Vanity Fair (Spain)

A LA CAZA DE O. J. SIMPSON

Mark Seal viaja a Las Vegas para conocer cómo vive el expresidia­rio más famoso de EE UU, quien aún debe una indemnizac­ión millonaria.

- FOTOGRAFÍA DE ANDREAS BRANCH

Después de cumplir una condena de nueve años en prisión por secuestro y robo a mano armada, el exjugador de fútbol americano vive en una mansión de 460 metros cuadrados en Las Vegas, donde disfruta como una estrella de salidas nocturnas y de su vida en libertad. MARK SEAL lo visita y habla con sus familiares y amigos, además de con el padre de Ron Goldman, el joven que murió asesinado en 1994 junto a la exmujer de O. J. Simpson. Un caso por el que el exdeportis­ta fue absuelto penalmente pero obligado a reparar a los herederos de las víctimas. Aún lo persiguen para que pague.

AO. J. Simpson le gusta relajarse en este bar, aunque tiene impuesto un límite de consumo de alcohol. Es una de las condicione­s de su libertad provisiona­l: no beber “en exceso”. Simpson se controla con un alcoholíme­tro personal día y noche, ya que un funcionari­o de vigilancia penitencia­ria podría irrumpir en el bar o en su dormitorio en cualquier momento para someterlo a un análisis. También tiene prohibido usar armas, consumir marihuana y otras drogas ilegales y relacionar­se con delincuent­es. Si comete un desliz, volverá a Lovelock, la cárcel de la que salió el 1 de octubre de 2017, tras pasar entre rejas casi nueve años por 12 condenas por secuestro y robo a mano armada.

“Siempre se toma una sola copa, un vodka Ketel One con martini, tres aceitunas, muy frío”, cuenta un camarero que lo atiende regularmen­te en el Grape Street Café, un bar y restaurant­e del centro de Summerlin, en Las Vegas. Summerlin es un mundo inmaculado en el que brilla el sol, un lugar en el que resulta extraña la presencia de este delincuent­e. Cuando Simpson se instaló, muchos de los habitantes de la urbanizaci­ón mostraron un gran enfado en la web Nextdoor, dedicada a la vigilancia vecinal. “O. J. ha llegado a este barrio —escribió una persona—. Cuidadito con él y con el circo que lo acompaña”. “Que no se nos olvide: ¡¡¡¡Es un asesino!!!!”, añadió otra.

Esta noche esperamos con impacienci­a a que Simpson salga de la casa de 460 metros cuadrados, valorada en millón y medio de euros, que cuenta con piscina y en cuyo garaje hay un Bentley. La vivienda y el coche se los ha prestado James Barnett, amigo suyo desde hace 20 años, cuando este contrató a O. J. para que diera una charla de motivación en su empresa. Justo a las seis de la tarde, Simpson llega al bar con dos amigos.

Con 70 años, el exdeportis­ta es un hombre muy corpulento, mucho más alto que la joven que ocupa el mostrador de entrada. La presencia del exjugador evoca una de las historias más truculenta­s de los anales del crimen estadounid­ense: la de O. J. Simpson, cuyo juicio y absolución en 1995, tras ser acusado de haber asesinado a su exmujer, Nicole Simpson, y a Ronald Goldman, amigo de esta, lo convirtier­on en la primera estrella de la telerreali­dad norteameri­cana. (El proceso judicial se ha examinado en la serie American Crime Story: The People v. O.J. Simpson y en el documental O. J.: Made in America). Trece años después lo declararon culpable de robo a mano armada por irrumpir en una habitación de hotel de Las Vegas “con pistolas y unos

matones”, para atracar a dos hombres que se dedicaban a comerciar con objetos de coleccioni­smo relacionad­os con el exdeportis­ta.

Sin embargo, en Grape Street lo reciben como a un héroe victorioso. Tarda 10 minutos en recorrer la distancia que separa la entrada de su mesa, por lo mucho que insisten sus fans para que les dé la mano, un abrazo o para hacerse un selfie. “Le he mandado un mensaje de texto a mi novio y le he dicho: ‘Tío, ¡O. J. Simpson está en este restaurant­e!’. Y él me ha contestado: ‘Pero ¡qué me cuentas! ¡Ve a hacerte una foto con él y que te firme un autógrafo!”, relata Desireé Touchette, de 24 años, una de las muchas jóvenes que abordan a Simpson para lograr un abrazo y una foto. “Le he preguntado: ‘¿Vas en serio?’. Y me ha contestado: ‘Desi, te lo prometo, ¡es una de las personas más famosas del mundo!”.

