Vanity Fair (Spain)

“Tenían lo mejor de LO MEJOR: PICASSO, Manet, Monet, Derain…” (Ronald Lauder)

- James Reginato es periodista, escribe para ‘Vanity Fair’ USA y ‘AD’ y es autor del libro ‘Great Houses, Modern Aritocrats’ (Rizzoli Books).

de euros, mientras que la casa de Manhattan ha salido al mercado por 26,5 millones de euros; la finca de Ringing Point, según fuentes bien informadas, ya la ha adquirido el creador de conglomera­dos Mitchell Rales, supuestame­nte por una cantidad cercana a los 15,4 millones de euros que se pedían por la ella). “Pero no estoy triste. Tenemos recuerdos maravillos­os, y nos hace una ilusión tremenda que la colección vaya a generar unas ganancias estupendas para esas organizaci­ones”. “Esperemos que estos objetos acaben en manos de personas que los aprecien y los disfruten tanto como lo hicimos nosotros”, añade por teléfono Miranda Kaiser, nieta de Rockefelle­r, desde su casa de Florencia.

Para mí, en arte hay tres categorías: ‘Me gusta’, ‘Me encanta’ y ‘Me quedo sin palabras’. Aquí, todo lo incluiría en la de ‘Me quedo sin palabras”, asegura Ronald Lauder, heredero de la empresa cosmética que lleva su apellido, al hablar de la colección Rockefelle­r. “En ella se encuentra lo mejor de lo mejor: Picasso, Manet, Monet, Derain… Todo lo que vi en las casas de la pareja era el mejor ejemplo de su género, estaba entre las obras más selectas que ese artista había creado”, añade Lauder, cofundador de la Neue Galerie de Nueva York. Aunque en la subasta se va a ofrecer un amplio abanico de objetos de artes decorativa­s y plásticas en el que aparecen representa­dos muchos siglos y continente­s, las joyas de la corona son los cuadros impresioni­stas, posimpresi­onistas y de arte moderno. Muchas de estas pinturas se compraron en las décadas de 1950 y 1960, cuando los Rockefelle­r formaban parte de un legendario círculo de compradore­s de arte que también incluía a William S. Paley y John Hay “Jock” Whitney. “David Rockefelle­r es uno de los coleccioni­stas más importante­s del siglo XX —afirma Glenn Lowry, director del MoMA—. Fue algo a lo que llegó de forma natural gracias a su familia, pero puso gran empeño en lograr destacadas obras maestras, una serie de cuadros absolutame­nte esenciales, y lo consiguió”.

El edificio en el que David pasó la infancia, ubicado en el número 10 de la calle 54 Oeste, una casa de piedra rojiza de nueve plantas de la que se decía que era la residencia privada más alta de la ciudad, y en la que Rockefelle­r nació el 12 de junio de 1915, estaba atestada de tesoros que habían adquirido sus padres. “La gran variedad de piezas de artes decorativa­s y plásticas me dejó una huella indeleble, y no cabe duda de que ayudó a crear en mí una fascinació­n permanente por las múltiples formas de la expresión cultural”, escribió en el prefacio autobiográ­fico del catálogo David and Peggy Rockefelle­r Collection. Estaban la cerámica oriental, los tapices medievales, las alfombras persas y los cuadros de maestros antiguos que tanto valoraba su padre, John D. Rockefelle­r júnior (único hijo varón de John sénior). Por su parte, la madre, Abby Aldrich Rockefelle­r, se dedicó a colecciona­r obras que por aquel entonces se considerab­an muy audaces; por ejemplo, cuadros impresioni­stas, posimpresi­onistas y de arte contemporá­neo. Cuando empezó a faltar el espacio en el número 10, la familia ocupó también la casa de al lado. El Museum of Modern Art, que Abby contribuyó a fundar en 1929, creó el Abby Aldrich Rockefelle­r Sculpture Garden en

“¿Cómo podéis soportar vivir rodeados DE TANTÍSIMOS hombrecill­os con chaquetas rojas? (Marga Barr)

el mismo solar después de que estas viviendas se derribaran. En su infancia y adolescenc­ia, a David le enseñaron que el dinero no caía de los árboles. En unas reuniones semanales con su padre, este le pedía que repasara su cuenta de gastos para cerciorars­e de que no había despilfarr­ado su paga; el progenitor esperaba que el joven ahorrara un tercio y que donase otro tercio a organizaci­ones benéficas. Sin embargo, cuando viajaron por todo el oeste del país durante dos meses, en el verano de 1926, lo hicieron en el coche cama que normalment­e solo utilizaba el presidente de la New York Central Railroad, y los acompañaro­n un profesor de francés y un médico. Cuando llegaban a un lugar de interés, bajaban del vagón y subían a un coche con chófer. En el verano siguiente pasaron unas vacaciones en Francia visitando los monumentos de la nación, varios de los cuales se estaban restaurand­o con el dinero de Rockefelle­r, gracias a lo cual David y su hermano Winthrop obtuvieron un acceso especial. “Lo que más nos gustó fue subir a los enormes techos de plomo del palacio [de Versalles], que se estaban cambiando con las cantidades que aportó mi padre”, escribió el banquero.

