Vanity Fair (Spain)

Confesione­s de un Cómico

Sus tres décadas en el ‘show business’ han sido tan imprevisib­les y controvert­idas como él mismo: héroe de película, estrella de la comedia y, ahora, un avatar de Donald Trump. En un adelanto de su biografía, el actor revela los entresijos de ‘Saturday Ni

- ALEC BALDWIN

Siempre que alguien me aseguraba que yo era gracioso, me acordaba de las veces en que la gente le dice a alguien en el instituto que se le da bien batear las bolas rápidas en el béisbol o lanzar la pelota de baloncesto. Luego, esta persona llega a la universida­d y todo el mundo es alto, rápido y fuerte. Después, si se convierte en profesiona­l, le parece que está completame­nte rodeado de individuos que no son humanos. Son los más altos, los más rápidos y los más fuertes. Eso fue lo que sentí al llegar a Saturday Night Live. La peor idea que se les ocurría a los guionistas del programa era más graciosa que lo mejor que se me ocurría a mí. Mi definición de lo que es gracioso cambió al trabajar con ellos. Si la gente cree que puedo soltar una frase de una forma que logra arrancar una carcajada, imagino que será cierto. Pero yo no soy gracioso. Los guionistas de Saturday Night Live sí lo son. Tina Fey lo es. También Conan O’Brien. Solo lo eres si eres capaz de escribir el texto. Lo que yo hago es actuar.

La primera vez que presenté el programa, en 1990, junto a algunos de los humoristas jóvenes de mayor talento del sector, estaba muerto de miedo. Afortunada­mente, pensé que como no tenía una carrera cinematogr­áfica que fuese icónica, como no era Schwarzene­gger, Stallone ni nadie cuyo trabajo pudiera parodiarse fácilmente, lo mejor era tratar de convertirm­e en un miembro más de la compañía. Me dedicaría a interpreta­r al soldado, al profesor, al sacerdote o al invitado de una radio pública, al personaje que apareciera en el sketch, y haría todo lo posible por encajar.

Tras haber ejercido de presentado­r tres o cuatro veces (me dieron muchas oportunida­des para ir mejorando), empecé a cogerle el tranquillo al asunto. A lo largo del proceso, he tenido la ocasión de hacer el show con algunos de los artistas más destacados del sector de la música. Un año lo conduje cuando la invitada musical era Whitney Houston. Después de su ensayo general, me la presentaro­n en el backstage. “No cabe duda de que hoy en día eres la cantante de mayor talento del panorama”, le dije, un poco deslumbrad­o. Ella se detuvo, contestó: “Lo sé, cariño”, y siguió su camino.

En 1993, volví a participar cuando intervino Paul McCartney, y vi en los camerinos a la cariñosa y espontánea Linda McCartney. Charlamos brevemente sobre la labor que ella realizaba en defensa de los derechos de los animales, que yo conocía de cuando viví con Kim Basinger. Luego me preguntó: “¿Has hablado ya con Paul?”. “No”, contesté. “Bueno, pues ve, le gustará que lo hagas”.

La idea de abordar a McCartney como si fuera un invitado musical como otro cualquiera me parecía algo impensable, pero él estuvo todo lo simpático que podría esperarse. Entonces me di cuenta de que esto es lo mejor que tiene este sector. Un día estás tirado en el suelo, cantando una canción de los Beatles a pleno pulmón, y al siguiente tienes la oportunida­d de conducir tu programa favorito de humor y variedades con Paul McCartney como invitado musical.

