. En el tercer piso se subió un hombre demediana edad, tejanos lavados a la piedra, deportivas y fuerte olor a colonia. En la segunda planta, una pareja de mediana edad, rostros pecosos y violáceos, hablaban entre ellos un dialecto del español que no entendí del todo. En la primera, una joven con vestido floreado, y en el entresuelo, donde también hizo parada, no entró nadie.

Una vez en la planta baja, todos ellos salieron y, cada uno por su lado, se confundier­on en el tumulto de la plaza. Tuve la sensación de que eran gentemuert­a que se dispersaba comoperdig­onespara hacer su trabajo. Minutos después, sentados en una cafetería, ellame dijo: “El ancianoque vimos salir de uno de los apartament­os, el de pelo blanco y tez blanca, me pareciste tú. Tú con cuarenta añosmás”. Hice como que nome importaba o no oía. �

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El Palacio Salvo, situado en la Plaza de la Independen­cia deMontevid­eo.

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