Esta noche, como siempre, O. J. es todo sonrisas, apretones de mano y achuchones. Y no deja de sonreír ni cuando la camarera le dice que su mesa habitual (especialme­nte alta y para seis personas, de modo que resulte cómoda para su cuerpo tan fornido) está ocupada. No pasa nada, volverá otro día. Saluda a sus amigos de la barra y se marcha en busca de un sitio donde sirvan comida y retransmit­an el programa Monday Night Football.

Indemnizac­ión por Asesinato

Un hombre que jamás perdonará ni olvidará se encuentra, lleno de rabia, en su casa de las afueras de Phoenix. Prendida a su camisa hawaiana se ve una placa identifica­tiva de agente inmobiliar­io en la que aparece su nombre: Fred Goldman.

“O. J. es un cabrón, un narcisista y un sociópata”, afirma Goldman, cuyo hijo Ron, de 25 años, fue apuñalado y acuchillad­o docenas de veces (le cortaron la yugular y le perforaron el pulmón) antes de morir junto a la exmujer de Simpson.

¿Cómo se venga la muerte de un hijo? Para Goldman, recibiendo una cantidad de dinero como compensaci­ón. “Da igual dónde esté escondiend­o su patrimonio; lo encontrare­mos y se lo quitaremos”.

En 1997 un tribunal civil logró lo que no había conseguido el penal: considerar que Simpson era responsabl­e de las muertes de Ron y Nicole. A O. J. le ordenaron pagar a las familias de las víctimas unos 27 millones de euros por daños y perjuicios. Sin dejar de insistir en que era inocente, el exatleta declaró que le costaría muchísimo reunir cualquier cantidad. “No hacen más que hablar de dinero… Dinero, dinero y más dinero de indemnizac­ión”, dice Malcolm LaVergne, abogado de Simpson, al referirse a los Goldman, y añade que su cliente no está obteniendo ningún ingreso con el que pagar. “O. J. le dijo a Fred: ‘Si debo ponerme a trabajar para indemnizar­te, no pienso hacerlo”.

“La única forma que tenemos de conseguir algo de justicia es quitarle cosas”, añade Goldman. Para lograrlo, contrató a David Cook, un implacable abogado. “Es insaciable. Tiene casi las mismas ganas que yo de perseguir al asesino”, explica el padre de Ron. Hasta ahora, mediante órdenes judiciales, ambos se han adueñado de los derechos residuales de las películas en las que ha intervenid­o O. J., entre las que se encuentran Agárralo como puedas y El coloso en llamas.

Esta noche, como siempre, O. J. es todo sonrisas, apretones de manos y achuchones. No deja de sonreír

Se han apoderado de sus palos, su bolsa y sus guantes de golf; también de su Rolex Submariner de oro (que ha resultado ser falso), y no han dejado piedra sin remover, con alertas digitales e informador­es secretos, para detectar cualquier intento por parte de O. J. de “sacarle un rendimient­o económico” a su nombre.

Un casco de fútbol americano firmado por él vale 285 euros — asegura Bruce Fromong, que lleva muchos años vendiendo objetos de coleccioni­smo del exdeportis­ta—. Las camisetas están entre los 160 euros y los 250 euros”. Cook se ha enterado de que a Simpson podrían pagarle casi dos millones de euros por su primera entrevista, pero esa cantidad también acabaría embargada por una orden judicial.

Todo esto quiere decir que O. J. Simpson se ha visto obligado a vivir escondiénd­ose de Fred Goldman. Cook asegura que el exdeportis­ta es incapaz de existir sin tratar de “sacarle provecho a su nombre”. Pero en cuanto O. J. intente ganar algo de dinero, ¡zas! “Localizare­mos esa fuente de ingresos, aunque esté en el extranjero”.

En el año 2000 Simpson empezó a trabajar en una empresa llamada Spider Boy Internatio­nal, de la que era dueño Norman Pardo, que a efectos prácticos se convirtió en mánager del exatleta. Simpson se dedicó durante siete años a aparecer públicamen­te sobre los escenarios e hizo una gira de 35 ciudades junto a Pardo. “¡Venga a ver a O. J. Simpson con mil disfraces! ¡Se pondrá desde una camiseta de fútbol americano hasta un abrigo de visón típico de un chuloputas! ¡Contemple cómo presenta a atractivas estrellas como Foxy Brown y Wyclef Jean!”.

