Vanity Fair (Spain)

LA LISTA MÁS ELEGANTE

Retrato de Eleonor Lambert, la pionera que sentó las bases de la semana de la moda de Nueva York y fundó la lista que nos dice quiénes son los mejor vestidos del mundo.

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Decía Humberto Eco que la historia del pensamient­o humano gira en torno a los listados, desde las tablas de Sinaí hasta la alineación de nuestro equipo favorito, y que los hacemos porque funcionan como un intento de limitar lo infinito y así escapar de la muerte. Si ha habido alguien que casi consigue escapar de la muerte y limitar lo infinito, esa fue la “inventora” de una de las listas más prestigios­as del mundo (la Internatio­nal Best Dressed List de Vanity Fair) y quien vivió 100 años. A lo largo de ese siglo consagró su existencia a construir un ranking que, en sus propias palabras, “es a la moda lo que el Gotha es a la aristocrac­ia” o, como dijo la revista Women’s Wear Daily, “una varita mágica que abre las puertas de los periódicos, las revistas y la alta sociedad”. La Best Dressed List fundada por ella la sobrevivió, y lleva tanto tiempo vigente que en sus inicios incluyó a la actriz Gloria Swanson (1899-1963) y en una de las últimas entregas a Lady Gaga. Pero, a pesar de lo distantes que están en el tiempo la protagonis­ta de El crepúsculo de los dioses y la estrella del pop más histriónic­a de nuestro tiempo, hay una finísima línea que las une: Eleonor Lambert. “Ella siempre me habló de la importanci­a de la lista como un documento valioso para la historia humana del gusto y del estilo. Considerab­a que la moda era un arte y creía que debía ser reconocida como tal”, rememora su nieto, el director de cine Moses Berkson, quien dice que el recuerdo que atesora con más cariño de su abuela es el del día que la llevaron a visitar su casa natal, en Crawfordsv­ille, Indiana. Allí nació Lambert, en 1903, en el seno de una familia de clase media alta, hija de un editor de periódicos y un ama de casa.

La Gran Madrina de la Moda

Desde muy joven, Eleonor demostró que no tenía intención de ceñirse a las convencion­es: consiguió irse a estudiar Arte a Indianápol­is con el dinero que ella misma había ahorrado haciéndole cestas de pícnic a los estudiante­s de su pueblo. Después se mudó con un novio a Illinois y desde allí dio el salto a Nueva York, donde empezó a trabajar para la asociación americana de marchantes de arte, para quienes hacía de relaciones públicas, y donde conoció al que sería su marido: Seymour Berkson, el alto ejecutivo de Hearst Corporatio­n.

Gracias a su trabajo y a que frecuentab­a los lugares correctos, Lambert entró en contacto con celebritie­s de la época. Lo que hoy llamamos networking entonces se hacía en los bares, y ella iba al del hotel Algonquin todas las noches y coincidió, entre otras,

con una de las cronistas sociales más célebres de Estados Unidos: Dorothy Parker. Pero Lambert no era una esnob que solo se relacionab­a con gente de clase alta en locales pulcros; también le gustaba explorar los aspectos más salvajes de la noche neoyorquin­a y en una ocasión acabó en un tattoo parlour del Bowery tatuándose una estrella en el interior de su muñeca que se convertirí­a en un símbolo de su perseveran­cia. “No he conocido a nadie tan fuerte y con tanta voluntad como Eleonor Lambert”, me dice al otro lado del teléfono Aimee Bell, quien en la actualidad es una de las propietari­as de Internatio­nal Best Dressed List (Lista internacio­nal de los mejor vestidos) junto con la periodista de moda Amy Fine Collins, el capo del textil Reinaldo Herrera (esposo de Carolina Herrera) y el director de la edición estadounid­ense de Vanity Fair, Graydon Carter.

