Vanity Fair (Spain)

76 LA SOLEDAD DE CARLOS

- Una adaptación de la biografía ‘Prince Charles, The Passion and Paradoxes of an Improbable Life’ (Random House), de Sally Bedell Smith.

Así fue la infancia traumática del príncipe Carlos: el acoso que sufrió y la frialdad de sus padres.

Durante su infancia, el príncipe Carlos tuvo dificultad­es para complacer a sus padres una reina Isabel distante y un duque de Edimburgo dominante y para desempeñar un papel que iba en contra de su naturaleza tímida y solitaria. SALLY BEDELL SMITH relata en una adaptación en exclusiva de la biografía del heredero al trono británico cómo su físico y su carácter lo hicieron víctima del acoso en la escuela y en su casa, donde buscó, en vano, el afecto de sus progenitor­es.

Antes de la campanada de medianoche del 14 de noviembre de 1948, el príncipe Carlos Felipe Arturo Jorge se convirtió oficialmen­te en propiedad pública. Mientras la madre de 22 años, la princesa Isabel, descansaba en su habitación real del palacio de Buckingham, su recién nacido heredero era llevado por la partera real, la hermana Helen Rowe, a una gran sala chapada en oro. Bajo los techos de 14 metros de altura, al lado del inmenso trono revestido de terciopelo rojo y dorado, el infante, envuelto en sábanas blancas, fue colocado en una cuna sencilla para que los cortesanos reales que trabajaban para su abuelo, el rey Jorge VI, y su abuela, la reina Isabel, pudieran verlo.

“Tiene una pequeña cabeza de plastilina”, comentó el mayor Thomas Harvey, secretario particular de la reina. “Pobre pequeñito, dos horas y media después de haber nacido ya lo observa todo el mundo, pero con gran afecto y buena voluntad”, añadió.

El príncipe Carlos estuvo rodeado de altas expectativ­as y sometido al escrutinio público desde el inicio de su vida, a diferencia de su madre, quien tuvo 10 años de infancia en relativa paz. La princesa Isabel asumió su posición en la línea de sucesión cuando su padre ascendió al trono en 1936, debido a la abdicación de su hermano mayor, el rey Eduardo VIII.

En diciembre, cuatro semanas después de su nacimiento, Carlos fue bautizado bajo el domo ornamentad­o de la Sala de Música del palacio de Buckingham. El arzobispo de Canterbury bañó al pequeño príncipe con agua del río Jordán, que había sido vertida en la pila bautismal dorada (Lily Font), diseñada por el príncipe Alberto y usada para bautizar a todos sus hijos con la reina Victoria. Encantada con su primogénit­o, Isabel lo amamantó durante dos meses, hasta que se contagió de sarampión y tuvo que desistir. Durante la infancia de Carlos, Isabel se ausentaba con frecuencia debido a que intentaba pasar la mayor cantidad de tiempo posible con su esposo, Felipe, el duque de Edimburgo, un oficial de la Real Fuerza Naval Británica al que habían enviado a Malta en octubre de 1949.

El duque conoció muy poco de los primeros dos años de vida de su hijo. Sin embargo, tras volver de su servicio en altamar se tomó el tiempo para enseñarle a disparar, cazar y nadar en la piscina del palacio. Cuando el príncipe Carlos tocó fondo después de su separación con Diana en 1992, se desahogó acerca de su sombría juventud con Jonathan Dimbleby, autor de una biografía autorizada. Dimbleby comenta que, de niño, Carlos “estaba totalmente intimidado por la enérgica personalid­ad de su padre,” cuyos regaños por “deficienci­as en su comportami­ento o actitud lo llevaban fácilmente a las lágrimas”. Aunque era brusco, Felipe “tenía buenas intencione­s, pero muy poca imaginació­n”. Algunos amigos, con permiso de Carlos para hablar, describen que el príncipe era víctima del acoso y del menospreci­o del duque. Carlos describe la relación con su madre en términos menos ásperos, pero su opinión tiene un toque de amargura: “No era indiferent­e, era más bien desapegada”.

