LA PRINCESA más FRÁGIL del MUNDO
L a noche del 31 de agosto de 1997, la joven Amélie Poulain se echaba unas gotas de colonia en la intimidad de su dormitorio antes de acostarse cuando el noticiero televisivo la sobresaltó con la muerte de Lady Di. A causa del susto, la gran bola de cristal que servía de tapa al bote de fragancia caía y se estrellaba contra el suelo, se deslizaba un par de metros, todavía con mucha fuerza, e impactaba con una baldosa del rodapié del cuarto de baño, separando a esta de sus aledañas y descubriendo la cápsula del tiempo enterrada por Dominique Bretodeau, el niño que se crió en esa misma casa 40 años antes. D e las lágrimas de emoción del ya jubilado Bretodeau al recuperar su tesoro escondido surgió el deseo de la joven parisina de ayudar a todos los que la rodeaban, lo cual dio lugar a una quimera razonable. ¿Y si todas las cosas buenas que han sucedido en Francia desde entonces —con cénit en el mesiánico y también perfumadísimo Macron— paradójicamente tuvieron su origen en el mortal accidente que precipitó la catarsis del hada Amélie?
Aunque no hubiera una película nominada al Oscar en 2002 que narrara estos hechos, la protagonista de la ficción de Jean-Pierre Jeunet recordaría perfectamente lo que estaba haciendo en aquel momento igual que muy probablemente lo recuerde usted. Sé que yo me encontraba apurando las penúltimas vacaciones de mi tardoadolescencia. Equipado con un sándwich de nocilla contra la resaca, la mañana de ese domingo me senté frente a la televisión de mis abuelos, en cuya casa solía veranear, y ya no me despegaría del aparato en todo el día. La noticia fue repetida en bucle. Se alternaba el dato puro con multitud de voces autorizadas opinando sobre la tragedia. Aquel domingo la parrilla televisiva saltó por los aires. Acababa de morir Lady Di y su réquiem debía estar a la altura del personaje. Veinte años después, ajenos por fin a las prisas y a las leyendas urbanas, nos hemos puesto como objetivo en Vanity Fair arrojar algo de luz reposada al respecto. E l motivo por el que casi todos somos capaces de rememorar lo que andábamos haciendo la fecha de marras tiene que ver con los procesos de trauma. Ocurre con el accidente de Diana, con el 11- S, con el 11-M y, yéndonos un poco más atrás, con el 23-F. Todos los demás óbitos e hitos acaecidos desde la Transición (por acotar
Heroína y víctima, Diana protagonizó una larga historia de amor y odio. Su vida fue mito y leyenda del comportamiento amoroso”
alguna franja temporal y porque, caramba, sus 40 años la han vuelto a traer a la palestra) han afectado a una generalidad mucho menos universal. A quellos hechos de mayor afinidad o identidad por causas económicas, culturales o geográficas son con los que acabamos estableciendo una conexión histórica”, me confirma Miriam González, coordinadora del grupo de emergencias del Colegio de Psicólogos de Madrid. Enseñan también en la facultad de Periodismo que los dramas de más impacto para nuestra audiencia tendrán siempre que ver con motivos de número de víctimas o de cercanía, primando normalmente esto último. Por extraño, raro e inhumano que parezca, nuestras sinapsis neuronales hacen que nos afecte más la odisea de un perro atascado en el ascensor de nuestro vecindario que un atentado del ISIS en Oriente Próximo con 70 víctimas mortales. E se perro está en nuestro día a día y es “familia”, como los Simpson. Y Diana campaba a diario en el principal electrodoméstico de nuestro salón comedor. Heroína y víctima, protagonizó una larga historia de amor y odio. Toda su vida fue mito y leyenda del comportamiento amoroso. Y su muerte (hoy, la resaca de esta) también fue leyenda. Vivió como una estrella del rock, pero afín a todos los gustos y longitudes de onda. Y por ello su desaparición resulta incluso más icónica que la de Michael Jackson. “Además, todo se desencadenó con un accidente, al que todos estamos expuestos y con el que todos nos podemos reconocer”, incide la psicóloga. P orque fue “familia” nuestra, buena y mala, triste y feliz, humillada y humilladora —a veces todo en una misma semana— y absolutamente omnipresente a pesar de vivir en la era pre-Internet, dudamos hasta el último momento si hacía falta escribir su nombre en la portada de este número homenaje en el que hemos contado con las mejores firmas del periodismo para recrear la evolución de la princesa de princesas y su semiótica. La única razón por la que finalmente hemos nombrado a Diana es por si nos invadían los extraterrestres en agosto; y los extraterrestres, por supuesto, están más que invitados a leer Vanity Fair. Especial atención nos merecen los que proceden de una galaxia muy muy lejana. Sirva el reportaje fotográfico de Star Wars VIII, firmado por Annie Leibovitz, para despedir con honores a Leia, otra princesa infinita.