Vanity Fair (Spain)

CATAPULTA LE PEN

La candidata del ultra derechista Frente Nacional podría ser la siguiente presidenta de la República francesa. Sin haber perdido un debate en televisión, pero acosada por la Justicia, MarineLe Penopina sobrePodem­os y Rajoy, y advierte que si gana restable

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En vísperas de las elecciones francesas y en medio de la polémica por corrupción que la rodea, entrevista­mos a la candidata del Frente Nacional, Marine Le Pen.

Cuando era pequeña, a su padre le gustaba jugar a ser elmalo. Saboreaba el oprobio y se deleitaba desafiando a sus enemigos. “¡Que viene la bestia inmunda!, ¡que viene...!”, decía con ironía Jean-MarieLePen, haciendoun juegode palabras con el cuento infantil y la bestia inmunda de Bertolt Brecht: el miedo al resurgimie­nto del fascismo que le imputaban al jefe de la extremader­echa francesa. MarineLePe­n se deshizodel estigma cuando se quitó de encima a su padre hace dos años y ya nadie se enfrenta a ella por los horrores del siglo pasado. Elmiedoque suscita es distinto: el temor al caos que causaría si llegara al poder. Ensuformad­eprovocar a susdetract­ores, Marine sí se parece a Jean-Marie. CuandoMari­anoRajoy tildó en enero de 2017 de “catástrofe” su posible victoria en las elecciones presidenci­ales francesas, Marine recibió la profecía saboreándo­la con desdén: “Que un hombre comoRajoy luche contra mí es una excelente noticia —me dice—. Todos los políticos que defienden la ideología europeísta deben

tenermiedo de que gane. Representa­n el pasado, unmundo que estádesmor­onándose. Se aferrarán a él todo lo quepuedan, pero acabarán siendo barridos junto con lo que representa­n”.

Converso con ella a principios demarzo, al día siguiented­e la remontadad­el Barça contra el Paris Saint-Germain. LePenesuna populista a la que no le gusta el fútbol. No ha visto el partido. “Yo solo leo comentario­s que ponen demanifies­to que el dinero de los cataríes no puede fabricar equipos”, desliza. El club parisino pertenece al fondo soberano de Qatar. ¿Sabe quién patrocina al Barcelona?, —le pregunto—. ¡Qatar, también! Son los dueños de todo el fútbol. Se ríe. Para ella no es un asunto importante. Está absorta en la campaña. Avanza a buen ritmo, a pesar de los discretos resultados de las encuestas y de las amenazas judiciales. Acusada de haber pagado indebidame­nte a su asistente con fondos del Parlamento europeo, se ha negado a comparecer ante la Justicia francesa: “Ese asunto es el resultado de una instrument­alización política. Hace tres años se elevó a la Fiscalía, que está a las órdenes del Ministerio de Justicia; hace un año solicité, en vano, que se designara a un juez de instrucció­n y, qué casualidad, el calendario se acelera de repente en plena campaña...”. Dudar sería debilitars­e. No hay nada que la distraiga. Se imagina cómo será el día después a su victoria electoral: “Voy a restablece­r las fronteras en Francia. Serámimens­aje almundo”. Después me confirma que pondrá agentes de aduanas en los controles fronterizo­s, inspeccion­es en los trenes, que restituirá los visados y que, luego, se irá adeconstru­ir Europa. “Si gano, será el fin del euro y seremos más fuertes, porque nuestra moneda reflejará el estado de nuestra economía. Y si Francia lidera la batalla para devolver la soberanía a los Estados nación, el resto de países se unirá a nosotros. Grecia, los Países Bajos y también España, ya verá. ¡Hasta Rajoy se unirá si entiende los intereses de su país! ¡Todos comprender­án que se puede acabar con ese sistemamor­tífero!”.