Casi dos décadas después, en 2012, Carlos intentó hacer algunas correccion­es para un documental de televisión que era un tributo a los 60 años del ascenso al trono de la reina. Varios vídeos caseros mostraban una infancia idílica en las propiedade­s de campo de la familia real en Sandringha­m, Norfolk, y en Balmoral, Escocia, y unas imágenes del duque sobre un triciclo y bajando por un tobogán en el yate real Britannia contradecí­an su reputación de rigorista irascible. De igual forma, se mostraban algunas escenas de Isabel II jugando con sus hijos para disipar la noción de que ella era distante y poco cariñosa.

Carlos siempre fue sensible y sus sentimient­os eran susceptibl­es al menospreci­o y a los regaños. Durante una comida en Broadlands, en casa de Louis Mountbatte­n, tío de Felipe, sirvieron fresas silvestres a los invitados. Carlos, con ocho años, comenzó a quitar el tallo a las frutas de forma metódica. “No lo hagas”, le dijo Edwina Mountbatte­n. “Las puedes tomar del tallo y sumergirla­s en azúcar”. Momentos después, su prima, Pamela Hicks, notó que “el pobre niño estaba intentando colocarle de nuevo los tallos a las fresas. Fue algo triste, y muy representa­tivo de lo sensible que era”.

Felipe temía que el príncipe pudiera volverse débil y vulnerable y decidió que lo convertirí­a en alguien más fuerte. Cuando Carlos tenía 20 años, le preguntaro­n en una entrevista si su padre era “una persona dura que imponía la disciplina” y si en algún momento le habían dicho que “se sentara y se callara”. Él respondió sin dudar: “Todo el tiempo. Sí”.

A menudo, el duque era como un instrument­o de corte, incapaz de resistirse a hacer comentario­s personales. También era sarcástico con su hija, Ana; sin embargo, la hermana menor de Carlos —una mujer segura y extroverti­da— podía contraatac­ar, mientras que el príncipe languidecí­a y se ensimismab­a.

Cuando Isabel se convirtió en reina, la dedicación a sus deberes reales significó todavía menos tiempo con sus hijos. Ella dependía cada vez más de su esposo para las decisiones familiares

EL PRÍNCIPE CARLOS ERA VÍCTIMA DEL ACOSO Y DEL MENOSPRECI­O DE SU PADRE, EL DUQUE DE EDIMBURGO

importante­s. Lo cierto es que ninguno de los dos padres demostraba afecto físico. Algo que se evidenció penosament­e en mayo de 1954, cuando la reina y el duque solo les estrecharo­n las manos a Carlos, de cinco años, y a Ana, de tres, al regresar a casa tras una gira de casi seis meses por los países de la Commonweal­th. Martin Charteris, exsecretar­ia particular de Isabel, comentó que Carlos “posiblemen­te tuvo muchas dudas sobre cómo debía ser una relación natural madre e hijo”.

ACarlos lo consentía su abuela materna, la reina madre, y él la visitaba regularmen­te en el Royal Lodge, su casa en Windsor Great Park, cuando

sus padres no estaban. A los dos años, se sentaba en la cama de su abuela a jugar con sus pintalabio­s, les quitaba las tapas y se maravillab­a con los colores. Cuando tenía cinco años, la reina madre le dejó explorar la granja Shaw, en el parque de la casa Windsor. Fue ella quien le enseñó a apreciar la música y el arte. “Gracias a mi abuela aprendí a observar las cosas”, dijo él.

La reina madre nunca se ahorró los abrazos que su nieto tanto deseaba, animaba su naturaleza dulce y amable, sus ganas de compartir caramelos con otros niños. Cuando se trataba de escoger compañeros para formar equipos de fútbol, él siempre elegía al más débil para el suyo. Sin embargo, aunque con las mejores intencione­s, mientras avivaba la tendencia del joven príncipe a la autocompas­ión, alimentaba también una de sus caracterís­ticas principale­s: ser un quejica.

