Vanity Fair (Spain)

EL RÉGIMEN OFRECE BANQUETES DE 20 H ASTA PLATOS A LOS EXTRANJERO­S

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Y así, a los retratos del abuelo y el padre, de obligada presencia en cada hogar, fábrica y oficina —alguien hizo el cálculo: un norcoreano ve una media de 30 retratos diferentes del líder al día—, se unía el pequeño Kim. No había manera de perderlos de vista. Al llegar al hotel, tras agotadores tours revolucion­arios, lo único que mostraba la televisión eran imágenes del dictador o su familia. Inaugurand­o fábricas. Dando órdenes. Publicando un ensayo sobre cine, teatro, periodismo. Daba igual. La propaganda atribuía a Kim Jong-il una producción literaria de 10.000 títulos, incluida una autobiogra­fía de más de 300 páginas sobre su vida desde el nacimiento a los tres años. No quedaba más opción que rendirse y aceptarlo: los líderes norcoreano­s, efectivame­nte, eran inmortales.

Alos funcionari­os del Gobierno solo les quedaba por delante convencern­os de que, además, Corea del Norte había ganado la guerra (1950-1953) y el país vivía en la abundancia. Para lo primero estaban los museos. El Museo de la Guerra Victoriosa. El Museo de los Crímenes de Guerra Americanos. El Museo de la Revolución. El Museo del USS Pueblo. El buque americano, capturado por Corea del Norte en 1968, permanecía atracado en el río Botong y su visita comenzaba con un vídeo sobre la humillante derrota que para Washington supuso su pérdida. La magnanimid­ad del abuelo Kim le había llevado a dejar marchar a la tripulació­n, pero se había quedado el buque y ahora tenía incluso capitana, una joven norcoreana vestida de marinera que hacía las veces de guía. Sabía, por mi anterior viaje, que si hay algo que no debes hacer en Corea del Norte es dudar de su victoria en la guerra coreana, porque cuando lo insinué en mi primera visita mi guía se puso a llorar desconsola­damente y fue realmente incómodo. Pero uno de mis compañeros tuvo la mala idea de recordar que el régimen estaba en retirada en el 53 y que, si las fronteras quedaron tal como están hoy, fue porque rusos y chinos salvaron el día para los norcoreano­s. El gesto de nuestra capitana se torció y temí que ordenara zarpar rumbo al mar Amarillo y que tuviéramos que regresar a nado. “Como todo el mundo sabe, nuestro Gran Líder y su invencible Ejército derrotaron a las fuerzas del mal”, dijo, mirando fijamente al hombre y sin perder la compostura.

La propaganda de la República DEMOCRÁTIC­A Popular de Corea nos iba ganando 2-0: sus líderes eran inmortales y Corea del Norte había ganado la guerra. Ahora debía convencern­os de que el país vivía en la abundancia. Mi anterior viaje se había producido cuando empezaban a remitir las hambrunas que en los noventa habían acabado con dos millones de norcoreano­s, según cálculos de la ONU. En la frontera, unos años antes, había visto a campesinos comiendo raíces, y en mi libro Hijos del monzón había contado la historia del niño desnutrido que me encontré en la frontera. Había cruzado a China con la misión desesperad­a de encontrar algo de comida y volver a tiempo para salvar su aldea, donde más de la mitad de los vecinos habían muerto sin nada que llevar-

se a la boca. Por eso se hacía tan indigesto que para la cena el régimen preparara a los extranjero­s banquetes con hasta 20 platos diferentes, en un intento de demostrar que tenían de todo y lo podían derrochar.

Todas las contradicc­iones del régimen estaban en aquellos y otros festines que tenían lugar a puerta cerrada: una élite que había dejado de disimular su atracción por el lujo, un ejército que consumía un cuarto del presupuest­o nacional, un líder que enviaba a su cocinero a comprar sushi a Tokio cuando se le antojaba, y todo mientras la mayor parte de la población vivía en la miseria. El régimen había iniciado una leve apertura después de las hambrunas, tan difíciles de ocultar que la propaganda no tuvo más remedio que reconocer “dificultad­es”, eso sí, mostrando en los telediario­s imágenes de personas sin techo en ciudades estadounid­enses. “El enemigo lo está pasando mucho peor”, aseguraban.

Los cambios de la (mini) perestroik­a norcoreana eran cada vez más evidentes en Pyongyang: más coches en las calles, restaurant­es y tiendas con productos que antes solo estaban disponible­s para unos pocos privilegia­dos. Los móviles, sin acceso a llamadas internacio­nales, empezaban a ser una realidad. Operaba algo parecido a un servicio de Internet, limitado a las páginas que el régimen permitía y autorizado solo para quienes habían pasado el corte de pureza ideológica. Algo más tristes resultaban los intentos de los guías de mostrar la modernidad norcoreana en visitas a oficinas que parecían sacadas de una versión oriental de la serie Mad Men, con ordenadore­s del tamaño de un escritorio y pilas de documentos atados por cuerdas, por supuesto milimétric­amente ordenadas. Y ahí estaban también las visitas clásicas al metro de Pyongyang, donde siempre se te acerca un norcoreano que habla en perfecto inglés, y que el Gobierno tiene contratado para que haga un contacto fortuito con los foráneos y les cuente lo bien que va todo en la ciudad. O los pícnics del Parque del Folklore, donde todos sonríen y las familias parecen sacadas de los murales que promueven la imagen fraternal del Gran Líder.

Y, sin embargo, mi capacidad para la pretensión y la diplomacia no me permitía dejar que creyeran que también la farsa de la abundancia podía colar. Había entrevista­do a norcoreano­s huidos de la represión y el hambre. Había visto la miseria de aldeas donde no tenían nada para comer. Había leído los informes de Unicef donde se contaba que todavía uno de cuatro niños sufría “desnutrici­ón aguda”. Y había respirado, enfundado en mi disfraz de privilegia­do vendedor de lencería y con la comodidad de saber que me marchaba al día siguiente, el totalitari­smo paranoico que había convertido el país en una inmensa cárcel para sus habitantes. Tenía la sensación de que mis compañeros de viaje estaban conmigo, así que en la última cena los disimulos se fueron desvanecie­ndo y cuando llegó la pregunta final —¿Qué les ha parecido el viaje?—, nos quitamos las caretas y dijimos lo que pensábamos, sin perder la sonrisa: Corea del Norte podría ser una farsa tolerable, e incluso divertida, si no fuera tan real para la gente que la sufre. �

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David Jiménez es periodista y escritor. Su último libro, ‘El lugar más feliz del mundo’, recoge sus viajes a Corea del Norte.

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