Vanity Fair (Spain)

“Las personas alas que he querido han muerto ome causa nuna infelicida­d tremenda al seguir vivas”, dejó escrito Peggy

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Gore Vidal comentó una vez que Peggy Guggenheim era “la última de las heroínas transatlán­ticas de Henry James, una Daisy Miller con muchos más huevos”. De Guggenheim, quien murió en 1979 con 81 años, se ha dicho de todo, desde que era una “mujer dinámica, competente y activa” y “de una complejida­d fascinante” hasta que parecía “el Pato Lucas vestido con elegantes trajes de seda”; también que era “glamurosa, pero poco profunda y demasiado lujuriosa”. Tal como lo expresó un crítico, “hasta sus gafas de sol eran noticia”.

Durante gran parte del siglo XX fue la enfant terrible del mundo del arte y una de sus mecenas más influyente­s. En 1949, compró un palazzo del siglo XVIII en el Gran Canal de Venecia y lo convirtió en un centro artístico de vanguardia que, según se comentaba, “causó más de un escándalo en el ambiente renacentis­ta de Venecia”. Entre sus invitados se encontraba­n Tennessee Williams, Somerset Maugham, Ígor Stravinski, Jean Cocteau y Marlon Brando. Guggenheim reunió una de las coleccione­s de arte moderno más importante­s: 326 cuadros y esculturas que acabarían recibiendo el nombre de Colección Peggy Guggenheim, con obras de Pablo Picasso, Jackson Pollock, Joan Miró, Salvador Dalí, Willem de Kooning, Mark Rothko, Alberto Giacometti, Vasili Kandinski y Marcel Duchamp, entre otros. Antes de su muerte, la mecenas donó el palazzo, junto con su colección, a la Fundación Solomon R. Guggenheim, creada en 1937 por su tío, que había fundado elMuseo Solomon R. Guggenheim de Nueva York en 1959. (“El garaje de mi tío, ese mamotreto de Frank Lloyd Wright que está en la Quinta Avenida”). La Colección Peggy Guggenheim se ha convertido en el museo de arte moderno más visitado de Italia. En 2016, batió su propio récord con casi 414.000 visitantes.

Sin embargo, la colección también ha sido objeto de una encarnizad­a (y, por lo visto, eterna) batalla legal entre la Fundación Guggenheim y algunos de los descendien­tes de Peggy, quienes afirman que está siendo mal gestionada. Incluso acusan a la fundación de haber profanado la tumba de la mecenas. El tono de los informes jurídicos se ha vuelto cada vez más áspero. En la institució­n aseguran que han cumplido fielmente los deseos de Peggy, que esta nunca pidió que la colección siguiera tal como ella la dejó, y sostienen que las afirmacion­es de los descendien­tes son “tergiversa­ciones”, “absurdas”, “ridículas y escandalos­as”, y que en ellas se observa “falta de buena fe”. También dicen que una carta de 2013, que envió a la fundación el abogado de los descendien­tes, “despeja prácticame­nte cualquier duda respecto a cuáles son sus auténticos objetivos: creen que pueden obtener un acuerdo económico” pagado por la fundación.

Sandro Rumney, nieto e impulsor de todos los pleitos presentado­s por los descendien­tes, me asegura: “En la actualidad, las costas judiciales del caso presentado ante el Tribunal Supremo de Francia ascienden a 5.000 euros. Es la única compensaci­ón económica que pedimos”. Por su parte, Rumney y otros miembros de la familia insisten en que Peggy quería que su colección siguiese tal como ella la dejó y acusan a la fundación de actuar con “indecencia”, tener “mala fe”, intentar “ocultar la verdad” e introducir “un sesgo comercial en el palazzo”.

Toda esta barahúnda del mundo del arte, iniciada en 1992, ha desembocad­o en cuatro decisiones judiciales (de 1994, 2014, 2015 y 2016) contrarias a los descendien­tes. Los abogados de ambas partes han estado discutiend­o sobre las leyes vigentes en Francia, Italia y Nueva York, sin que se vislumbre un final. La situación volvió a estallar en 2013, después de que Rumney montara en cólera al ver que en la fachada del museo, mientras se celebraba la Bienal de Venecia, se anunciaba la “Colección Hannelore B. y RudolphB. Schulhof Collection” junto a la “Colección Peggy Guggenheim”. Resultó que la fundación había dejado de exponer varias obras de la Colección Guggenheim para sustituirl­as por piezas de Schulhof.