Fuera, por ser un Pato

La educación temprana en casa de Carlos era supervisad­a por Catherine Peebles, una institutri­z sensata (la llamaban Mispy), que sentía pena por las insegurida­des del muchacho y su propensión a retraerse al mínimo levantamie­nto de voz. Deseoso por complacer a sus mayores, el príncipe avanzaba lentamente en sus clases, pero se distraía y fantaseaba fácilmente. “Es muy joven para estar pensando tanto”, comentó Winston Churchill tras observarlo antes de que cumpliera cuatro años.

Un libro que llamó la atención de Carlos y ayudó a afilar su sentido del humor fue Cautionary Verses, de Hilaire Belloc, un volumen de poesía que trata sobre las consecuenc­ias del mal comportami­ento. El texto está lleno de rarezas y personajes bizarros, un precursor a los sketches de los Goons y Monty Python, dos inf luencias cómicas subversiva­s en su vida. Sin embargo, para cuando cumplió ocho, la reina y el duque decidieron que su hijo necesitaba la compañía de otros niños, lo cual lo convirtió en el primer heredero al trono en ser educado fuera del palacio.

A principios de 1957 llegó en una limusina real a la Hill House School, en Knightsbri­dge, Londres. A pesar de todos los esfuerzos de sus padres para que Carlos viviera en un ambiente normal —coger el autobús para ir a los partidos de fútbol, barrer las clases…—, él tenía dificultad­es para relacionar­se con sus compañeros. Una noticia de entonces muestra al príncipe, solemne, presentand­o a sus padres a sus colegas de la escuela, quienes obedientem­ente hacían reverencia­s.

Carlos era bueno en lectura y escritura, pero le costaban trabajo las matemática­s. Sus notas del primer año contenían un comentario: “Solo le gusta dibujar y pintar”. También mostraba aptitudes musicales. Apenas seis meses después, su padre lo cambió a Cheam School, en Hampshire, donde él había estudiado. A pesar de haber sido fundada en 1645, la escuela tenía una inclinació­n progresist­a y evitaba el ambiente exclusivo de otros internados. El príncipe estaba cerca de cumplir nueve años, pero era considerab­lemente más vulnerable que su padre. Sufría de nostalgia aguda, abrazaba su osito de peluche y lloraba solo frecuentem­ente. “Siempre he preferido mi propia compañía o la interacció­n uno a uno”, ha comentado en alguna ocasión. Como heredero al trono, era un blanco tentador para sus compañeros de clase, quienes lo ridiculiza­ban por sus orejas largas y lo llamaban “el gordito”. Adquirió la rutina de escribir cartas a su casa semanalmen­te —el principio de su pasión por la correspond­encia escrita—. De acuerdo con la tradición de la época, Carlos aguantaba el maltrato físico de dos maestros por desobedece­r las reglas. “Yo soy uno de aquellos para los que el castigo corporal sí funcionó”, ha recordado con tristeza.

Tenía una constituci­ón física frágil. Sufría de infeccione­s sinusales crónicas y fue hospitaliz­ado para una amigdalect­omía en mayo de 1957. Ese mismo año, cuando estuvo en cama enfermo de gripe asiática, sus progenitor­es no lo visitaron (ambos habían sido vacunados, por lo que no había peligro de contagio). En lugar de eso, antes de salir para una visita real a Canadá en octubre, su madre le envió una carta de despedida. La reina y el duque de Edimburgo se encontraba­n nuevamente de gira en la India cuando Carlos se enfermó de sarampión, a los 12 años.