“Ya salgo, ¡no me tiren nada!”, exclamaba O. J. entre bambalinas, y al público le encantaba. “Nuestra sociedad ha cambiado: ahora el tipo malo se ha convertido en el bueno”, apunta Pardo. Y Simpson disfrutaba siendo el malo y el bueno a la vez, y llevándose todas las noches en efectivo sus honorarios, que oscilaban entre los 4.000 y los 8.000 euros. “A O. J. Simpson no se le puede dar un cheque, porque hay una sentencia judicial en su contra —explica Pardo—. No se puede firmar un contrato con él, porque todo tipo de documento con el que pueda ganar dinero les pertenece a los Goldman. La forma de pagarle es llevar una maleta llena de billetes”.

La ocasión en que más cerca estuvo de obtener una gran cantidad de dinero se produjo en 2006, tras pactar un contrato para publicar un libro con uno de los sellos de HarperColl­ins. El título de la obra era Si lo hubiera hecho, una confesión, redactada por un escritor fantasma, en la que Simpson explicaba cómo habría matado a Ron y a Nicole, si, efectivame­nte, los hubiera asesinado él. El adelanto, de unos supuestos 600.000 euros, se pagó a través de una empresa pantalla. Sin embargo, el proyecto no salió bien; causó tantos problemas que HarperColl­ins lo canceló, destruyó 400.000 ejemplares y despidió al editor. Otra orden judicial les concedió los derechos de autor del libro a los Goldman, que lo publicaron por su cuenta y le cambiaron el título: Lo hice: Confesione­s del asesino. Se publicó el 13 de septiembre de 2007. Ese día Goldman y su hija Kim acudieron al programa de Oprah Winfrey. La misma noche, Simpson encabezó el robo a mano armada en Las Vegas. “¿Que si quería robarle protagonis­mo a Fred Goldman? —pregunta David Cook, el representa­nte de este último—. Desde luego”. Estaba a punto de empezar un nuevo capítulo en el que, como diría uno de los cómplices de Simpson, “O. J. tomó una decisión típica de él”.

Ladrones de Poca Monta

El día del robo, el 13 de septiembre de 2007, Simpson se encontraba en Las Vegas para hacer de padrino en la boda de su amigo Tom Scotto. También concertó una cita con Thomas Riccio, expresidia­rio y vendedor de objetos de coleccioni­smo, con el que urdió un plan para recuperar ciertos efectos personales que anteriorme­nte habían estado en el “cuarto de los trofeos” de su casa de Brentwood, y que ahora se habían puesto a la venta.

Riccio le contó a O. J. que había contactado con él Alfred Beardsley, un gran seguidor

“O. J. no sale de casa sin maquillars­e y empolvarse la cara”, dice su mánager, Norman Pardo

de Simpson, que le había dicho que quería venderle un total de 1.000 artículos, entre los que estaban el famoso traje de color canela que había llevado puesto el exdeportis­ta en el juzgado el día en que lo exculparon de los asesinatos de Ron y Nicole. Esta prenda “representa­ba su carácter invencible frente al sistema judicial… Era como una armadura”, en palabras de Cook.

Los objetos estaban guardados en una habitación del Palace Station. O. J. había reunido a un grupo de cinco hombres para que intimidase­n a los vendedores y recuperase­n el material que, según él, le pertenecía legítimame­nte.

Alas 19:38, O. J. entró en la habitación 1203 junto con sus cómplices. Uno

de ellos llevaba una pistola y dos “parecían haber salido de Corrupción en Miami… Con el pelo peinado hacia atrás con gomina, gafas de Versace, trajeados”, declaró posteriorm­ente Charlie Ehrlich, uno de los miembros del grupo. La cantidad de objetos no se acercaba ni de lejos a los 1.000 prometidos, pero el botín incluía un balón conmemorat­ivo, una fotografía de Simpson junto a J. Edgar Hoover, director del FBI, y tres corbatas que el deportista había lucido en su juicio por asesinato (aunque no el traje del día de la absolución). Además de Beardsley, en el cuarto también estaba presente otro vendedor del mismo sector: Bruce Fromong. Ambos se quedaron perplejos cuando Simpson irrumpió hecho una furia. Riccio tenía una grabadora para registrar la operación. “Que nadie salga de la habitación”, ordenó O. J. A continuaci­ón se dirigió a Fromong: “Hijo de puta, ¿te crees que puedes robarme mis cosas para venderlas, coño?”.

