LAS OLIMPIADAS ATRAERÁN A MEDIO MILLÓN DE TURISTAS Y A DIEZ MIL ATLETAS
Cuando tenía diez años me robaron en Ipanema, la playa de la famosa canción de Vinicius de Moraes. Hacía turismo con mi familia y se nos acercó un niño de mi edad. Vino sonriendo tranquilamente, como para invitarnos a jugar al fútbol. Cuando llegó a nuestras toallas, con un movimiento felino, saltó sobre el bolso de mi madre. Un segundo después, ya no estaba. Durante el resto del día, lleno de rabia, me dediqué a insultar a ese chico desconocido. Hasta que mi madre me dijo: “Ese chico vive peor que tú ¡Y seguramente los ladrones más grandes le roban a él más veces a que a ti!”.
La seguridad nunca ha sido el punto fuerte de Río de Janeiro. Y en los próximos Juegos Olímpicos figura en el número uno de la lista de catástrofes potenciales. El problema ya no son los carteristas. Ojalá lo fueran. El Estado Islámico ha amenazado directamente al evento y a sus asistentes. Los ciberactivistas de Anonymous han lanzado ya ataques digitales contra la página oficial de los Juegos y las instituciones públicas involucradas.
Los visitantes no deben preocuparse. Estarán más seguros de lo que estaba yo aquella vez en la playa: 47.000 policías y 38.000 militares, más del doble que en los Juegos de Londres, garantizarán su seguridad. El problema es que mientras esos agentes protejan a los extranjeros, descuidarán las favelas, las zonas peligrosas de verdad.
Volvía Río unos siete años después de aquella vez, acompañando a mi padre a hacerse una cirugía cardiaca. Me ocupaba de la burocracia médica y los seguros, tareas poco gratas, y dormía en el sillón de la habitación del hospital. Seme debía ver triste, porque una noche el paciente me obligó a salir con la hija de una amiga suya. La chica me llevó a la favela Rocinha, un barrio pobre que se extendía por las montañas, poblado de traficantes de droga y con grandes áreas sin luz eléctrica. Yo jamás habría pensado que un lugar así fuese un destino turístico. Sin embargo, fuimos a la escuela de samba del barrio: Academicos de Rocinha. Durante toda la noche, en un coliseo gigantesco, trenes humanos danzaron a nuestro alrededor, alzando los brazos, moviendo las caderas y formando una interminable cadena de carne y percusión.
Río de Janeiro es como esa escuela de samba: un palacio de luz enmedio de la oscuridad. Se trata del segundo Estado más rico de la mayor economía latinoamericana. Pero el país lleva dos años de recesión. Y el propio Estado de Río se ha declarado en bancarrota con un déficit de 5.000 millones de euros. Y sin embargo, precisamente en este lugar, la falta de dinero nunca ha sido un obstáculo para la alegría.
Cuando me mudé a Madrid en 2000, viví con una bahiana. Ella y sus amigos hablaban de política y no paraban de quejarse de Brasil, de la corrupción, de la injusticia, de la falta de oportunidades. Entonces yo les preguntaba: “Si es tan horrible, ¿por qué no se largan de ahí?”. Y todos respondían abriendo mucho los ojos: “¡Porque en ninguna parte se vive como en Brasil!”. En 2003, Lula ganó las elecciones, los brasileños me pusieron una camiseta verde amarilla y me llevaron a festejar por la calle. De repente, había un montón de ellos. Y Brasil nunca volvería a tener problemas. Bailamos. Bebimos caipiriñas. Y por instantes, sentí que yo también, al fin, era brasileño.
Visité Río por última vez hace unosmeses para dar una conferencia. Mis viejos amigos estaban deprimidos. El gobierno de Dilma Rouseff comenzaba a caer aplastado por una avalancha de denuncias de corrupción. Además, la selección había sido humillada en su propio Mundial de fútbol 7 a 1 por una Alemania implacable. “Creíamos que éramos una potencia mundial —me dijo un colega escritor—, pero ya ni siquiera somos Brasil”.
Los Juegos que comienzan este mes atraerán a medio millón de turistas y a diez mil atletas de 200 países. En el estado de ánimo actual producen más estrés que orgullo. Los deportistas acuáticos han mostrado su preocupación por competir en playas contaminadas como Botafogo —donde nadie se baña—. Y algunos han renunciado a las Olimpiadas debido a la amenaza del virus zika. Pero ni el Apocalipsis puede acabar con esta ciudad. De hecho, el Apocalipsis ya ha pasado por aquí suficientes veces como para no impresionar a nadie. Mientras todas las cifras presagian la catástrofe, Río no pierde ni un ápice de su fuerza. Sigue siendo esa ciudad llena de gente y energía. Ir por la calle es un festival de sonidos, olores y sabores. Incluso las protestas políticas parecen carnavales. En una vieja canción de los años ochenta, Charly García quería convencerse de que “la alegría no es solo brasileña”. Más de tres décadas después, a pesar de las dificultades, todos queremos ser cariocas.