DE TAPADO EN COREA
Un periodista infiltrado como comercial de una firma de lencería femenina en un viaje de ocio. Una sarta de falacias disfrazadas de propaganda y delirante culto a la personalidad del líder. Así es ser turista en Corea del Norte, la cuna del totalitarismo
El plan era quedarme rezagado y, en un despiste, perderlos de vista. Tras cinco días en los que cada uno de nuestros movimientos habían sido vigilados, la idea de pasear solo por Pyongyang empezaba a obsesionarme. No recuerdo qué monumento revolucionario, qué estatua del líder supremo, qué exhibición del poder infalible de la dinastía Kim íbamos a visitar, porque toda la parafernalia totalitaria se parece, pero estábamos en el centro de la ciudad y aquella era una buena oportunidad. Mientras el grupo se dirigía a las escalinatas de un edificio de estilo soviético, di media vuelta y aceleré el paso para perderme por las calles de la capital norcoreana. “¡Libre, al fin!”, pensé. Los altavoces en la azotea de un edificio cercano lanzaban loas al Querido Líder y un grupo de funcionarios hacían reverencias ante una estatua del dictador, bajando la cabeza con una flexibilidad sincronizada posible solo tras una vida de postración. Doblé la esquina y vi una plaza llena de personas vestidas de forma idéntica: ellos, trajes oscuros; ellas, faldas largas, blusas blancas y chaquetas de colores con grandes botones. Una veintena de soldados marcharon frente a mí en perfecta sintonía. Parecían robots con prisa para regresar al cuartel, antes de que se les agotaran las baterías.
Mientras hacía fotografías y me mezclaba con la gente, varios ancianos empezaron a señalarme. ¿Qué hacía un extranjero solo por Pyongyang? Algunos alertaron a la policía, mientras a lo lejos dos guías (siempre son dos: cada uno con el encargo de vigilar al otro) corrían hacia mí con el rostro desencajado. —Lo siento, me perdí —me excusé. —No puede perderse —dijo enojado uno de ellos—. No puede separarse del grupo.
—No volverá a pasar. ¿Qué museo visitamos hoy?
Era mi segundo viaje a Corea del Norte y, como en el primero, había empezado con mentiras antes de cruzar la frontera. Mi teoría era que, ya que viajaba a un país que era en sí mismo una gran farsa, donde el régimen le decía a su pueblo que vivía en el paraíso a pesar de la represión y la miseria, estaba legitimado para inventarme una vida que encajara en aquella fantasía. Si los periodistas no eran bienvenidos, ¿por qué no hacerme pasar por otra cosa que fuera más aceptable para mis anfitriones?
En mi primer viaje, en 2002, había adoptado el personaje de un vendedor de papel e incluso había entregado tarjetas de visita por Pyongyang, sorteando como podía las peticiones de muestras —“Están en camino”— o las sugerencias de cerrar acuerdos comerciales. Ocho años después, temía estar fichado y pensé que la única forma de repetir el engaño era adoptar un empleo lo más surrealista y alejado de la realidad posible, con la ventaja adicional de que evitaría preguntas incómodas. Oficio: comercial de una firma de lencería femenina y biquinis. Funcionó.
La otra diferencia entre ambos viajes era que, mientras el primero lo había hecho solo, en esta ocasión me uní a un grupo de turistas nórdicos. La expedición incluía viajeros experimentados en busca de emociones fuertes, comunistas que habían oído que aquello era el último paraíso estalinista del mundo, un par de empresarios —estos, al parecer, auténticos—, pensionistas y turistas del desastre, esa extraña estirpe que lo mismo se hace un selfi en una guerra que en un lugar arrasado por un terremoto. Nuestro autobús recorría avenidas sin atascos y carreteras sin coches, haciendo paradas en sitios donde se nos trataba de convencer de tres cosas: Corea del Norte ganó la guerra de los cincuenta ( los historiadores creen que terminó en tablas), su población vivía en la abundancia (regiones enteras seguían sufriendo graves hambrunas) y la dinastía Kim era inmortal (quizá, esto sí, cierto). En el Palacio Memorial de Kumsusan, el mausoleo de 100.000 metros cuadrados donde descansa Kim Il-sung, el cuerpo embalsamado del fundador del régimen yacía con un aspecto impecable, enfundado en un traje sin arrugas y envuelto en la bandera del Partido de los Trabajadores. Había muerto hacía tres lustros, pero seguía ostentando el título de presidente y hablaban de él en presente. “El Gran Líder gobierna el destino de la nación”. “El Gran Líder nos defiende del enemigo americano”. “El Gran Líder piensa que...”.
Para llegar hasta el cuerpo de Kim Il-sung había que caminar por pasillos interminables antes de ser desinfectado por una máquina que te quitaba hasta la última mota de polvo. Una guía se disponía entonces a relatarte, con una teatralidad exagerada, la vida virtuosa y heroica del líder. La actuación provocaba sonoros llantos en los norcoreanos y risas contenidas en los turistas escépticos, que se cuidaban de ocultar su insensibilidad, no fueran a terminar sus vacaciones en el gulag. “¿No son increíbles los logros de nuestro Gran Líder?”, preguntaba la presentadora. Y mis colegas nórdicos y yo no podíamos más que asentir. “Increíble” definía la situación a la perfección.
La realidad es que Kim Ilsung había creado una de las dictaduras más atroces del siglo XX, cuando al final de la II Guerra Mundial la península coreana quedó divida en el norte comunista, apoyado por los soviéticos, y el sur capitalista, patrocinado por los americanos. Las purgas, los gulags, el pensamiento único, el culto a la personalidad y la eliminación de cualquiera que fuera visto como una amenaza se convirtieron en marca de la familia, transmitida después a su hijo, Kim Jong-il, y de este al actual y joven dictador, Kim Jong-un. Nuestro viaje coincidía con la presentación en sociedad del tercero de la dinastía, del que ni siquiera los norcoreanos habían oído hablar. La propaganda se apresuraba a fabricar una biografía fantástica e intachable del delfín: su padre estaba enfermo y debía saber que no le quedaba mucho tiempo.
INSINUÉ QUE EL PAÍS NO GANÓ