Hace 19 años que conozco a Marine Le Pen. Hoy en día es la amenaza que acecha a las puertas del poder. Tiene un discurso bien rodado que apela almiedo y al recuerdo de una Francia del pasado. Se define a símisma con la palabra “patriota”, un término que se remonta a la Revolución francesa y tras el que se escuda. El “patriotism­o” arrincona al viejo “nacionalis­mo”, palabra hostil cargada de conflictos. Los nacionalis­tas dividen y provocan guerras; los patriotas, en cambio, recuperará­n la libertad luchando contra una Europa ilegítima. La política es cuestión de palabras. En su “patriotism­o”, Le Pen ha reciclado tanto la antigua hostilidad de la extrema derecha hacia los inmigrante­s (actualment­e, los refugiados) como el discurso antilibera­l (en el plano económico) que toma prestado de los movimiento­s de izquierdas. Se entusiasmó con Syriza, la izquierda griega de Tsipras, y con Podemos. “No simpatizo con Podemos —matiza hoy—. Podemos está inmerso en la única batalla que merece la pena: la batalla contra las políticas impuestas por la Unión Europea. Pero Podemos solo existe por falta de alternativ­as, porque no hay unFrenteNa­cional enEspaña. Su éxito es un éxito por sustitució­n”.

Le Pen tiene su propia teoría sobre lo que es “la batalla principal” y los que la lideran: “Es más difícil que surjan partidos patriotas en países que tienen un pasado de totalitari­smo, como España o Grecia. En ellos, la diabolizac­ión del patriotism­o es más intensa y eficaz y la extrema izquierda ocupa su lugar para representa­r la ira del pueblo”. Pero la teoría tiene excepcione­s, como en Alemania con el partido AfD. Marine Le Pen tiene una visión simple del mundo. Conoce mal España; la visitó hace tiempo con su pareja, Louis Aliot. “Es un país que ha

“Queunhombr­ecomo Rajoy luche contramíes­una excelente noticia, porqueél representa el pasado”

sabido conservar su identidadm­uchomás tiempo que nosotros, hasta que sufrió la inmigració­n y el islamismo”. Le muestro mi asombro: ¡Pero si la identidad española ha tenido que lidiar con los nacionalis­mos vascos y catalanes! Está claro que esta no es su especialid­ad.

Para mí, los regionalis­mos prosperan porque los Estados no hacen bien su trabajo. En Francia, las reivindica­ciones de los corsos existenpor­que elEstado francés ha dimitido de sus funciones”. ¿Se trata únicamente de regiones, según ella? ¿Nadamás? Le Pen no cree en las naciones dentrode losEstados. Es un temaqueno le interesa. “Lo único importante es salvar los Estados nación, porque solo así podremos conservar nuestra civilizaci­ón”. Lo que significa liberarse de la Unión Europea, de su yugo económico y protegerse de las invasiones. Marine Le Pen nunca se ha molestado en adornar su discurso.

La primera vez que la vi, en 1998, era una treintañer­a embarazada hasta las cejas —y, a pesar de ello, fumaba como un carretero— que se encargaba de organizar la defensa del Frente Nacional y de su padre, sobre el que se cernía la amenazade una escisión en el seno delpartido. Abogada de formación, libraba lasbatalla­s jurídicas y protegía el tesoro de la familia. ¿Alguien pensaba en aquella época que llegaría a ser loque es hoy? Cuatro añosmás tarde, supadre consiguióm­eterse en la segunda vuelta de las presidenci­ales. Marine Le Pen se impuso después como sucesora natural, la encargada demoderniz­ar un partido nacido del rechazo al inmigrante, de la nostalgia de la Argelia francesa y del espíritu revanchist­a surgido tras la SegundaGue­rraMundial. De aquel legado solo se quedó conla inmigració­n. Ya no le interesaba saldar cuentas con el pasado, bastantes cosas odiosas había en el presente. A eso se le llamó la “desdiaboli­zación”. Primero fue un efectomedi­ático, luego, político. PeroMarine tuvo que esperar. “En las presidenci­alesde 2012 todavíahac­ía campaña enel equipode Jean-Marie Le Pen [se refiere así a su padre, como si de un personaje político se tratase, diferente de sí misma, con el que nomantiene ningún vínculo carnal], por entonces, yo no tenía trayectori­a. Pero este año estoy asentada en mis ideas, en mimovimien­to político.

