Mejores peores Amigas
En el caso de los hombres, la competitividad se ejerce y se admira. En las mujeres, se suprime y se distorsiona. Ya es hora de que nos dejen rivalizar. Y que gane la mejor.
La palabra frenemy, compuesta de friend (amigo) y enemy (enemigo), se añadió al diccionario Merriam-Webster en 2009 para describir a aquella persona que se muestra amistosa con otra a pesar de cierta rivalidad o desagrado fundamental. Aunque la aparición de este término coloquial sea reciente, los “amienemigos” o “eneamigos” existen desde que el ser humano vive en sociedad en el mundo civilizado. La rivalidad y la envidia son frecuentes en las relaciones entre hombres, pero la cultura no azuza a un hombre contra otro de la misma manera que lo hace con las mujeres. Mi madre, Siri Hustvedt, ha escrito sobre el disgusto que le produce la división entre “escritores” y “mujeres escritoras”. Nadie habla de los “hombres escritores”. Ella sospecha que esta distinción aparta a las mujeres del mundo en el que compiten los hombres, pero, además, acentúa la masculinidad de este. El varón sigue siendo el referente universal; la mujer es “el otro”. Si ellas compiten entre sí, la jerarquía no se altera.
Sin embargo, la línea entre camaradería y rivalidad puede ser difusa. La agresión y la rabia entre las féminas se desaprueban, de modo que con frecuencia los sentimientos hostiles se desvían y son más difíciles de interpretar. Hace algunos años mantuve una amistad complicada que ilustra tanto el problema personal como el cultural de la competición entre mujeres.
Llamaré a mi antigua amiga X. Nos conocimos a través de un amigo común unos cinco años después de que un terrible accidente la dejara con la pierna escayolada hasta la cadera. Yo acababa de romper con un novio y me encontraba sola por primera vez. X parecía tener ganas de ser mi amiga. Me llenaba de cumplidos, lo que me hacía sentir un poco incómoda. Pero ¿cómo iba a rechazar a una chica indefensa con muletas? Bastó con una cena para que naciera nuestra amistad. Me llamaba a menudo y nos veíamos con frecuencia. Empecé a darme cuenta de que se compraba ropa similar a la mía. Un día se presentó con unas gafas de sol como las mías y me dijo que le daba la impresión de que nos parecíamos. Lo encontré raro, pero la imitación es el halago más sincero.
H asta que nuestra alianza tuvo el primero de una larga lista de tropiezos. Tras pasar un fin de semana con ella en la casa de campo de sus padres, recibí un largo correo electrónico en el que enumeraba los múltiples motivos por los que había sido una invitada desagradable y desconsiderada. Me pedía que “rompiéramos” nuestra amistad. Me quedé perpleja. Repasé mi comportamiento, pero no conseguí encontrar nada que pudiera considerarse ofensivo. Unas semanas más tarde me llamó para pedir una tregua. Esta situación se repitió tres veces. Empecé a tener la sensación de que aquello parecía un noviazgo tormentoso. X “rompía” conmigo y luego quería volver. Yo pasaba de ángel a demonio. La amistad terminó cuando me acusó de seducir a un hombre en el que ella estaba interesada pero yo, desde luego, no. Su deseo por un hombre fue el catalizador de mi caída.
Las mujeres ponen automáticamente a los hombres por delante de otras mujeres en cuestión de importancia, en un reflejo de la jerarquía existente en nuestra cultura. X me había tomado por modelo, la chica perfecta. Este es un papel imposible para cualquier persona, puesto que todos tenemos defectos. No creo que X llegara a conocerme nunca tal como soy. Yo no era una persona de verdad, sino una construcción imaginaria influida por estereotipos culturales. Si me hubiera conocido, habría entendido que sus acusaciones carecían de fundamento.
S in darme cuenta, me había convertido en un modelo ideal. Esto alteraba la percepción que tenía de mí y aumentaba sus sentimientos torturados de inseguridad, su intensa necesidad de amor y los celos que sentía hacia mí. Su furia emergía de modo intermitente, pero la mayor parte del tiempo la ocultaba. Se supone que las mujeres son “agradabl e s ” . Esta exigencia ha deformado la capacidad de expresar rivalidad, que no es necesariamente algo malo. Los seres humanos son competitivos, pero en el caso de los hombres la competitividad se ejerce y se admira. En las mujeres, se suprime y se distorsiona. ¿Por qué dividirnos por sexos, más allá de las competiciones deportivas? Tal como le gusta decir a mi madre: “No compito solo con las mujeres, compito con todo el mundo”. �