STHENDAL EN LA HABANA
Una misión diplomática y un encuentro de madrugada con Fidel Castro. JORGE EDWARDS relata sumetamorfosis kafkiana en Cuba.
Como embajador chileno en Cuba, a Jorge Edwards, simpatizante de disidentes, le tocó entrevistarse con Fidel Castro de madrugada.
Afines de 1970, yo era diplomático de carrera y trabajaba en calidad de consejero en una embajada especial: Lima, Perú.
Había llegado a la ciudad con los borradores de una novela y no había avanzado una sola línea. Entre las buganvillas del hermoso barrio de San Isidro, corría de un ministerio y de una embajada a la otra y escribía artículos en la prensa peruana en defensa del aposición chilena. Mis ambiciones literarias naufragaban entre cóctelesmundanos, y unbuen día me dijeron desde el ministerio que debía hacer mis maletas, viajar a Chile a recibir instrucciones y partir a LaHabana víaMéxico a abrir la embajada chilena, que estaba cerrada desde los primeros años de la revolución castrista. Fue un viaje de unmundo a otro, desde un espacio mental, desde una forma de vida, a la forma casi exactamente contraria.
En México me despidió la misión diplomática cubana en pleno, formada en la losa del aeropuerto. En el aeropuerto de Rancho Boyeros, en La Habana, no me esperaba nadie. Ya se sabía que yo era amigodedisidentes cubanos, personas tan peligrosas como el poeta Heberto Padilla o como el novelista exiliado en Londres Guillermo Cabrera Infante, y que mi familia pertenecía a lamás sólida burguesía criolla. Apesar de esos antecedentes negativos, me llevaron a un teatro del centro de la ciudad donde Fidel Castro pronunciaba uno de sus discursos más largos. Escuché aplausos remotos, semovieron las pesadas cortinas y Fidel, alto, barbudo, de uniforme verde oliva, apareció en persona. “Si hubiera sabido que habías llegado —me dijo—, habría roto el protocolo y te habría llevado a la tribuna”. A las dos de la madrugada, en la sala de redacción del diario Granma, me preguntó con insistencia por la revoluciónmilitar peruana, que por lo visto le interesaba mucho, y solo hizovagas menciones a su amigo Salvador Allende y al camino socialista que se abría en Chile. ¿Indiferencia estudiada? Los acompañantes de Fidel, militares, periodistas, sonreían y miraban a otro lado. “Si ustedes necesitan ayuda —me soltó de repente el comandante en jefe—, no vacilen en pedírmela. Porque seremos malos para producir, peropara pelear síque somos buenos”. El día después, un sábado, muchos de los escritores isleños llegaron a visitarme al Hotel Habana Riviera. Tomamos un par de daiquiris, se soltaron las lenguas, y resultó que su versión de las cosas era la antítesis de lo que me había transmitido el comandante en jefe. Era una antítesis peligrosa. Había ingresado en un mundo resbaladizo, contradictorio, donde todo lo aparente tenía un doble fondo, una segunda lectura. Existía un arcano del poder, una perspectiva de espejos que se multiplicaban.
Cuando publiqué mi testimonio sobre esa estancia en la isla breve e intensa, que no me dio respiro, un crítico francés dijo que era el texto de un Stendhal en La Habana, pero un crítico uruguayo, que conocía algo de nuestras cosas, se refirió, por el contrario, a Kafka. Uno estaba condenado de antemano, como en El proceso, y la realidad sufría una metamorfosis continua. Nadie se salvaba, ni siquiera el propio comandante en jefe. Todos se extraviaban, y se encontraban en pasillos donde había desaparecido la salida. �