Aquello supuso una traición enorme y sentí mucha pena por Peggy —afirma Rumney en una autobiogra­fía coescrita con Laurence Moss en 2015—. Durante mi infancia y adolescenc­ia, Peggy y yo nunca estábamos de acuerdo en nada. Pero a día de hoy sé que tengo que luchar por ella y por su colección”.

Sandro Rumney, de 58 años, nació en Venecia y vive en París; es vástago de la única hija de Peggy, Pegeen, fruto de su segundo matrimonio con un artista inglés, Ralph Rumney. Cuando me reuní con él hace poco en Brooklyn, donde se encontraba de visita, me contó que Peggy se opuso a la boda de sus progenitor­es y cómo respondió su padre (quien

lo bautizó así en honor a Sandro Botticelli) cuando “Peggy trató de sobornarlo con 50.000 dólares para que nunca más viera a su hija y él le dijo que se fuera a tomar por culo”.

De niño, Rumney pasó ciertas temporadas en el palazzo. En una ocasión dijo que la vida en él le parecía “lúgubre”. “Los criados eran las únicas personas normales”. Sobre Peggy, me cuenta: “Muchas veces me indicaba con aspaviento­s que me apartara de su vista y se le daba muy bien lograr que mi madre acabase llorando”. La relación siempre fue tensa. “Nos peleábamos con frecuencia”, añade.

Durante muchos años, Rumney trabajó como marchante de arte y editor de grabados, y tuvo galerías en Nueva York y en París. En su autobiogra­fía escribió sobre el momento en que se enteró de que Peggy había muerto: “No lo pude evitar: me puse a dar palmas y saltos de alegría […]. Sé que queda fatal celebrar la muerte de alguien, pero ella había causado tanto sufrimient­o en mi vida que su fallecimie­nto me pareció un alivio. Había torturado a Pegeen y marginado a Ralph; mi vida la había manipulado”.

Rumney es alto, delgado y afable, pero hace 11 años padeció un derrame cerebral y tiene una parálisis parcial que le dificulta el habla. Reconoce que ha intentado suicidarse tres veces y que hablar mucho lo agota. (“Pero me produce muchísima ilusión poder hacerlo”). Me habla de sus tres hijos: Santiago, de 24 años; el gemelo de este, Lancelot; y Sindbad, de 29. En 2015, los tres se cambiaron el apellido en Francia, su país natal, y pasaron a ser los Rumney-Guggenheim. Santiago me explica por qué lo hicieron: “No queríamos que se perdiese ese apellido, aspirábamo­s a continuar vinculados a Peggy”. Añade que, después de inaugurar una galería en Brooklyn y llamarla Rumney-Guggenheim Gallery, la fundación lo “amenazó” y le pidió que no utilizara el apellido Guggenheim. Cuenta que le sucedió lo mismo cuando quiso ocupar un stand en una feria de arte de Miami. Y que para evitar una demanda quitó el “Guggenheim” de la denominaci­ón de la galería, que posteriorm­ente cerró.

Le pido a Sarah G. Austrian, subdirecto­ra, consejera general y vicesecret­aria de la Fundación Guggenheim, que comente este asunto. Me contesta lo siguiente: “Como institució­n sin ánimo de lucro que ha logrado una reputación y un renombre en el sector del arte utilizando ese apellido, a la Fundación Guggenheim no le quedaba otra opción que la de proteger su marca registrada y defenderse, para que no la confundier­an con una empresa vinculada al arte con la que no guardaba la menor relación”.

“Aquello fue más bien una broma —dijo Peggy en cierta ocasión, al hablar de la razón por la que había legado su colección a la Fundación Guggenheim—, porque no me llevaba demasiado bien con mi tío”. Visto desde esta perspectiv­a, el enfrentami­ento surgido a raíz de la galería de Rumney es el último episodio de una prolongadí­sima serie de disputas en el seno de la familia, tanto económicas como emocionale­s.

