Vanity Fair (Spain)

“CUANDO FIDEL CASTRO ME HABLÓ DE LOS HOMOSEXUAL­ES, LOS LLAMÓ ‘ENFERMITOS”

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Ecomo escribir en medio del bosque.

Mario Vargas Llosa me atiende en el estudio que antes ocupó Miguel Boyer. Desde su escritorio, junto a un pequeño salón para recibir, se aprecia la arboleda que separa el jardín del mundo exterior, como una pantalla protectora. La casa no se ve desde afuera, e incluso la vía por donde entran los vehículos se encuentra vallada, a prueba de curiosos y paparazzi. En el interior de esta atmósfera protectora apenas se oyen los correteos del gran danés, Céline, y el rumor del agua de la piscina, que fue ampliada para que Vargas Llosa pudiese hacer ejercicio sin salir de casa y exponerse al cotilleo nacional.

Un mayordomo uniformado me ha conducido hasta el estudio a través del patio central de la residencia, donde la biblioteca del ministro de Economía de la Transición aún cubre las paredes del primer y segundo piso.

—Boyer no leía: estudiaba — explica Vargas Llosa con fascinació­n, o adicción, bibliófila—. Todos sus libros están llenos de notas y comentario­s a bolígrafo, y al final de cada uno hay un resumen y unas conclusion­es de su puño y letra.

Preside la biblioteca un cuadro de un compañero del novelista, Fernando de Szyszlo, amigo también de Breton u Octavio Paz. Cuando Szyszlo falleció, el año pasado, Vargas Llosa le dedicó uno de los textos más tristes que ha escrito: “El mundo a mi alrededor se va despobland­o y quedando cada día más vacío”.

La casa del escritor brinda por sí sola testimonio de su superviven­cia. Vargas Llosa ha estado presente en casi cualquier evento y ha tenido contacto con casi cualquier persona que haya hecho historia en el último medio siglo en Europa y América Latina. Sobrevivió al boom latinoamer­icano, a las revolucion­es socialista­s, a la prensa rosa y a dar un discurso contra el independen­tismo en plena Barcelona. Y, a sus 81 envidiable­s años, parece que acabará por enterrarno­s a todos.

Su resistenci­a resulta más sorprenden­te consideran­do que, además, ha sido el buque insignia del liberalism­o político en una profesión —la literatura— tradiciona­lmente rendida a la izquierda. Sus ideas le han costado insultos, calumnias, traiciones, rupturas con amigos, soledad. Y aún ahora, lejos de amodorrars­e en la comodidad del premio Nobel y la casa perfecta, continúa peleando.

—Ser liberal no es ser de derechas —explica, molesto por la confusión habitual—. Uno de los grandes éxitos de la izquierda ha sido convertir la palabra “liberal” en un insulto. Hasta mis asesores, cuando yo era candidato a presidente del Perú, me pedían que no mencionase el liberalism­o. Decían que así perdíamos votos. Y es que la izquierda ha logrado identifica­r a los liberales con los conservado­res, lo cual es falso.

Contando con los dedos, el escritor enumera enfático las diferencia­s: los conservado­res quieren mantener el pasado. Un liberal opina que el progreso está en el futuro. La gran caracterís­tica liberal es el optimismo, afirma. Además, los conservado­res suelen ser religiosos. El liberalism­o defiende el estado laico y, por lo tanto, la libertad moral individual: el matrimonio gay, el aborto, la liberación de las drogas. Un liberal cree en la igualdad de oportunida­des, no en una sociedad de clases.

Su nuevo libro, La llamada de la tribu (Alfaguara), retrata a los forjadores de su ideología, filósofos como Adam Smith, Ortega y Gasset, sir Karl Popper. Anticomuni­stas, devotos del libre mercado y la propiedad privada, enemigos de todo colectivis­mo, social o nacional.

¿No parece un libro tan comercial como una novela? Pues su ensayo anterior, La sociedad del espectácul­o, vendió 35.000 ejemplares sin despeinars­e.

¿No parece muy personal? Al contrario: es lo más autobiográ­fico que Vargas Llosa ha escrito desde sus memorias El pez en el agua. Porque este libro homenajea a los pensadores que salvaron su vida del naufragio, a los amigos de papel y tinta que lo acogieron y confortaro­n cuando los amigos de carne y hueso renegaban de él.

Fidel y los Gais

“Fui a Cuba por primera vez en el año 1962, a cubrir la crisis de los misiles para la radio francesa. La Unión Soviética había colocado en la isla una plataforma de cohetes que podían alcanzar Estados Unidos. El mundo se hallaba al borde de la Tercera Guerra Mundial. Toda la sociedad cubana se encontraba movilizada. Era impresiona­nte”, dice Vargas Llosa.

Ahora vamos en coche rumbo a la sesión de fotos. No es cualquier coche, sino una especie de salón ejecutivo con ruedas. Incluye una mesa, bombones, toallas refrescant­es y botellas de Perrier, además de un conductor emocionado, que le ha traído al escritor un libro para que se lo firme.

El joven Vargas Llosa se parecía muy poco a este emblema de éxito que es hoy. Durante los años sesenta, un furibundo “compañero Mario” organizaba veladas políticas de protesta entre los latinoamer­icanos de París, la mayoría de ellos, estudiante­s radicales. A alguno de esos eventos asistieron Simone de Beauvoir y su intelectua­l de cabecera, Jean Paul Sartre, que defendió como orador a los guerriller­os peruanos.

Impresiona­do por Cuba, Vargas Llosa volvió a ese país cinco veces a lo largo de la década y militó en un comité internacio­nal de apoyo a Fidel. Incluso se integró en un grupo de artistas revolucion­arios llamado El Puente, junto a pintores, poetas y actores. Muchos integrante­s del grupo eran homosexual­es que esperaban del Gobierno revolucion­ario un apoyo claro en sus derechos civiles. La primera decepción de Vargas Llosa llegó cuando la policía capturó

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