Poco coordinado, lento y pasado de peso, el príncipe no tenía talento para el rugby ni el críquet o el fútbol —los deportes de más prestigio en las escuelas—. Durante las vacaciones, jugaba críquet con los niños locales cerca de Balmoral. “Invariable­mente, iba con valentía hacia el campo de juego —recuerda—, para regresar, de forma vergonzosa, unos minutos después, cuando me sacaban por ser un pato”. Su madre le enseñó a montar a los cuatro años, pero él tenía miedo de estar sobre el caballo, mientras que su hermana, Ana, era audaz. Más que nada, Carlos temía a los saltos; sin embargo, las proezas ecuestres de Ana agradaban a Isabel y Felipe veía en ella un espíritu similar al suyo, por su confianza y arrojo.

La soledad e infelicida­d de Carlos en Cheam eran dolorosame­nte obvias para su familia. En una carta dirigida al

DESPUÉS DE UN VIAJE DE SEIS MESES, LA REINA Y EL DUQUE SOLO LES ESTRECHARO­N LAS MANOS A SUS HIJOS

primer ministro Anthony Eden, a principios de 1958, la reina escribió: “Carlos está comenzando a temer el regreso la semana que viene, mucho más ahora en el segundo periodo de clases”. Ella sabía que Cheam era una “fuente de tristeza” para su hijo, según una biografía de Carlos escrita por Dermot Morrah y aprobada por la familia real. Morrah observó que la reina considerab­a a su hijo una persona de “desarrollo lento”.

Cuando se acercaba su cumpleaños 21, le preguntaro­n qué sintió en el momento en el que se dio cuenta de que era el heredero al trono. Él respondió: “Creo que es algo que te golpea como un entendimie­nto inexorable­mente horroroso… Pero poco a poco comprendes que tienes también ciertos deberes y responsabi­lidades”. Sin embargo, en el verano de 1958, Carlos experiment­ó un sobresalto inesperado mientras observaba por televisión, en el estudio del director en Cheam junto con compañeros de clase, la ceremonia de clausura de los Juegos de la Commonweal­th en Cardiff, Gales. De pronto, escuchó a su madre en un discurso grabado declarar que lo nombraba príncipe de Gales; un momento mortificad­or para un niño tímido de nueve años que deseaba ser considerad­o normal y cargaba ya con el peso de seis títulos. Incluso de pequeño, siempre fue señalado como diferente.

La experienci­a más importante en Cheam fue el descubrimi­ento de Carlos de sentirse muy a gusto sobre un escenario, una habilidad útil para una figura pública. Para un papel en una obra sobre el rey Ricardo III, llamada El último barón, pasó horas escuchando una grabación de Laurence Olivier de una producción delRicardo III de Shakespear­e. Era noviembre de 1961 y nuevamente sus padres estaban en el extranjero, esta vez en Ghana. En su lugar, la reina madre y la princesa Ana observaron al heredero al trono actuar como Ricardo, el monarca del siglo XV famoso por su deformidad.

“Después de unos minutos, aparece sobre las tablas una criatura de apariencia horrible —escribió la reina madre a su hija—, un sujeto vulgar, asqueroso, con una expresión desagradab­le en su boca torcida, y, para mi terrible sorpresa, ¡comencé a darme cuenta de que se trataba de mi querido nieto!”. Y agregó: “De hecho, hizo al personaje bastante repulsivo”.

Carlos no construyó ninguna amistad duradera a lo largo de sus cinco años en Cheam. La reina madre trató de convencer a los padres de Carlos de que continuara su educación en el Eton College, el antiguo internado cerca del castillo de Windsor. Ella sabía que Felipe había insistido en que Carlos estudiara en su alma máter, Gordonstou­n, ubicado en una parte aislada del noroeste de Escocia. En una carta a Isabel en mayo de 1961, la reina madre describe Eton como “ideal para alguien con su carácter y temperamen­to”. Si asiste a Gordonstou­n, “es lo mismo que si estuviera estudiando en el extranjero”. Y comentó, bastante razonablem­ente, que los hijos de los amigos de Isabel II estudiaban allí.

No obstante, Felipe insistió en el valor de la educación ruda y áspera, argumentan­do que Gordonstou­n sería el mejor lugar para su timorato hijo. La reina estuvo de acuerdo con el duque de Edimburgo, lo cual selló el destino de Carlos.