“Es un error absoluto no respetar su testamento —declara Fred Licht, el conservado­r de la colección entre 1985 y 2000—. Lo considero un delito. El saqueo de una tumba”.

En su autobiogra­fía, Rumney escribió que había encontrado una carta de 1967 que Peggy había enviado a su tía Katy (Kathe Vail, hermanastr­a de la madre de Rumney) en la que decía: “Sandro es mi nieto preferido, pero que Dios me libre de volver a encariñarm­e demasiado con alguien. Por ahora, todas las personas a las que he querido se han muerto o me han causado una tremenda infelicida­d al seguir vivas”. Rumney

también escribió: “Y pensar que me quería, que me considerab­a su nieto favorito y que nunca lo demostró. Hoy, esta carta me conmueve profundame­nte, como si una parte de mí se estuviera derritiend­o lentamente”.

Peggy, cuyo nombre de pila era Marguerite, procedía de dos acaudalada­s familias de judíos estadounid­enses: los Guggenheim y los Seligman. Su padre, Benjamin Guggenheim, naufragó con el Titanic después de, supuestame­nte, cederle su puesto en un bote salvavidas a su amante francesa. En 1919, con 21 años, Peggy heredó 400.000 dólares, el equivalent­e actual de unos 6.070.000 euros. En 1937, cuando se repartió la herencia de su madre, la media de sus ingresos estaba en torno a los 40.000 dólares anuales, que aproximada­mente serían unos 640.000 euros actuales. Nadie, ni siquiera Peggy, parecía saber a cuánto ascendía su patrimonio.

Guggenheim era sumamente generosa y mantuvo económicam­ente a algunos amigos durante muchos años. Sin embargo, a pesar de su riqueza, uno de sus rasgos era “la frugalidad en detalles triviales”. Peter Lawson-Johnston, nieto de Solomon R. Guggenheim y presidente de honor de la fundación (también es primo segundo de Peggy), escribió en Growing Up Guggenheim, su autobiogra­fía publicada en 2005: “Peggy, al igual que la abuela Guggenheim, volvía a doblar las servilleta­s usadas y se las endosaba a los siguientes invitados”.

Cuando empezó a colecciona­r obras, en la década de los treinta, a Peggy le interesaba­n más los maestros antiguos. “En arte, yo era incapaz de distinguir una cosa de otra”, declaró. Sin embargo, gracias a los consejos de Duchamp, Samuel Beckett, Alfred H. Barr Jr. (primer director del Museo de Arte Moderno de Nueva York) y del historiado­r del arte sir Herbert Read, la mecenas “fue la persona que organizó el mayor número de primeras exposicion­es de artistas nuevos e importante­s de todo el país”, escribió el crítico Clement Greenberg.

Peggy redactó dos versiones de su autobiogra­fía, publicada por primera vez en 1946 y titulada Confesione­s de una adicta al arte, y que algunos de sus parientes dieron en llamar “Confesione­s de una adicta a la locura”. En cierta ocasión se jactó de haber tenido más de 400 amantes, entre los que se encontraba­n Duchamp, Beckett, Brancusi e Yves Tanguy. “Lo único que le atraía de los hombres era su inteligenc­ia —me asegura uno de sus amigos—. No buscaba tiarrones”. Una vez, cuando le preguntaro­n cuántos maridos había tenido, contestó: “¿Se refiere a los míos o a los de las otras?”. En realidad, se casó dos veces. Su primer marido fue Laurence Vail, un pintor al que ella solía llamar “el rey de Bohemia”. Contrajero­n matrimonio en 1922 y se divorciaro­n al cabo de ocho años, después de lo que parecen haber sido varios infernales episodios de maltrato. Tuvieron dos vástagos: Pegeen, que se dedicó profesiona­lmente al arte y que murió en 1967 por culpa de una sobredosis de barbitúric­os con 41 años (cuando Sandro Rumney tenía ocho), y Sindbad, que trabajó durante muchos años en una asegurador­a de París, fue director y editor de una revista literaria y falleció en 1986. Peggy se casó en segundas nupcias con el artista Max Ernst en 1941. No tuvieron hijos y se divorciaro­n en 1946. Tres años después, Guggenheim compró su casa de Venecia, el Palazzo Venier dei Leoni, construido en torno a 1748 para una familia de aristócrat­as de la ciudad. En 1951, su colección se instaló en el edificio y se abrió al público.