“Un tío me puso una pistola en la cara”, me cuenta Fromong, mientras recuerda cómo uno de los cómplices de Simpson le dio un golpe en el hombro y alzó otra arma “como un matón, dejándola de costado, a lo gánster, y decía: ‘Te voy a pegar un tiro que te vas a cagar”.

“Recogedlo todo”, ordenó Simpson. Al cabo de seis minutos, cuando el botín ya estaba metido en cajas y en fundas de almohada, se fueron.

“Soy O. J. Simpson —declaró posteriorm­ente a Los Angeles Times—. ¿Cómo voy a pensar que puedo atracar a alguien sin sufrir las consecuenc­ias? Yo creía que lo que pasa en Las Vegas se queda en Las Vegas. Hay que entender una cosa: no hablamos de alguien que ha ido a quitarle las drogas a otro, sino de una persona que ha ido a recuperar sus pertenenci­as personales. Eso no es un robo”. La jueza Jackie Glass no se mostró de acuerdo: “El jurado lo ha condenado, y ahora le voy a imponer una pena”.

En Libertad

“He llevado una vida alejada de los conf lictos”, aseguró Simpson a la Junta de Libertad Condiciona­l de Nevada en la sesión en la que le concediero­n la excarcelac­ión, el 20 de julio de 2017. Su puesta en libertad estaba destinada a convertirs­e en espectácul­o; se programó para el 1 de octubre, en la prisión estatal de High Desert, a 75 kilómetros de Las Vegas. Solo al móvil de un representa­nte de este centro llamaron cientos de personas para preguntar al respecto; también hubo un sinfín de peticiones de entrevista­s, todas rechazadas. El acoso mediático estaba creciendo tanto que empezó a crearse “una situación muy peligrosa”, asegura Brooke Keast, portavoz del Sistema Penitencia­rio de Nevada, que coordinó la salida. “No sé si esas personas eran periodista­s —explica—. Cabía la posibilida­d de que hubiera un asesino”.

Algunos están convencido­s de que O. J. deseaba llamar la atención tras nueve años apartado de los medios. “Si le ponen una cámara cerca, aunque esté a cierta distancia, acude en un abrir y cerrar de ojos”, asegura su amigo Tom Scotto.

Simpson estaba a punto de despedirse de Lovelock, que es “como un crucero rodeado de alambre de espino”, según define Jeffrey Felix (carcelero de O. J. durante siete años) esta prisión de seguridad media en la que se puede jugar al pimpón y a la petanca, en la que hay buena comida y asistentes sociales. Iba a decirle adiós a la celda de cuatro metros y medio por dos y medio que compartía con un violador en serie; adiós a sus clases de gestión de la ira.

Los guardias del centro decidieron burlar a la prensa. A Simpson lo retuvieron en Lovelock, de donde salió a las 00:08 en una maniobra de alta seguridad que LaVergne compara con “la operación de los SEAL para atrapar a Bin Laden”, llevada a cabo para evitar “el efecto lady Diana, que la gente se pusiera a perseguirl­o por la autopista”. La treta funcionó y nadie molestó al reo cuando este quedó en libertad.

“Estoy buscando drones”, dijo Simpson mientras trataba de distinguir cámaras de cadenas de televisión. Pero solo vio estrellas. Subió

Mark Seal se unió a Vanity Fair en 2003. Ha escrito sobre Madoff, Tiger Woods u Oscar Pistorius.

a un SUV de un color claro y unos funcionari­os de prisiones lo acompañaro­n a la autopista interestat­al 80. “Todos pensaban que O. J. iba a marcharse a Reno —añade el exguardia Jeffrey Felix—. Pero yo he pasado siete años a su lado. Se ha ido a Las Vegas y se va a quedar ahí”.

La primera parada: en McDonald’s, donde por lo visto O. J. engulló dos menús. (También cenó en este restaurant­e 23 años antes, la noche en que se produjeron los asesinatos de Nicole y Ron).

Ya había amanecido cuando Simpson cruzó la verja de la urbanizaci­ón con club de campo en la que se encuentra la casa de Barnett, en Las Vegas. Este ha declarado únicamente que está convencido de que el exatleta es inocente y cree que O. J. recibió un trato injusto en el asunto del robo de Las Vegas. Así que Simpson puede seguir en la residencia de Barnett, al menos por ahora. “No tiene que pagar hipoteca ni alquiler, y hay un Bentley a su disposició­n”, dice Scotto.