Hoy a Lambert se la considera la pionera que sentó las bases para que la moda acabase entrando por derecho propio en los museos, pero su aterrizaje en esta disciplina no fue nada programado. Una diseñadora, impresiona­da por

la notoriedad mediática que había conseguido para su clientes del mundo del arte, se empeñó en que fuese ella quien le llevase la prensa. Y fue esta clienta quien informó a Lambert de la triste realidad de la costura americana: frente a París, que era la capital mundial del estilo, Nueva York y los modistas estadounid­enses eran hijos de un dios menor. Sin embargo, en aquel momento Europa estaba sumida en la Segunda Guerra Mundial y Estados Unidos todavía no. Así que Lambert, haciendo suya la máxima de que toda crisis es una oportunida­d, tuvo una visión: si el mundo del arte americano era reconocido en todo el planeta, ¿por qué no lo iban a ser los diseñadore­s? Puso en marcha un plan. Visitó a la dama más poderosa de la industria, la entonces directora de Vogue, Diana Vreeland, y le habló de la posibilida­d de crear un lobby de la moda americana. Con los mismos argumentos se presentó en el Instituto Neoyorquin­o de la Moda, precursor del Council of Fashion Designers of America (CFDA), que hoy preside la editora jefa de Vogue, Anna Wintour, a quienes habló del enorme potencial promociona­l de una lista: la de las clientas mejor vestidas de la alta costura que todos los años circulaba por París.

Aquel listado eurocéntri­co había estado encabezado durante muchos años por las compradora­s preferidas de los couturiers de París, las aristócrat­as británicas. Pero Lambert sabía que las grandes casas iban a tener que cerrar a causa de la contienda, lo que encendió una bombilla en su cabeza: era necesario crear una alternativ­a made in USA.

Lambert elaboró una lista de candidatas a “mejor vestidas” y mandó papeletas para que emitiesen sus votos a los creativos de los grandes almacenes Bergdorf Goodman, a los editores de moda de Vogue y Harper’s Bazaar, a las agencias de noticias y a los periódicos de Nueva York. The New York Times anunció el resultado a bombo y platillo: “El mundo tiene un nuevo centro internacio­nal de la moda”, dijeron. Corría 1942. No había ni una sola duquesa inglesa entre las elegidas. Por el contrario, las grandes triunfador­as eran las herederas y esposas de las más importante­s fortunas estadounid­enses. En el primer listado tampoco aparecían actrices de Hollywood: Lambert quería que la selección fuese coto exclusivo de lo que ella considerab­a la verdadera elegancia.

Alo largo de la década siguiente, y gracias a la lista, la relaciones públicas se ganó el respeto de todo el sector y su poder empezó a ir mucho más allá de lo meramente estilístic­o. En la Séptima Avenida, que era donde estaban las sedes de todas las firmas de

moda, se convirtió en una especie de gran oráculo sin cuya aprobación no ocurría nada. Algunos de los que la conocieron en aquel tiempo le contaron a la periodista Amy Fine Collins en 2007 que Lambert era la gran madrina de la mafia de la moda, “más dura que cualquier hombre que yo haya visto”, comentaban. Fine Collins recuerda que su poder era tal que la primera dama Eleanor Roosevelt le presentó una queja formal porque nunca aparecía en sus listados, mientras que Byron Foy, un alto cargo del Gobierno, le pidió que quitase a su mujer porque sus finanzas estaban siendo investigad­as por el Gobierno Federal y no quería que la opinión pública pensase que ella se gastaba demasiado dinero en ropa. Al año siguiente de la publicació­n de la primera lista, el estudio Metro-Goldwyn-Mayer (MGM) intentó ofrecer a Lambert dinero a cambio de que sus

estrellas ocupasen primeros puestos. Pero ella era insobornab­le. “Tenía un sentido de la ética muy acentuado y le daba muchísima importanci­a a la calidad”, rememora Aimee Bell, quien forma parte desde hace 30 años del panel que elige a los candidatos.

Hasta 1962 Lambert había escogido a las aspirantes que se sometían a votación sin ayuda de nadie. Solo incorporó actrices —Marlene Dietrich, Gloria Swanson o Gene Tierney fueron las primeras— cuando consideró que realmente eran dignas de ese reconocimi­ento, aunque sus favoritas seguían siendo otra clase de mujeres, como Marela Agnelli —la esposa del capo de Fiat Gianni Agnelli—, la socialite Babe Paley, la gran dama del imperio cervecero homónimo Gloria Guinness o la heredera de la familia del industrial Vanderbilt, Gloria. Todas representa­ban lo que Reinaldo Herrera denomina “la verdadera elegancia”. Pero en aquellos años sesenta el público demandaba más modernidad, por eso Lambert decidió concederle también protagonis­mo a la joven esposa de John Fitzgerald Kennedy, quien suponía un soplo de aire fresco. Ella fue la persona que le otorgó a Jackie el cetro de icono del estilo.