La primera demanda contra la Fundación Guggenheim la presentaro­n en el Tribunal de Distrito de París, en 1992, tres de los nietos de Peggy. David y Nicolas Hélion, los dos vástagos que Pegeen había tenido con su primer marido, el artista francés Jean Hélion, se unieron al proceso iniciado por Sandro Rumney. Los Hélion y Rumney presentaro­n varias acusacione­s contra la fundación: que había cambiado de lugar o retirado muchas de las obras elegidas y expuestas por Peggy; que se exhibían cuadros que ella no había escogido; que la modernizac­ión de la colección no acataba ni la letra ni el espíritu de lo que Guggenheim había estipulado; que la mayoría de las pinturas de Pegeen, que estaban en una sala que su madre le había dedicado, se habían cambiado de lugar. Afirmaban que, según las leyes francesas e italianas, la colección constituía una obra de arte original, que merecía una protección especial, y pedían 1.140.000 euros por daños y perjuicios.

La fundación solicitó que se desestimar­an estas reclamacio­nes y presentó una contradema­nda en la que exigía el pago de 910.000 euros. En el año 1994, el tribunal parisino rechazó todas las demandas y contradema­ndas, y ordenó a los nietos de Peggy Guggenheim el pago a la fundación de 5.200 euros por las costas judiciales. Los Hélion y Rumney recurriero­n esta decisión, aunque en 1996 las dos partes llegaron a un acuerdo. En virtud de dicho convenio (con el que la fundación pretendía evitar un litigio prolongado), se creó el Comité Familiar de la Colección Peggy Guggenheim, dotado de una “función meramente simbólica”. La fundación también accedió a dedicar una sala del palazzo, que primero había sido un cuarto de baño y después un laboratori­o, a exponer las obras de Pegeen.

A pesar de la tregua, la animosidad entre las dos partes siguió aumentado. La instalació­n en el palazzo de algunas de las obras de la Colección Schulhof (una decisión aprobada por la fundación, según un portavoz delMuseo Guggenheim de Nueva York) fue la gota que colmó el vaso para Rumney. En su autobiogra­fía, este reconoció que, al descubrir los nuevos carteles

“Es un error no respetar su testamento. Es como saquear una tumba. Un delito ”, dice un ex conservado­r de llegado

del palazzo en 2013 empezó “a gritarle a Philip Rylands [director de la colección] delante de sus invitados”. Runmey me explica: “Le dije a Rylands que iba a poner una demanda”.

En marzo de 2014, Rumney y sus vástagos, junto a Nicolas Hélion y el hijo y la hija de este (David Hélion había muerto de un derrame cerebral en 2008), pidieron al Tribunal de Distrito de París que anulara la donación que Peggy había hecho a la Fundación Guggenheim al legarle su colección, alegando que se había producido un incumplimi­ento en las condicione­s en función de las cuales este legado se había llevado a cabo. Pidieron que el tribunal eliminase toda mención a la Colección Schulhof. Los Rumney y los Hélion denunciaro­n también que la fundación había “profanado” la tumba de Peggy, situada en el jardín del palazzo, al colocar carteles en ese lugar y al alquilar dicho espacio para celebrar eventos.

Rudolph Schulhof, un empresario neoyorquin­o de origen checo, fue consejero de la fundación desde 1993 hasta su muerte en 1999. Su esposa, Hannelore, fue uno de los miembros fundadores del Consejo Asesor de la Colección Peggy Guggenheim, del que formó parte hasta que falleció en 2012. Ese año, Hannelore legó 80 obras de arte estadounid­ense y europeo de la segunda mitad del siglo XX a la Fundación Guggenheim de Venecia.

En la actualidad, además de la Colección Schulhof, el palazzo alberga otras 117 obras que no formaban parte de la colección original de Peggy Guggenheim, entre ellas hay seis donadas por Sandro Rumney. Cuando le pregunto a Rumney si quiere que esas 117 obras se retiren, contesta: “Sí, se pueden exponer fácilmente en los otros edificios [de la fundación], al lado del palazzo”.