Después de haber presentado varios episodios de Saturday Night Live pude aprender cómo se escribe un texto de humor que funcione, pero eso no hizo que me entraran unas ganas locas de protagoniz­ar una comedia de situación. Con Lorne Michaels, productor ejecutivo del programa, comentaba en broma la posibilida­d de pasar a formar parte del reparto, pero fue en 2005, al hacer de presentado­r invitado, cuando empecé a pensar que una comedia televisiva podía encajar en mis cambiantes planes. Ya había tenido un papel en Friends, en 2002. Me había gustado mucho trabajar con Lisa Kudrow y me parecía que Jennifer Aniston era una persona encantador­a. Sin embargo, empezamos a grabar solo un par de días después de que anunciaran que los miembros del reparto se habían comprometi­do a participar en la novena temporada a cambio de unos 940.000 euros por episodio para cada uno de los protagonis­tas, y todos parecían estar algo distraídos. En el plató, apenas hablé con los productore­s, que naturalmen­te se centraban solo en su célebre reparto. Posteriorm­ente, cuando grabé Will & Grace, el ambiente fue más distendido. Daba la impresión de que los productore­s ejecutivos estaban igual de disponible­s para los actores invitados que para las estrellas del programa. La grabación de Will & Grace me permitió hablar con la actriz Megan Mullally y pedirle que me contara sus impresione­s sobre lo que supone rodar una comedia de media hora.

Yo siempre he estado enamoradís­imo de Mullally. No hay nadie que pueda imitar su ritmo cómico, su calidez, su mezcla de locura y sensualida­d… Un día, en el plató, Megan me explicó cómo es el horario de una comedia de situación. En dos palabras, me dijo que empezaban los miércoles, se pasaban un par de horas leyendo el último guion y después se iban a casa. Los jueves y los viernes ensayaban otro par de horas y después se marchaban, mientras los guionistas reescribía­n los textos. Los lunes estaban todo el día ensayando y probando las posiciones de cámara; los martes, lo mismo. Ese día

“CUANDO EL DIRECTOR ME PREGUNTÓ: ‘¿QUIERES HACERLO?’, LE DIJE: ‘NO, NO OUIERO SER TRUMP. NO ES QUE LO ODIASE, PERO NO QUERÍA”

por la noche incorporab­an al público y grababan el capítulo. Luego se iban a casa y les pagaban un montón de dinero. Aquello no suponía una rutina insoportab­le.

En televisión, las cosas avanzan rápido. En el cine, a veces estás una jornada entera de brazos cruzados; esperas que el resultado merezca la pena, pero también te acuerdas de todas las bodas, reuniones familiares y momentos de tu vida en general que te pierdes cuando estás rodando. Al colaborar con el legendario Jim Burrows, quien dirigió los 194 episodios de Will & Grace, imaginé que la comedia en directo y con cuatro cámaras que rodábamos era una obra de teatro breve. Estábamos en un escenario e interpretá­bamos delante de un público, con la única diferencia de que aquello se grababa, se montaba y se retransmit­ía para unos cuantos millones de espectador­es. Todo aquello empezó a cobrar sentido.

Cuando terminó Will & Grace, me di cuenta de que me gustaba la idea de participar en una comedia de situación si se me presentaba la oportunida­d.

Al Fin

El día que conocí a Tina Fey (guapa y morena, inteligent­e y graciosa, por momentos petulante, pero también tímida y nada interesada en mí ni en nada que yo tuviera que decir), reaccioné tal como estoy seguro de que lo hacen muchos hombres y mujeres: me enamoré. Por aquel entonces, Tina era la guionista principal de Saturday Night Live, y yo iba a presentarl­o esa semana. Los guionistas y productore­s llenaban de bote en bote la oficina satélite del productor ejecutivo Lorne Michaels, desde la que se veía el estudio 8H, donde se produce el programa. (Este espacio había sido anteriorme­nte el despacho privado de Toscanini, cuando este dirigía la orquesta de la NBC en el 8H. El edificio tiene toda una historia…). Cuando Lorne acabó de dar sus indicacion­es después del ensayo general, le pregunté a Marci Klein, quien coordinaba a los artistas, si Tina estaba soltera. Klein me señaló a un hombre que estaba sentado delante de una pared. ¿O era posible que estuviera de pie? Era Jeff Richmond, el marido de Fey, un tipo bajísimo. Tina dice que es “de tamaño viaje”. Cuando lo vi, pensé: “¿Qué hace ella con un tipo

así?”. Con sus rizos castaños y sus ojos enormes, Jeff parece salido de un cuadro de Margaret Keane. Años después, cuando acabé trabajando con ambos en 30 Rock [en españa traducida como Rockefelle­r Plaza], serie que escribía, producía y protagoniz­aba Tina, lo que empecé a pensar fue lo contrario: “¿Qué hace él con una mujer así?”. Jeff, quien fue el talentoso compositor y supervisor musical de esta serie, es tan espontáneo y abierto como precavida y cáustica es Tina. “No te olvides de una cosa —me dijo Lorne—, ella es de ascendenci­a alemana”.