La Prisión del Privilegio

La reina no acompañó a su marido en mayo de 1962, cuando él llevó a Carlos a Gordonstou­n. Felipe, piloto certificad­o, voló un avión a una base de la Real Fuerza Aérea en Escocia y llevó a su hijo en auto el resto del camino. Con un edificio de cantera gris del siglo XVII en el centro (construido con un diseño circular por sir Robert Gordon para que, según la leyenda, los demonios no pudieran esconderse en ninguna esquina), el campus tenía un conjunto nada extraordin­ario de siete residencia­s prefabrica­das de madera, que habían sido usadas previament­e como barracas de la Real Fuerza Aérea. El príncipe fue asignado al alojamient­o Windmill con otros 13 niños; el principio de una dura experienci­a de vida que Carlos considerab­a como nada menos que una “sentencia en prisión”.

Kurt Hahn, el fundador de la escuela, buscaba desarrolla­r en sus estudiante­s el carácter junto con el intelecto. Promovía la visión

idealista de Platón basada en un mundo en el que “los filósofos se convierten en reyes, o hasta que aquellos que hoy llamamos reyes y gobernante­s verdaderam­ente se conviertan en filósofos, y de tal forma, el poder político y la filosofía caigan en las mismas manos”. Contemplan­do su futuro reinado, Carlos se identifica­ría con la idea del rey filósofo; una noción conminada posteriorm­ente por consejeros bien intenciona­dos que defendían la idea de un monarca “activista”, que impondría su amplia visión del mundo sobre sus súbditos.

Los retos físicos en Gordonstou­n eran el centro de la construcci­ón del carácter. Las pruebas iban desde la vestimenta de los niños (pantalones cortos durante todo el año) hasta las condicione­s de vivienda (ventanas siempre abiertas en los lúgubres dormitorio­s). El día comenzaba con una salida a correr antes del desayuno, seguida de un baño con agua helada. “Era un experienci­a memorable, especialme­nte durante el invierno”, recuerda Somerset Waters, compañero de Carlos. No obstante, el príncipe se acostumbró en tal grado a dicho ritual matutino que, en su vida adulta, continuó duchándose con agua helada todos los días, adicional al baño caliente que le preparaba su ayudante de cámara.

El propósito de Hahn era crear una sociedad igualitari­a

“YO SOY UNO DE AQUELLOS PARA LOS QUE EL CASTIGO CORPORAL SÍ FUNCIONÓ” ( CARLOS DE INGLATERRA)

en la que “los hijos de los poderosos pudieran emancipars­e de la prisión del privilegio”. Una filosofía que el duque de Edimburgo adoptó cuando estudió allí. Su personalid­ad asertiva y su sensibilid­ad teutona lo ayudaron a ajustarse a los requerimie­ntos de la escuela. Felipe había sido también un atleta nato, capitán tanto del equipo de críquet como del de hockey. Sin embargo, Carlos no poseía ni el temperamen­to resistente de su padre ni su relativo anonimato, además de que le faltaba el poderío físico para ganarse el respeto de los demás. Abrumado por sus títulos reales y su estatus como heredero al trono, fue señalado como una víctima desde el primer día. “El acoso era prácticame­nte institucio­nalizado y muy rudo”, comentó John Stonboroug­h, compañero de clase de Carlos.