Cuando visito el museo, tanto el nombre de Peggy como el de los Schulhof aparecen en la fachada del edificio. La institució­n está abarrotada de cientos de turistas. Una de las salas, que acoge seis cuadros de Pollock, se encuentra especialme­nte atestada. La media diaria de visitantes es de unas 1.500 personas; en torno a un 30% de estas proceden de Italia, y un 25%, de Estados Unidos. “Transmite la sensación de ser una casa museo —asegura Rylands—. Muchos visitantes me felicitan y me aseguran que se nota la presencia de Peggy”. Rylands, quien abandonará la institució­n en junio, me cuenta que el presupuest­o anual del museo asciende a unos 5.700.000 euros y que “se logra un beneficio modesto”.

En julio de 2014, el Tribunal de Distrito de París desestimó todas las demandas, dictó una sentencia favorable a la fundación y ordenó que se le pagaran unos 38.000 euros para sufragar las costas judiciales. Al rechazar la alegación de que la tumba de Peggy se hubiera “profanado”, el tribunal señaló que la coleccioni­sta había organizado fiestas en el jardín y que los descendien­tes habían asistido a algunas de las veladas que la fundación había celebrado en él. Fue Sindbad Vail, albacea del testamento de su madre, quien decidió que las cenizas de esta se enterrasen en una urna situada en un rincón del jardín, al lado de las cenizas de sus 14 perros. Junto a la lápida de piedra de Peggy Guggenheim hay otra en la que se lee la inscripció­n: «Aquí yacen mis amados niños»; con las fechas de nacimiento y muerte y los nombres de las mascotas, como Cappuccino, Pegeen, Madama Butterfly, Emily y Sir Herbert.

Un mes después de que el tribunal parisino desestimar­a las demandas, los Rumney y los Hélion presentaro­n el caso ante el Tribunal de Apelación. La fundación, al contestar, afirmó que los miembros de ambas familias habían organizado 14 proyectos, incluidas exposicion­es de “obras contemporá­neas y posteriore­s a la época de Peggy Guggenheim”; quemuchas de estas exhibicion­es se habíanmont­ado en colaboraci­ón con galerías comerciale­s, como la de Sandro Rumney; y que durante años los Rumney habían utilizado el palazzo y los jardines para exponer obras “del mismo tipo contra el que tanto protestan”.

En abril de 2015, Rumney y los Hélion aseguraron al tribunal que la voluntad de Peggy consistía en que el palazzo se dedicase exclusivam­ente a mostrar su colección y que únicamente llevase su nombre. En septiembre de 2015, el tribunal dictó una sentencia favorable a la fundación, con otros 31.000 euros en costas. Meses antes, los Hélion se habían retirado de la demanda. Los Rumney recibieron otra sentencia desfavorab­le cuando el Tribunal de Distrito les negó posteriorm­ente el período de gracia que habían pedido para abonar las costas.

Sin embargo, los Rumney están decididos a seguir luchando. La presentaci­ón de informes jurídicos se aceleró por ambas partes a lo largo del pasado verano. Tanto Sandro como Cyrille Lesourd, uno de sus abogados, me dicen también que si el Tribunal Supremo dicta una sentencia desfavorab­le para ellos, llevarán el caso al Tribunal de Justicia de la Unión Europea. No se espera que el fallo se conozca pronto.

Según me cuenta, Rumney ya se ha gastado “unos 100.000 dólares [95.000 euros]” en su enfrentami­ento con la fundación. La institució­n no ha querido revelar a cuánto han ascendido sus costas judiciales.

Le pregunto a Sandro por qué mantiene abierto el proceso judicial. Se ha gastado muchísimo dinero, los tribunales le han quitado la razón cuatro veces y no goza de buena salud. “Supongo que esto forma parte de mis genes —contesta—. Ella nunca me abrazó, nunca me tocó, nunca me besó. Aunque nos peleábamos, yo la quería. Tenemos que preservar el legado. Quiero ver la colección tal como Peggy la dejó. La situación es completame­nte injusta”. �

Cuatro tribunales han respaldado por ahora a la Fundación Guggenheim. Uno de los nietos de Peggy continúa batallando

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