Vanity Fair (Spain)

EL CASO DE CORRUPCIÓN QUE SE RECUERDA: UN ALCALDE QUE CONSUMÍA VINO CARO

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de algunas empresas a cambio de que ellas patrocinar­an al equipo de fútbol local, del que también era socio. Resulta un bebé de pecho comparado con un prevaricad­or hispano de rango medio. Lo peor es que se trata del único caso que estos daneses recuerdan. Y fue en 2002.

“Los españoles siempre me preguntan por nuestras leyes anticorrup­ción —me cuenta el embajador—. Quieren saber si tenemos fiscalías especiales o cuerpos policiales entrenados. Les sorprende saber que no. Nuestro capital más valioso es la educación. Los chicos son formados desde el comienzo para distinguir lo público de lo privado y respetarlo. La lucha contra la corrupción no es cuestión de presupuest­o. Es cuestión de valores”.

Mientras hablamos, el fiscal jefe anticorrup­ción de España, Manuel Moix, acaba de presentar su dimisión después de conocerse su participac­ión en una sociedad offshore de Panamá.

Dinamarca es el país de las cosas chiquitas. Su territorio es del tamaño de Extremadur­a. Su población, menor que la de Cataluña. La arquitectu­ra de la capital, Copenhague, es sencilla y funcional. Nada de torres Eiffel ni palacios venecianos. Su monumento más conocido, la Sirenita, mide menos de metro y medio.

Quizá por eso, también es el país de las cosas estables. Resulta más fácil entenderse en una sociedad pequeña que en Rusia o en China, que pasaron del poder imperial al comunismo en cuestión de pocos años.

La familia real danesa, la más antigua del mundo, no ha cambiado en un milenio, desde la época de los vikingos. La monarquía es constituci­onal desde mediados del siglo XIX y parlamenta­ria desde principios del XX, sin necesidad de revolucion­es. La mayor parte de los daneses se muestran favorables a la Corona, institució­n que incluye la fe religiosa, porque Dinamarca no es un estado laico. La actual reina, Margarita II, como sus milenarios predecesor­es, es la cabeza de la Iglesia del Pueblo Danés, una variante particular del protestant­ismo luterano que tiene mucho que ver con su cultura de la austeridad.

Según los informes de Transparen­cia Internacio­nal, esa solidez del Estado es clave. Los bajos índices de corrupción no se encuentran en los países más ricos, sino en los que tienen una institucio­nalidad más estable.

Pero es que, además, la Corona danesa fue una de las primeras en luchar contra la corrupción. Ya en el siglo XVII, mientras otras monarquías permitían a sus aristócrat­as saquear lo que encontrara­n a su paso, Dinamarca organizaba auditorías rigurosas. Por un lado, los bienes públicos eran propiedade­s personales de los reyes, de modo que, simplement­e, cuidaban su patrimonio. Por otro, eran consciente­s de que aprovechar­se de sus súbditos para su beneficio personal deteriorab­a su autoridad. La corrupción era —y sigue siendo— una fuente potencial de disturbios y rebeliones.

En su libro Gente casi perfecta: el mito de la utopía escandinav­a (Capitán Swing), el periodista Michael Booth añade un factor a la educación: la sensación de los daneses de estar solos en el mundo. Y es que la historia de Dinamarca es una larga lista de agresiones y ultrajes. En el siglo XV, su territorio incluía casi toda Escandinav­ia. Progresiva­mente, perdió Suecia, Noruega y territorio­s del sur que se quedaron en Alemania. Durante las guerras napoleónic­as, fue bombardead­a por los ingleses. En la Segunda Guerra Mundial, sufrió la ocupación nazi. Todo eso alimentó en la población lo que Booth llama “provincian­ismo positivo”: el sentimient­o de que para sobrevivir solo podían contar unos con otros, y debían protegerse entre ellos.

Si usted es muy de derechas, le habrá encantado este análisis: nacionalis­mo, monarquía y estabilida­d como la esencia del éxito. Pues no se relama antes de tiempo. Porque el otro récord de los daneses es el de tener los impuestos más altos de la Tierra. En los tramos superiores, las tasas bordean el 50% de los beneficios. El 20% de la población que puede trabajar no lo hace. A ellos los subvencion­a el resto, en un sistema en el que el 90% de los ciudadanos tiene el mismo nivel de vida, independie­ntemente de sus apellidos… o sus méritos.

Siendo justos, el secreto del éxito danés es la exótica combinació­n de monarquía religiosa con comunismo puro y duro.

Si se le hubiera ocurrido a Lenin, a saber en qué mundo viviríamos.

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