Adaptarse a los Tiempos

Aun así, Pierre Cardin, el diseñador estrella del momento, aseguró que no creía que la lista de Lambert fuese capaz de sobrevivir a los nuevos tiempos. “El mundo está cambiando demasiado rápido”. Con lo que Cardin no contaba era con que Lambert fuese también pionera en otro concepto contemporá­neo: la resilienci­a. “Mi abuela tenía una capacidad increíble para adaptarse a los cambios —cuenta Moses Berkson— y comprendía que el mundo tal y como ella lo había conocido tenía que evoluciona­r”. Demostró esa capacidad de adaptación, por ejemplo, cuando falleció su marido, el hombre que había sido su apoyo esencial en todos los proyectos que había puesto en marcha. “Fue terrible para ella, pero, en lugar de dejar que su vida descarrila­se para siempre, el duelo le sirvió para tomar un nuevo impulso”. Y ese nuevo impulso la llevó a fundar el CFDA, la institució­n que aún hoy organiza el acontecimi­ento social más importante de Estados Unidos, los Oscar de la Costa Este: el baile del Met. Fue en ese momento cuando Lambert decidió dar un paso más con la Internatio­nal Best Dressed List, de la que era la única propietari­a, y crear un comité de sabios, una especie de colegio electoral, que todavía hoy escoge a las personas que forman parte de la lista de los mejor vestidos. “Todos los años nos reuníamos en el despacho de Lambert, frente a una mesa Luis XVI y un panel de coromandel, o en su casa, un apartament­o muy agradable en la Quinta Avenida, junto a Central Park —recuerda Reinaldo Herrera—. En las reuniones jamás trataba de entorpecer nuestro criterio, pero todos sabíamos que si finalmente se pronunciab­a y proponía a alguien era porque esa persona de la que hablaba merecía la pena”, me cuenta al otro lado del teléfono Reinaldo Herrera.

Con cada cambio de década, los críticos de moda predecían que, esta vez sí, la lista estaba al borde de la muerte. Pero Lambert siempre encontraba alguna fórmula para renovarla: a finales de los sesenta creó una categoría únicamente destinada a hombres (en la que incluyó, irónicamen­te, al diseñador Pierre Cardin) y también categorías especiales, como la que llamó “Los disruptore­s”, donde tenían cabida desde Marisa Berenson, modelo abanderada de lo hippy, hasta BarbraSt re isand.Enlosañ os setenta no le importó darle un sutil giro populista e incorporar nombres como O. J. Simpson, quien entonces aún no era un villano internacio­nal, sino un héroe del fútbol americano. En los estilístic­amente tan denostados ochenta aprovechó el glamour de la era Reagan para entronizar a la Linda Evans de Dinastía o para crear un nuevo icono de estilo a la altura de Jackie: Diana de Gales.

Los noventa, en cambio, fueron más amargos: “Nunca llegó a estar en sintonía con el sistema de estilistas de las estrellas”, dice AmyBell. Loqueen ningún caso significab­a que no comprendie­se los diseños contemporá­neos y ultra vanguardis­tas .“En los 2000 le presenté a Rick Owens y fue a ver su colección al hotel Mercer. Pasaron un buen rato conversand­o y disfrutó mucho la factura artesanal de sus piezas. Para ella lo más importante era que un modisto supiese hacer un buen corte”. Por fin, en 2003, a los 99 años, solo 12 meses antes de morir, cedió el testigo y responsabi­lidad del aBestDr es sed Lista sus amigos de Vanity Fair USA, donde se publica desde entonces cada año haciendo honor al sentido de la ética, la estética y la adaptación a los tiempos de Lambert. Como cuenta su nieto Moses, “estaba convencida de que, mientras hubiese gente dispuesta a convertir la moda en arte, la lista jamás moriría”. �

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Raquel Peláez es la editora de Moda de ‘VF’ y piensa que la mujer más elegante del mundo es la princesa Ana.

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