La llegada de O. J. se celebró con una fiesta de bienvenida; Simpson se quitó las prendas de tela vaquera con las que había salido de la cárcel y se puso ropa nueva. Empezó a disfrutar de los pequeños detalles, como tratar de manejar un iPhone de último modelo que su hija Arnelle le enseñó a utilizar y cenar con las personas que lo apoyan, entre las que se encuentra F. Lee Bailey, su abogado en el caso del doble asesinato. “Creo que no sabe qué planes tiene —asegura el letrado—. El sistema judicial lo ha jodido dos veces. Pero nunca he visto a un hombre tan capaz de encajar los golpes como él”. En la actualidad, O. J. vive con la pensión que cobra de la National Football League, calculada en unos 27.300 euros (que por ley no le pueden embargar).

¿Cómo lo iban a tratar en el mundo exterior? “Él no lo tenía muy claro — cuenta LaVergne—. Trazamos ciertos planes de seguridad. Hay personas como los Goldman que dicen: ‘Hay que apartarlo como a un paria’; lo que requería que se tomaran precaucion­es. Había que llevarlo en coche a los sitios y escoltarlo”. Finalmente, se puso maquillaje facial y se empolvó la cara (“O. J. no sale de casa sin pintarse”, cuenta Pardo) y, al llegar a la calle, descubrió que la gente no huía de él, sino que lo abordaba. “Se quedó estupefact­o”, afirma LaVergne, quien añade que este fenómeno solo se puede comparar con otro. “Usted sabe que Donald Trump y él eran amigos, ¿verdad?”, equiparand­o el sorprenden­te tirón de O. J. con la victoria del magnate. “No infravalor­e la amplia base de apoyo con la que cuenta el señor Simpson”.

“Ahora está tratando de hacer nuevos amigos, porque hay cosas que necesita”, asegura Pardo, que hablaba con frecuencia con el deportista cuando este se encontraba en la cárcel. “Eres amigo de O. J. mientras él te necesita. Cuando ya no lo hace, va por ahí diciendo: ‘Este tío ni sé quién es…’, que es lo que nos ha pasado a mí y a otros muchos”.

Es evidente que le llueven las ofertas. “Se habla mucho de programas de telerreali­dad —cuenta Malcolm LaVergne—. Nos vemos inundados de llamadas en las que nos dicen: ‘Tenemos un contrato de 40 millones de euros’. O: ‘Somos una agencia y queríamos proponerle un negocio a Simpson’. Él está ignorando todas las ofertas. Es un hombre mayor, está disfrutand­o de la vida y se limita a descansar, a aprender a relajarse después de pasarse una década en la cárcel”.

Pardo cuenta que tiene otro contrato en el que un individuo se presta a pagar la indemnizac­ión multimillo­naria que el juez le obligó a Simpson a abonar a los Goldman y los Brown para que O. J. pueda volver a trabajar. Y Scott agrega que ha estado negociando la primera entrevista, a cambio de un millón de euros. “Cuando O. J. quiera hablar, alcanzarem­os un acuerdo”, prosigue Scotto.

El 8 de noviembre de 2017 a Simpson le prohibiero­n volver a entrar en el hotel Cosmopolit­an, después de que lo echaran del bar Clique. Supuestame­nte, estaba “borracho y con ganas de pelea”, según TMZ, lo cual su abogado niega con vehemencia. “Esa historia es completame­nte falsa”, aseguró O. J. ¿Será capaz Simpson de no meterse en líos hasta que se acabe el periodo de libertad condiciona­l, dentro de cinco años?

Mark Fuhrman, el agente de la Policía de L. A. que fue el primero en llegar al escenario del crimen en 1994 y que nunca ha querido concederle a O. J. el beneficio de la duda, afirma: “Van a ser cinco años muy largos”. �

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El exdeportis­ta, con el número 32 en su camiseta, firma autógrafos a los jóvenes que acuden a su casa de Las Vegas (abajo), con piscina y campo de golf, que le ha prestado su amigo James Barnett. La mansión está valorada en millón y medio de euros. A...
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TRUCO O TRATO Arriba, O. J. Simpson, durante una audiencia de libertad condiciona­l en el centro correccion­al de Lovelock, en Nevada. A la derecha, con unos niños que acudieron a la puerta de su casa la noche de Halloween. Abajo, el día que se tomó la...
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