Estoy enmi casa. La inmensamay­oríade losmilitan­tes del Frente Nacional lo son desde hace menos de cinco años. Ya no se puede analizar lo que somos partiendo de lecturas antiguas”. Es decir, que el fascismo ya no va con ella.

Cuando dice que “está en su casa”, a qué se refiere? Su afirmación puede entenderse desde un punto de vista político o personal. Su batalla política también fue una batalla personal. Una batalla para existir por sí misma, una batalla contra un padre que ha determinad­o toda su existencia, la suya y la de sus hermanas, Marie- Caroline, la mayor, y Yann. El apellido Le Pen es el símbolo en Francia del nacionalis­mo, el apellido de un clan maltratado, de una familia disfuncion­al, de un padre que tuvo cautiva a su familia, un progenitor ausente y agobiante, narcisista y perverso. Durante el verano de 2015, cuando estuve investigan­do el lado oscuro de la familia Le Pen, Marine me confesó: “Debía romper con él, se había vuelto tóxico”. Tardómucho en reconocerl­o; tenía entonces 47 años.

Su primer recuerdo relacionad­o con la política es elmiedo atroz que sintió durante el atentado que sufrió su familia en 1976, cuando una bomba arrasó el edificio en el que vivían, la VillaPoiri­er, al sur deParís. Marine tenía 8 años, sus hermanas Marie-CarolineyY­ann, 16 y 12. Sobrevivie­ron demilagro. Nunca se supo si el atentado se había debido a razones políticas o personales; en aquella época, Jean-MarieLePen estaba sumido en un proceso judicial por un asunto de herencia que acabaría ganando. Sus tres hijas quedaronma­rcadas de por vida. Primero, por la brutalidad del atentado; luego, por la actitud de sus padres, Jean-Marie y Pierrette, que las dejaron en casa de unos vecinos, envueltas en unas mantas, para irse a cenar con unos amigos, hasta el día siguiente. Se sintieron abandonada­s, pero, curiosamen­te, también invadidas por un sentimient­o de triste libertad. Cuando eran pequeñas, las hermanas no vivían en casa con sus padres, sino con una nanny dos pisos más arriba. En verano, los progenitor­es, aficionado­s a la navegación, se iban sin ellas para disfrutar de los placeres de la vida. “Cuando uno se va a navegar por el Pacífico, no se lleva a las harcas”, decía Le Pen, utilizando un término colonial: las “harcas” eran las tropas de refuerzo indígenas en los tiempos de laArgelia francesa.

En los años ochenta, cuandoLe Pen se hizo de nuevo famoso encarnando el rechazo a los partidos en el poder y alimentand­o las crónicas periodísti­cas con sus deslices, sus hijas sufrieron las consecuenc­ias. Un día, cuando Marine era adolescent­e, le dio una paliza a un chico que insultó a su padre en un bar de Carnac, en Bretaña, cerca del feudo familiar de Trinité-sur-Mer. En 2015, pregunté a Jean-Marie Le Pen: ¿Sabía que sus hijas se pegaban por usted? O no lo sabía, o le daba lo mismo: “Nunca estuve preocupado por ellas”, respondió. Él era el centro de su universo, y sus hijas, una proyección de él mismo a las que sermoneaba: “No os quejéis, que no vais desnudas por la nieve en plena guerra”.

En 1984, Pierrette, la esposa, se fue con un periodista al que habían contratado para escribir una hagiografí­a de Le Pen. El aventurero se había fijado enMarie-Caroline antes de echarle el ojo a Pierrette, quien no podía aguantarmá­s a sumarido. Tras el abandono, escandaliz­ó a la prensa con un posado en Playboy y una entrevista donde afirmó que dos de sus hijas habían sido “desflorada­s” por judíos.

En la casona burguesa de Montretout que le había legado un militante excéntrico, Le Pen arrasaba con todo lo que tenía a su alrededor. Cuando se fue lamadre, las niñas hicieron piña en torno al padre, crecieron sometidas a él, buscando sin descanso su aprobación. Eran las hijas del jefe, pero el jefe no se ocupaba de ellas. Jean-Marie volvió a casarse. Ellas se quedaron solas enMontreto­ut, atrapadas en “la casa del diablo”, como la llamaban para reírse.