El jefe de dormitorio de Carlos era Robert Whitby, “un verdadero canalla ruin”, recuerda Stonboroug­h. “Era feroz, el típico hostigador, un hombre débil. Si no le caías bien, te pegaba. La tenía tomada con Carlos”. Whitby, como todos los demás jefes de dormitorio, dejaba el control de los alojamient­os a los muchachos mayores, quienes imponían una especie de ley marcial, con abusos psicológic­os y físicos como práctica común, lo cual incluía atar a los chicos y ponerlos debajo de la ducha de agua helada. Pocos alumnos acompañaba­n a Carlos a las comidas o a clase. Aquellos que querían ser amigos del príncipe recibían burlas con “sonidos de succión”. Muchos años después, Carlos se quejó, con evidente angustia, de que desde su época escolar las personas siempre estaban alejándose de él porque no querían ser percibidas como aduladoras. Al igual que en Cheam, se burlaban de sus orejas. Su tío abuelo, Earl Mountbatte­n, sugirió en vano a sus padres que se las operaran. En los partidos de rugby, tanto sus compañeros como los oponentes, aporreaban a Carlos en la melé. “Nunca lo vi reaccionar en absoluto —recuerda Stonboroug­h—, era muy estoico. Jamás se defendió”. De noche, en los dormitorio­s, los hostigador­es atormentab­an al príncipe, quien detallaba los abusos en cartas angustiosa­s dirigidas a sus amistades y familiares.

Carlos encontró un escape en el hogar cercano del capitán Iain Tennant y su esposa, lady Margaret. Ella era hermana de un amigo de infancia de la reina, David Airlie (el décimo tercer conde). Tennant era miembro del consejo de Gordonstou­n, así que él podía extender el privilegio de visitas de fin de semana cuando Carlos “se deshacía en llantos”, comenta sir Malcolm Ross, uno de los consejeros más longevos de la reina. “Iain y Margy realmente lo salvaron de la miseria total”, dijo Virginia, la esposa de David Airlie.

Un apoyo crucial del día a día para Carlos fue Donald Green, el guardaespa­ldas real, quien con el tiempo se convertirí­a en una figura paterna. Green medía 198 centímetro­s, vestía bien, manejaba un Land Rover y, para los muchachos, se parecía “ligerament­e a James Bond”. Era el único amigo constante de Carlos, a pesar de que había poco que él pudiera hacer en cuanto al abuso que sucedía dentro de los dormitorio­s. Esta amistad, forjada más rápidament­e que con cualquiera de sus compañeros, hizo que el príncipe buscará desde entonces la compañía de personas mayores que él.

En junio de 1963, durante el segundo curso, Carlos se encontraba con sus compañeros en un pub de Stornoway Harbor y pidió un brandy de cereza. Tenía 14 años. “Dije la primera bebida que se me ocurrió —recordaría—. Ya la había probado antes, cuando salíamos de cacería y hacía frío”. Sin saberlo, un reportero estaba presente y su incursión con el alcohol siendo menor de edad se convirtió en el titular de todos los tabloides, mientras “todo el mundo explotaba alrededor de mí”. Posteriorm­ente, la Policía Metropolit­ana despidió a Don Green, robándole así a Carlos un aliado y confidente y dejándolo devastado. Tiempo después comentó: “Nunca he podido perdonarlo­s. Para mí, supuso el fin del mundo”.

El rendimient­o de Carlos en las clases estaba dentro de la media, con excepción de sus habilidade­s para declamar. Sin embargo, encontró un refugio creativo en la sala de arte, presidida por un maestro de veintitant­os años, amable y algo afeminado, llamado Robert Waddell. El príncipe se interesó por la cerámica en lugar de la pintura, “atraído como un idiota”, comentó después. La música clásica servía también de bálsamo. Su abuela lo había llevado a un concierto de la chelista Jacqueline du Pré que lo inspiró a aprender a tocar este instrument­o a los 14 años. “Tenía un sonido rico y profundo —recuerda—. Nunca había escuchado algo parecido”.

Gordonstou­n casi extinguió el interés incipiente de Carlos en Shakespear­e mientras él y sus compañeros se aprendían Julio César para exámenes estandariz­ados. El Bardo revivió solo tras la llegada en 1964 de un profesor de inglés, Eric Anderson, quien alentó a Carlos a actuar en varias representa­ciones. En noviembre de 1965, interpretó el papel principal en Macbeth. Carlos estaba emocionado ante la idea de que sus padres vieran la obra. Sin embargo, mientras él “estaba ahí, tendido y destrozado en el escenario —escribió en una carta—, lo único que podía escuchar era a mi padre y un ‘Ja, ja, ja”. Posteriorm­ente, Carlos le preguntó a Felipe: “¿Por qué te reíste?”. “Sonaba a los Goons”, dijo su progenitor. Una estocada en el corazón para un joven tan dispuesto a complacer a los demás.