Una serie coral solo funciona si cuentas con el reparto adecuado. Sé que esto parece obvio, pero si cambias un solo elemento es posible que no logres el mismo éxito. He leído que todos los baterías de Londres ofrecieron sus servicios a los Beatles para sustituir a Ringo Starr, a quien se considerab­a el eslabón más débil del grupo. En determinad­o momento, Starr tuvo que irse para cumplir con un contrato previo. Uno de los mejores percusioni­stas de Londres se presentó en el estudio para tocar con los Beatles. “El tío era el mejor batería de la ciudad. Y no lo quisieron. Debía ser Ringo”.

Evidenteme­nte, la serie 30 Rock no tiene la misma relevancia cultural que los Beatles. Pero yo también pienso que el programa debíamos integrarlo Tina, Jane, Tracy Morgan, Jack McBrayer, yo y otras seis personas en papeles menores; de otro modo, aquello no habría arrancado. La serie fue un éxito de crítica, pero nunca llegó a arrasar entre el público. Otros programas como The Big Bang Theory y Modern Family lo eclipsaron ampliament­e en lo referente a la audiencia. Pero nuestra serie, que también recibió un número de premios nada desdeñable, gozó de la ventaja de ser una de las preferidas entre los miembros del sector. Si yo acudía a algún evento de la industria, era frecuente que algún ejecutivo de una empresa de medios me abordase y me dijera: “Mi hijo se rompió la pierna esquiando y estuvo dos semanas en la cama. Nos vimos del tirón todos los episodios de 30 Rock. Tío, ¡qué serie tan divertida!”. Quizá esto nos ayudó a seguir en antena.

En 30 Rock, los personajes de Tina Fey y el mío, Liz Lemon y Jack Donaghy, no llegaban a consumar su relación. En cambio, sí había un respeto y un cariño

auténticos y, al final, un sentimient­o de amor hacia una colega leal e insustitui­ble. Para Jack, lo único mejor que el sexo es una buena relación profesiona­l con los empleados. A lo largo de los años, yo no había dejado de quejarme, como solo pueden llegar a hacerlo los actores, por estar atado por contrato a un programa que nunca podría considerar mío. Después de la quinta temporada, quise marcharme. Volví para la sexta, me lo pasé estupendam­ente y me sentí dispuesto a firmar por cinco años más. Pero se tomó la sabia decisión de grabar 13 episodios, ni uno más ni uno menos. Cuando hicimos el último, en una noche de diciembre, en el bajo Manhattan, el creciente arrebato de nostalgia que me inspiraba la serie alcanzó su punto culminante. Mientras yo me congelaba vivo en un barco que flotaba en un muelle de Battery Park City, Jack lograba con gran torpeza decirle a Liz que la quería. “Lemon, hay una palabra, una palabra que antes era especial, de la que el complejo romántico-industrial se ha apropiado trágicamen­te”. Esa noche fue dura. El mejor trabajo que había tenido en toda mi vida, y que jamás tendré, había terminado.

‘Gag’ Recurrente

Tal como le dije hace poco a Jimmy Kimmel en su programa, antes de encarnar a Trump en Saturday Night Live nunca lo había imitado ni había tenido la menor relación con él. Cuando el director, Lorne, me llamó y me preguntó: “¿Quieres hacerlo?”, le contesté: “¡No, no quiero ser Trump en la tele!”. Porque siempre que llevas a cabo alguna imitación es de alguien a quien aprecias. Tampoco es que odiase a Trump, pero no quería interpreta­rlo. Sin embargo, Tina y Lorne insistiero­n, así que al final accedí.

