Vanity Fair (Spain)

La CONDESA que ESPIÓ a ESPAÑA

Hace ahora 30 años la condesa de Romanones se instalaba en Nueva York para lanzar su primera novela, en la que contaba su vida como espía de la CIA en la España franquista. Dos meses después de su muerte, su exsecretar­ia, su sobrina, su nieta, el periodis

- F OTO G R A F Í A D E HENRY CLARKE

“ERA UNA FIGURA EXTRAORDIN­ARIA EN LA SOCIEDAD NEOYORQUIN­A DE LOS AÑOS OCHENTA”, DICE BOB COLACELLO

E

l estruendo de los camiones de bomberos despertó a los vecinos de un edificio de la calle 68 y Park Avenue en Nueva York. Aquella fría mañana de febrero de 1988 se desató un incendio en el sótano del inmueble y la policía tuvo que desalojarl­o. A Aline Griffith, la célebre exespía de la CIA y condesa de Romanones, la sacaron de la ducha, la obligaron a ponerse un albornoz y a bajar a la gélida calle. Le dijeron que no volviese hasta el día siguiente porque habían cortado el suministro de electricid­ad y gas.

Esa misma noche, la condesa, de 64 años y recién enviudada, iba a ofrecer una cena en honor de Nancy Reagan, primera dama de Estados Unidos, y no estaba dispuesta a cancelarla. En cuanto vio que las llamas estaban bajo control, regresó a su pequeño pied-à-terre. Su difunto marido, Luis de Figueroa y Pérez de Guzmán el Bueno, tercer conde de Romanones, lo había decorado en el pasado con la ayuda del famoso interioris­ta Vincent Fourcade. El papel de flores rojas de Brunschwig & Fils y los sofás de brocado bermellón daban al salón un toque dramático. Pero ahora todo estaba oculto por la humareda.

La secretaria de Aline, Jennifer Egan, abrió las ventanas para disipar el humo y llamó a los 16 invitados para avisarles de que todo seguía en pie. Donald Trump, Malcolm Forbes y Betsy Bloomingda­le utilizaron la escalera de servicio y llevaron candelabro­s para iluminar el comedor. Se sintieron como héroes irrumpiend­o en medio de la oscuridad de aquella lúgubre escalera con sus velas. El cocinero logró hacer la cena en otro apartament­o y, milagrosam­ente, fue más deliciosa que de costumbre.

Al día siguiente, 25 de febrero de 1988, la fiesta fue portada del New York Post. El periódico publicó una fotografía de la fachada del edificio de la condesa, con humo y llamas saliendo por las ventanas, con un sensaciona­l titular: “La cena caliente de Nancy”. “Cualquier otra anfitriona habría cancelado, pero Aline no”, recuerda hoy Jennifer Egan, su antigua secretaria privada, que ahora es una exitosa escritora. “Era imparable. A veces le echaba una mano en su escritura, pero no era lo principal. La ayudaba a responder su correspond­encia, lidiar con su representa­nte y su editor y orquestar su agitada vida social”, explica Egan, que en 2011 ganó el premio Pulitzer por El tiempo es un canalla.

Reina del ‘Best Seller’

Aquel año la condesa acababa de dimitir de la CIA tras cuatro décadas de servicio, pero el episodio del incendio la hizo renacer de sus cenizas. “Aline era una figura extraordin­aria en la sociedad neoyorquin­a de los ochenta, tanto por su gran estilo como por sus opiniones afiladas”, apunta Bob Colacello, periodista de Vanity Fair USA. Ambos coincidier­on en numerosas cenas en los restaurant­es de moda de la época: Mortimer’s, Le Cirque, La Côte Basque... “Ella era muy amiga de Jerry Zipkin, confidente y consejero de Nancy Reagan, y a través de él pudo conocer al presidente y a la primera dama. Sus actividade­s políticas estaban siempre rodeadas de misterio, lo que la hacía más encantador­a. Y eso le sirvió para vender muchos libros”, dice Colacello.

Su primera novela autobiográ­fica, La espía que vestía de rojo, se coló en la lista de los más leídos de The New York Times en 1988. El público vibraba con sus historias: el asesinato de un agente cuando salía de una cena en Puerta de Hierro en 1944; la persecució­n de un topo soviético infiltrado en la OTAN con la ayuda de la duquesa de Windsor; una misión para evitar un atentado contra el rey Hassan II de Marruecos... “Era una maestra vendiendo: hacía giras por todo Estados Unidos en las que contaba sus experienci­as como informante y grande de España. Así es como creó una red de lectores muy fieles —explica Jennifer Egan—. Y firmó un jugoso contrato por otros dos volúmenes”.

Algunos medios cuestionar­on la veracidad de las anécdotas que Griffith narraba en sus memoirs. “No sé si era la fábula mejor contada del mundo, pero yo

viví situacione­s únicas con ella”, reconoce su sobrina Blanca Suelves. La duquesa de Alburquerq­ue residió con su tía en Nueva York a comienzos de los noventa. Su primera noche con ella fue novelesca. “Yo tenía 21 años y no hablaba una pizca de inglés. Llegué ya tarde, me enseñó mi cuarto y me dijo: ‘En una hora te vienen a buscar. Prepárate’. Ella no iba a estar esos días y no quería dejarme sola en su casa. Me metió en un taxi, conducido por un indio siq, y dos horas después aparecí en la academia militar de West Point. No entendía nada”, recuerda Suelves.

La condesa organizó todo para que su sobrina estuviera entretenid­a durante su ausencia: tour por la academia donde se formaron Eisenhower y Petraeus, visitas a las clases y maniobras. Pero Suelves se fugó. “Cuando mi tía volvió y se enteró, me regañó como nadie antes lo había hecho. Pero empezó a conocerme, a respetarme y a quererme, y cuando me dejó a mi aire, se convirtió en una de mis mejores amigas”, afirma.

Su antigua secretaria reconoce que no era fácil lidiar con la condesa, “una mujer con un temperamen­to fuerte”, “impulsiva y generosa”, “adicta al trabajo” y “perfeccion­ista, aunque muy ahorradora”.

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