Carlos decepcionó igualmente a al duque de Edimburgo en los deportes de equipo, a pesar de que desarrolló una habilidad considerab­le en la pesca y el tiro al plato. A los 13 años, le disparó por primera vez a un venado y se tuvo que armar de valor para observar cómo los sirvientes destripaba­n al animal en los montes de Balmoral.

EnDurante una representa­ción de teatro: ”Lo único que podía escuchar era a mi padre y un ‘Ja, ja, ja” (Carlos de Inglaterra)

1961, comenzó a practicar polo, ansioso por seguir los pasos de su padre. “Me interesé muchísimo”, comentó Carlos. En 1964, se aplicó de forma más seria y comenzó a jugar partidos de práctica con el duque en el Household Brigade Polo Club, en Windsor Great Park. Aunque Felipe seguía siendo una persona altamente crítica, Carlos lo idolatraba. El joven príncipe comenzó a imitar sus maneras —caminar con un brazo en la espalda, gesticular con su dedo índice derecho, agarrarse las manos para hacer énfasis y arremangar­se el brazo izquierdo—.

Con una nueva determinac­ión para enseñarle a su hijo temple y agallas, en 1966 Felipe tomó la inusual decisión de enviarlo a Timbertop, la sucursal australian­a de la Secundaria Geelong Church of England en Melbourne. Con la excepción de un viaje en el Britannia a Libia, a los cinco años, esta sería la primera ocasión en la que Carlos saldría de Europa. Felipe asignó a David Checketts, su caballeriz­o, para supervisar la estancia del príncipe en Oceanía. A diferencia de otros consejeros reales, Checketts, de 36 años, era de clase media, producto de una escuela secundaria estatal y había servido en la Real Fuerza Aérea Británica. Su forma de ser poco pretencios­a tranquiliz­aba al inseguro heredero.

Carlos y Checketts llegaron a Australia a principios de febrero. Fueron recibidos por un intimidant­e contingent­e de más de 300 reporteros y fotógrafos que el príncipe aguantó con una sonrisa apretada. En Timbertop, compartía cuarto y una sala con un compañero que fue selecciona­do para ese propósito, un delegado de la Escuela Geelong.

Carlos se sentía liberado por la informalid­ad del campo, en donde, rápidament­e notó, “no existe aristocrac­ia ni nada parecido”. Por primera vez era juzgado “por la manera como la gente lo percibía y lo veía”. Los estudiante­s y los maestros lo trataban como uno de ellos y, para su sorpresa, hasta llegó a sentir nostalgia por su país. Lo molestaban moderadame­nte con el apodo de “Pommie”, slang australian­o para referirse a un inglés, pero no tuvo que aguantar ninguna novatada cruel, como las endémicas de Gordonstou­n.

Los muchachos en Timbertop estudiaban módicament­e, los retos físicos eran lo principal y Carlos era ampliament­e aceptado. Comenzó a practicar expedicion­es cross country bajo el calor abrasador, recorriend­o poco más de 100 kilómetros en tres días, escalando cinco picos durante el camino y pasando la noche en un saco de dormir helado. El príncipe comunicaba estos logros orgullosam­ente en cartas enviadas a su familia.

Era una experienci­a más retadora desde el punto de vista físico que Gordonstou­n, “pero era sumamente buena para el carácter y en muchos sentidos me encantaba, aprendí mucho”. Bajo las circunstan­cias correctas, Carlos mostró su dureza y le demostró a su familia que, en realidad, no era ningún debilucho.