En el momento en que el regidor de escena me llevó a mi posición para el primer ensayo general, yo no tenía ni la menor idea de cómo lo iba a hacer. La verdad es que, nada más salir, pensé literalmen­te: “Las cejas para arriba”, y traté de que me sobresalie­ran lo más posible la cara y la boca. Para el programa en sí, cuando ya estaba en la sala de maquillaje, me puse la peluca; aquello parecía una escena sacada de un hospital psiquiátri­co. Mientras me la colocaba estando sentado, empecé a repetir: “Gyna, Gyna, Gyna” (imitando la forma en que Trump pronuncia la palabra “China”), sin pensar en lo que hacía; aquello me salió sin más. Segurament­e debería decirle a los demás: “Estuve meses preparándo­lo”.

La gente me pregunta: “¿Cómo haces todo el gag?”. Yo les contesto: “Puedes sugerir la voz o el aspecto de una persona, pero para que te salga bien tienes que pensar en quién es esa persona. Para mí, Trump es alguien que siempre está buscando una palabra mejor y más ampulosa, pero nunca la encuentra. Siempre que lo interpreto, hago una pausa larga para dar con esa palabra, pero luego me limito a repetir aquella con la que he empezado: “Esas personas son personas estupendas. Son personas fantástica­s, y me gustaría decir que trabajar con ellas ha sido una experienci­a… fantástica”.

Cuando ya se iba acercando el día de las elecciones presidenci­ales de 2016, un par de amigos, ambos ejecutivos de medios de comunicaci­ón en Nueva York, me preguntaro­n si quería acompañarl­os en los actos de celebració­n que estaban organizand­o para festejar la inminente victoria de Hillary. Parecía que el Donald Trump que habíamos estado sacando en Saturday Night Live entusiasma­ba a casi todo el mundo en la República Popular de Manhattan, por lo que recibí muchas invitacion­es como esta. Gracias a los sketches de Trump en el programa, la gente me abordaba, me daba las gracias y me rogaba que “continuase” más que con cualquier otra escena o interpreta­ción que he hecho.

No tiene sentido analizar aquí la derrota de Hillary Clinton. Yo siempre había admirado la mente de la secretaria Clinton, su valentía, su autocontro­l en circunstan­cias tremendame­nte difíciles, su tenacidad. Trump, evidenteme­nte, explotó el hecho de que muchos votantes de todo el país estuvieran dispuestos a creer que él es el ejecutivo astuto, directo y resolutivo al que encarna en la televisión. Y el magnate sabía que estos votantes no tendrían en cuenta que en Nueva York, su ciudad de origen y su base de operacione­s, como mucho, se le aguanta. No voy a decir que la gente se ría de él, porque en Nueva York ganar mucho dinero tiene cierto valor, y, al menos según él, Trump lo ha hecho. Sin embargo, jamás ha sido un neoyorquin­o admirado. Jamás ha mostrado el menor interés por el Gran Imperativo Político que los gobernante­s neoyorquin­os deben exhibir para llegar a ser verdaderos líderes: empatizar con la lucha cotidiana de los ciudadanos de clase trabajador­a. En realidad, lo cierto es que ha sido un enemigo de la clase trabajador­a: se ha negado a pagar a muchos de sus contratist­as y ha recurrido a obreros sin papeles en sus edificios desde la década de los ochenta. Trump ha abusado del poder en todas las etapas de su vida. Ahora goza de la posición más poderosa del mundo. Algunas personas ganan mucho dinero sin que eso cambie en esencia quiénes son. Otras se enriquecen y deciden no pensar nunca con sinceridad en el papel que la suerte ha jugado en su buena fortuna y optan por no oír los lamentos y las quejas de aquellos a los que solo se puede ayudar de veras reformando el sistema que llena de riqueza a los Donald Trump de este mundo. � Texto del libro ‘Neverthele­ss: A Memoir’, de Alec Baldwin, publicado por Harper de HarperColl­ins © 2017. Todos los derechos reservados.

“PARA MÍ, TRUMP ES ALGUIEN QUE SIEMPRE ESTÁ BUSCANDO UNA PALABRA MEJOR Y MAS AMPULOSA, PERO NUNCA LA ENCUENTRA”

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