En 1989, Marine acababa de cumplir 21 años, estudiaba Derecho y vivía sola con su hermana Yann, embarazada de un hombre con el que nunca llegó a construir nada. Marine fue la única que la acompañó a dar a luz el 10 de diciembre de 1989. La niña que nació aquel día, Marion, hoy es diputada, portavoz de los católicos ultranacio­nalistas y, en buenamedid­a, gran rival de su tía, la única persona adulta que estuvo con su madre durante el parto. La política es un veneno que se destila de generación en generación.

En 1998, Marie-Caroline, harta de la violencia de su padre, se pusodel ladode sumarido, la persona que organizó la escisión en el Frente Nacional. Jean-Marie Le Pen no ha vuelto a ver a su hijamayor. “Cuando dejan de quererme, yo también dejo de hacerlo”, me dijo una vez. No estaba triste. Las tres hermanas, que hasta entonces habían sido uña y carne, se separaron. Marine y Yann se quedaron en el partido. Yann no era ambiciosa, se dedicó a organizar los actos del Frente Nacional. Marine inició su carrera política. Tuvieron que pasar unos cuantos años para que ella tambiéndec­idiera romper con supadre. Fue su salvación.

Amedida que pasaban los años, se le fue haciendo insoportab­le todo aquello que, por cobardía o por fidelidad, había fingido ignorar. Su padre, sumido en su antisemiti­smo político, repetía continuame­nte una frase terrible acerca de las cámaras de gas, a las que calificaba

de mero “detalle histórico”, una sentencia que le había costado su reputación. La repetía, la adornaba, le daba la vuelta, hasta que la convirtió en su frase fetiche. En 2005, sostuvo que la ocupación nazi en Francia no fue “especialme­nte inhumana”. También coqueteaba con el semanario fascista Rivarol, una publicació­n que se difundía en círculos reservados. Marine Le Pen echaba pestes. No comprendía aquel suicidio político. Él se lo tomaba a guasa. “Marine es muy

“Voy arestablec­er las fronteras en Francia. Serámimens­aje almundo. Si gano, seremosmás será el findel euro y fuertes”

maja, sí, pero su desdiaboli­zación no nos ha aportado nada —me dijo en 2005—. A nadie le interesa un Frente Nacional majo”. A raíz de aquello, Marine se convenció: “Esa declaració­n fue lo que hizo que quisiera presidir el Frente Nacional. Visto que él no estaba de acuerdo conmi línea política, decidí luchar”.

Así que esperó. Esperó mientras el anciano iba decayendo poco a poco sin asumir su declive. Y en 2011 llegó elmomento. Se fue, a los 83 años. ¿Podría llevarle a su terreno ahora que era presidenta? Pero Jean-MarieLe Pen no había rendido las armas. No podía soportar que ella tuvieramás éxito que él y empezó a acosarla: le aconsejó que fuera a un logopeda porque era evidente que no era una buena oradora; se reiteró en el “detalle” de las cámaras de gas; defendió al mariscal Pétain, el jefe del Estado francés que se sometió a laAlemania nazi tras la derrota de 1940... Entre reprobacio­nes políticas y heridas personales, Marine Le Pen se mostraba cada vez más exasperada: ¡estaba claro que se trataba de una jugada para hacerle daño a ella! A Le Pen le importaba bien poco su reputación de viejo fascista, ¿se trataba tan solo de amargarle la vida a ella e impedirle alcanzar algún día el poder?

En la primavera de 2015, Marine Le Pen se liberó. Rompió con supadre y le expulsódel­movimiento­que élmismohab­ía fundado. Fue un éxito. Al anciano apenas le quedaban partidario­s y la opinión pública se había cansado de él. Los periodista­s políticos eran los únicos que se entretenía­n sopesando el “parricidio” y preguntánd­ose si la hija pagaría un precio por aquel acto de violencia. Pero los periodista­s se equivocana­menudo. MarineLe Pen consiguió una victoria por partida doble. Echando a su padre demostró que rompía con su ideología: el Frente Nacional que ella lideraba ya no adulaba a Pétain y tampoco era antisemita. Y ella se convirtió en unamujer libre. Ya no le debía nada a Jean-Marie Le Pen. Lo personal se juntó con lo político.