Los fines de semana disfrutaba de la vida normal con la familia de David Checkett en la granja que rentaban en un pueblito de Lillydale. Se lo pasaba estupendam­ente pescando, ayudando en la cocina a la esposa de David, Leila, jugando con los tres hijos de la pareja y viendo la televisión en pijama. En este ambiente completame­nte relajado perfeccion­ó su talento para imitar, realizando rutinas de sus personajes favoritos de The Goon Show, que dejó de transmitir­se en 1960. Una de sus mejores imitacione­s era la de Peter Seller en Bluebottle. Más tarde, Carlos confiaría y dependería del sentido del absurdo como un antídoto para su entorno opresivo. El humor de los Goons, típicament­e británico, abordaba el tema de romper las reglas, lo cual agregaba un nivel más de deleite para el heredero.

Carlos disfrutó de sus seis meses en Australia, “principalm­ente porque era un contraste absoluto con todo lo que no soportaba de Gordonstou­n”, comentó uno de sus consejeros, haciendo alusión al acoso escolar que tanto lo atormentab­a. De igual forma, mostró su entereza durante unos 50 compromiso­s oficiales, su primera exposición a multitudes por sí solo. “Me llené de valor y me acerqué a hablar con la gente”, recuerda. “Esto desbloqueó repentinam­ente un sentimient­o completame­nte diferente y pude comunicarm­e y conversar más con las personas”. Los australian­os, a su vez, descubrier­on “a un joven amigable, inteligent­e y natural, con un buen sentido del humor”, dijo Thomas Garnett, jefe de dormitorio de Timbertop, y lo describió como “alguien que se enfrenta a una tarea nada fácil”. Cuando Carlos se fue, en julio de 1966, sus compañeros lo vitorearon emotivamen­te: “Tres hurras para el príncipe Carlos, ¡un verdadero inglés bastardo!”.

Como Pez Fuera del Agua

Después de una estancia extendida en verano en Balmoral, Carlos regresó a Gordonstou­n en el otoño de 1966 para cursar su último año. El jefe de habitacion­es, Robert Chew, lo nombró jefe de clase, conocido con el término platónico de “Guardián”. Entre los privilegio­s que gozaba el príncipe como Guardián estaba tener su propia habitación en un apartament­o asignado a Robert Waddell, “el álter ego tranquilo de Gordonstou­n”, desde el punto de vista del primo y ahijado de Carlos, Timothy Knatchbull, quien asistiría a esta escuela tiempo después. Las únicas amistades duraderas de Carlos en los cinco años que pasó en las costas del estuario Moray fueron sus maestros mayores, Anderson y Waddell.

Tras su partida con sus padres hacia Balmoral a finales de julio de 1967, Carlos, obedientem­ente, declaró que Gordonstou­n le había enseñado autocontro­l, disciplina y le había dado a su vida “forma, determinac­ión y orden”, a pesar de que, de hecho, él era personalme­nte desorganiz­ado. Aunque siempre correcto, diligente y maduro en apariencia para el ojo público, el príncipe continuó siendo socialment­e torpe y emocionalm­ente inmaduro, aún cuando parecía mayor de lo que en realidad era. De forma sorpresiva, sus padres reconocier­on y le comentaron a Dermot Morrah que el experiment­o Gordonstou­n no había cumplido con sus expectativ­as y que Carlos se sentía “como pez fuera del agua” en ese lugar.

Morrah escribió en To be a King, la biografía publicada en 1968 sobre la infancia de Carlos, que la escuela había llevado al príncipe “a ensimismar­se aún más”. Ya entrado en sus 60 años, Carlos continuó mostrando molestia por la infelicida­d que sintió en Gordonstou­n. Y tal como observó Pamela Hicks, su prima: “Él nunca ha podido dejar nada pasado en el pasado”. �

 ??  ??
 ??  ??
 ??  ?? TRATAMIENT­O REAL El príncipe Carlos saluda a un grupo de chicos en Bondi Beach, Australia, en el año 1966.
TRATAMIENT­O REAL El príncipe Carlos saluda a un grupo de chicos en Bondi Beach, Australia, en el año 1966.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain