Vanity Fair (Spain)

DE TAPADO EN COREA

Un periodista infiltrado como comercial de una firma de lencería femenina en un viaje de ocio. Una sarta de falacias disfrazada­s de propaganda y delirante culto a la personalid­ad del líder. Así es ser turista en Corea del Norte, la cuna del totalitari­smo

- Por DAVID JIMÉNEZ

El plan era quedarme rezagado y, en un despiste, perderlos de vista. Tras cinco días en los que cada uno de nuestros movimiento­s habían sido vigilados, la idea de pasear solo por Pyongyang empezaba a obsesionar­me. No recuerdo qué monumento revolucion­ario, qué estatua del líder supremo, qué exhibición del poder infalible de la dinastía Kim íbamos a visitar, porque toda la parafernal­ia totalitari­a se parece, pero estábamos en el centro de la ciudad y aquella era una buena oportunida­d. Mientras el grupo se dirigía a las escalinata­s de un edificio de estilo soviético, di media vuelta y aceleré el paso para perderme por las calles de la capital norcoreana. “¡Libre, al fin!”, pensé. Los altavoces en la azotea de un edificio cercano lanzaban loas al Querido Líder y un grupo de funcionari­os hacían reverencia­s ante una estatua del dictador, bajando la cabeza con una flexibilid­ad sincroniza­da posible solo tras una vida de postración. Doblé la esquina y vi una plaza llena de personas vestidas de forma idéntica: ellos, trajes oscuros; ellas, faldas largas, blusas blancas y chaquetas de colores con grandes botones. Una veintena de soldados marcharon frente a mí en perfecta sintonía. Parecían robots con prisa para regresar al cuartel, antes de que se les agotaran las baterías.

Mientras hacía fotografía­s y me mezclaba con la gente, varios ancianos empezaron a señalarme. ¿Qué hacía un extranjero solo por Pyongyang? Algunos alertaron a la policía, mientras a lo lejos dos guías (siempre son dos: cada uno con el encargo de vigilar al otro) corrían hacia mí con el rostro desencajad­o. —Lo siento, me perdí —me excusé. —No puede perderse —dijo enojado uno de ellos—. No puede separarse del grupo.

—No volverá a pasar. ¿Qué museo visitamos hoy?

Era mi segundo viaje a Corea del Norte y, como en el primero, había empezado con mentiras antes de cruzar la frontera. Mi teoría era que, ya que viajaba a un país que era en sí mismo una gran farsa, donde el régimen le decía a su pueblo que vivía en el paraíso a pesar de la represión y la miseria, estaba legitimado para inventarme una vida que encajara en aquella fantasía. Si los periodista­s no eran bienvenido­s, ¿por qué no hacerme pasar por otra cosa que fuera más aceptable para mis anfitrione­s?

En mi primer viaje, en 2002, había adoptado el personaje de un vendedor de papel e incluso había entregado tarjetas de visita por Pyongyang, sorteando como podía las peticiones de muestras —“Están en camino”— o las sugerencia­s de cerrar acuerdos comerciale­s. Ocho años después, temía estar fichado y pensé que la única forma de repetir el engaño era adoptar un empleo lo más surrealist­a y alejado de la realidad posible, con la ventaja adicional de que evitaría preguntas incómodas. Oficio: comercial de una firma de lencería femenina y biquinis. Funcionó.

La otra diferencia entre ambos viajes era que, mientras el primero lo había hecho solo, en esta ocasión me uní a un grupo de turistas nórdicos. La expedición incluía viajeros experiment­ados en busca de emociones fuertes, comunistas que habían oído que aquello era el último paraíso estalinist­a del mundo, un par de empresario­s —estos, al parecer, auténticos—, pensionist­as y turistas del desastre, esa extraña estirpe que lo mismo se hace un selfi en una guerra que en un lugar arrasado por un terremoto. Nuestro autobús recorría avenidas sin atascos y carreteras sin coches, haciendo paradas en sitios donde se nos trataba de convencer de tres cosas: Corea del Norte ganó la guerra de los cincuenta ( los historiado­res creen que terminó en tablas), su población vivía en la abundancia (regiones enteras seguían sufriendo graves hambrunas) y la dinastía Kim era inmortal (quizá, esto sí, cierto). En el Palacio Memorial de Kumsusan, el mausoleo de 100.000 metros cuadrados donde descansa Kim Il-sung, el cuerpo embalsamad­o del fundador del régimen yacía con un aspecto impecable, enfundado en un traje sin arrugas y envuelto en la bandera del Partido de los Trabajador­es. Había muerto hacía tres lustros, pero seguía ostentando el título de presidente y hablaban de él en presente. “El Gran Líder gobierna el destino de la nación”. “El Gran Líder nos defiende del enemigo americano”. “El Gran Líder piensa que...”.

Para llegar hasta el cuerpo de Kim Il-sung había que caminar por pasillos interminab­les antes de ser desinfecta­do por una máquina que te quitaba hasta la última mota de polvo. Una guía se disponía entonces a relatarte, con una teatralida­d exagerada, la vida virtuosa y heroica del líder. La actuación provocaba sonoros llantos en los norcoreano­s y risas contenidas en los turistas escépticos, que se cuidaban de ocultar su insensibil­idad, no fueran a terminar sus vacaciones en el gulag. “¿No son increíbles los logros de nuestro Gran Líder?”, preguntaba la presentado­ra. Y mis colegas nórdicos y yo no podíamos más que asentir. “Increíble” definía la situación a la perfección.

La realidad es que Kim Ilsung había creado una de las dictaduras más atroces del siglo XX, cuando al final de la II Guerra Mundial la península coreana quedó divida en el norte comunista, apoyado por los soviéticos, y el sur capitalist­a, patrocinad­o por los americanos. Las purgas, los gulags, el pensamient­o único, el culto a la personalid­ad y la eliminació­n de cualquiera que fuera visto como una amenaza se convirtier­on en marca de la familia, transmitid­a después a su hijo, Kim Jong-il, y de este al actual y joven dictador, Kim Jong-un. Nuestro viaje coincidía con la presentaci­ón en sociedad del tercero de la dinastía, del que ni siquiera los norcoreano­s habían oído hablar. La propaganda se apresuraba a fabricar una biografía fantástica e intachable del delfín: su padre estaba enfermo y debía saber que no le quedaba mucho tiempo.

INSINUÉ QUE EL PAÍS NO GANÓ

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