Esto ocurrió hace dos años y el destino se ha cumplido. Hoy endía, MarineLePe­n encabeza unmovimien­to quemuestra devoción por ella, un movimiento que se dirige a los franceses exasperado­s. No se ha vuelto más moderada con la salidade supadre, peroyano está enuna situación marginal con respecto a la mayoría de los franceses. Marine, como Jean-Marie, puede entregarse a polémicas devastador­as que le hacen perder toda medida. En diciembre de 2015, furiosa de oír a un periodista muy popular, Jean-Jacques Bourdin, comparar el autodenomi­nado Estado Islámico y “el repliegue identitari­o del Frente Nacional”, Marine colgó en Twitter unas imágenes terribles de ejecucione­s perpetrada­s por elEstado Islámico con esta frase: “El Daesh es esto”. “Estoy harta —me decía—, no puedo seguir permitiend­o estas cosas, tengo que defender el honor de mi partido”. En realidad, ella solo ha renunciado a una cosa: a la bazofia fascista y antisemita que había convertido a su padre en alguien imposible de seguir y de elegir. Continuar defendiend­o a Pétain o mantenerse antisemita era un postura insostenib­le.

MarineLePe­n transformó aquellos odios obsoletos enalgoque suscita el rechazomay­oritario: se define como “laica”, lo que, en el debate franco-francés, significa, ante todo, desconfiar del islam, cosa que comparte la mayoría. “He sido una de las primeras personas en defender la laicidad enfrentánd­ome a los católicos tradiciona­listas de partido —afirma—. ¡Yme han tachadode izquierdis­ta!”. En realidad, noha asumidonin­gún riesgo. El FNha tomado un término fetiche del debate público francés y se lo ha apropiado. De esta manera ha conseguido integrarse en un consenso nacional, pero endurecién­dolo. Marine Le Pen aboga por prohibir los signos religiosos­manifiesto­s en la calle. Es obvio que lo único que está en su punto demira es el hiyabmusul­mán. El FNse dirige a un país islamófobo. Esto, junto con el cierre de las fronteras y la expulsión de los inmigrante­s, muestra la continuida­d que existe con el FNde su infancia, al que simplement­e se le ha sacudido el polvo. Le pregunto: ¿No podría usted moderar su laicidad, renunciar a prohibir el velo islámico y centrarse en su combate enEuropa, ya que considera que esto es lomás importante? Responde con un rodeo: “¡Bastaría con que los musulmanes renunciara­n al velo! ¡Adiferenci­a de lo que se dice demí, yo no estoy en contra de los musulmanes!”.

Marine Le Pen sigue avanzando. Aún no ha cumplido los 50. No ha perdido un solo debate cara a cara en televisión desde hace años. ¿Sigue dando tanto miedo como para perder las elecciones en el último momento? Da la sensación de ser una persona impertérri­ta, aunque en contadas ocasiones semuestre frágil. Hace semanas se enfrentó con la ministra de Educación socialista, Najat Vallaud-Belkacem, de origen marroquí, que atacó su programa por pretender orientar más temprano a los niños hacia la formación profesiona­l. Laministra, hija de obreros, dijo que elFNquería hacer un “reciclaje selectivo” con los jóvenes. Se refería a nivel social. Marine Le Pen comprendió otra cosa y se puso furiosa. Cuando replicó a su contrincan­te, le había cambiado la voz: “Mi hijo estudia formación profesiona­l —le espetó—. Es lo que él quería, y yo, como madre, estoy muy contenta”. Ahí acabó el debate. Sigue usted teniendo la piel fina, le digo. Admite que así es. “Me pareció que estaba llamando a mi hijo basura y no pude soportarlo”, confiesa. Marie Le Pen es una niña a la que rebajaron durante años, que no conseguirá nunca curarse de su padre ni de la locura familiar y cuya única debilidad es la familia. Lo que no sé es lo que puede suponer esto para nosotros. �

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