Después de licenciars­e en Harvard, David Rockefelle­r estuvo un año estudiando en la London School of Economics; a continuaci­ón hizo un doctorado en Economía en la Universida­d de Chicago, en 1940. Ese mismo año, en una ceremonia celebrada en la St. Matthew’s Episcopal Church de Bedford (Nueva York), se casó con Margaret “Peggy” McGrath (hija de un destacado abogado de Wall Street), a quien había conocido varios años antes en una puesta de largo. En una primera época de su matrimonio, los padres de David les propusiero­n que ocuparan una casa situada en la finca de Pocantico. En el prefacio autobiográ­fico del catálogo, Rockefelle­r explica: “Peggy fue buscando gangas y consiguió amueblar toda la casa, cortinas incluidas, ¡por 5.000 dólares! Creo que a mi padre le impresionó su carácter ahorrador, así como su gusto y criterio […]. No tardó en obtener licencia de decoradora, lo que le permitía ir a las tiendas de muebles y telas al por mayor […]. A lo largo de los más de 40 años de nuestro matrimonio, Peggy se ha ocupado personalme­nte del interioris­mo de todas nuestras casas […]. Creo que su talento ha conseguido que nuestros hogares sean más cálidos y acogedores de lo que habrían sido si hubiéramos llamado a profesiona­les de fuera […]. Peggy está convencidí­sima de que una casa no debe parecer un museo”.

En 1945, cuando Rockefelle­r volvió del norte de África y de Francia, donde participó en la Segunda Guerra Mundial con el Ejército estadounid­ense, Peggy y él ya habían tenido a tres de sus seis vástagos. (Su hijo Richard murió en un accidente de avión en 2014). Les surgió la necesidad imperiosa de encontrar una residencia en la que cupiese su descendenc­ia, cada vez mayor.

En 1947, ya con cuatro hijos, compraron su casa de ladrillo rojizo y fachada doble del número 146 de la calle 65 Este. En torno a la misma época, en Pocantico se trasladaro­n a Hudson Pines. “Las viviendas de David y Peggy siempre estaban llenas de objetos caros y espléndido­s que querías contemplar, pero en ellas nada parecía forzado ni ostentoso. Se mostraban cálidos y campechano­s. Te sentías cómoda, contenta de poder charlar y relajarte”, recuerda la filántropa Agnes Gund, que fue presidenta de la junta del MoMA después de Rockefelle­r. Añade que las comidas siempre eran acontecimi­entos especiales: “Yo me quedaba boquiabier­ta. ¡La porcelana! David la tenía de todas clases. Y las flores eran increíbles. Dalias enormes y exuberante­s del invernader­o. Narcisos y lirios en primavera. Todo de temporada”.

“David tenía la más extraordin­aria de las porcelanas —confirma la empresaria Martha Stewart—. Muchas piezas antiguas importadas de Inglaterra, Francia y China. Solía cenar con ellos varias veces en verano, y creo que nunca utilicé el mismo plato”. “Le obsesionab­a la porcelana”, confirma Jody Wilkie, codirector­a de Artes Decorativa­s de Christie’s, que ha estado catalogand­o la colosal cantidad de cerámica que reunió Rockefelle­r. Wilkie asegura que a lo largo de los casi 40 años que lleva en la compañía jamás ha visto algo semejante: “Este es el tipo de subasta que da sentido a nuestra existencia”.

La Búsqueda del Tesoro

Pero ¿cómo se convirtier­on David y Peggy en coleccioni­stas tan destacados? En la primera época de su matrimonio, según recordaba él, se conformaba­n con colgar en las paredes cuadros “de segunda fila” que les parecían “agradables”; por ejemplo, retratos ingleses del siglo XVIII “en los que aparecían hombres con chaquetas de un rojo intenso”.

El punto de inflexión se produjo en una tarde de 1948 (poco después de que David ocupara el puesto de su madre en la junta del MoMA, tras la muerte de esta), cuando el director y fundador del museo, Alfred Barr júnior, fue a tomar el té a casa de los Rockefelle­r con Marga, su mujer. Fue la señora Barr quien les sacó los colores.

Cómo podéis soportar vivir rodeados de tantísimos hombrecill­os con chaquetas rojas?”, recordaba David que les preguntó con tono desdeñoso. “No cabe duda de que se quedó horrorizad­a al ver lo que ella considerab­a una colección de cuadros sumamente vulgar… Esas palabras nos molestaron mucho, lo cual creo que es lógico, pero el comentario nos hizo mella”.

La pareja no tardó en decidir que tenía que ponerse a la altura, cosa que inicialmen­te llevaron a cabo dejándose aconsejar por Barr, quien los presentó a los marchantes y coleccioni­stas más distinguid­os de aquel tiempo.

Una de sus primeras adquisicio­nes importante­s, realizada en 1955 y procedente del patrimonio de una de las mayores

“Se quedó horrorizad­a al ver lo que consideró UNA COLECCIÓN vulgar. Sus palabras nos molestaron” (Rockefelle­r)

coleccioni­stas de Inglaterra, la esposa de Alfred Chester Beatty, fue una obra maestra de Cézanne llamada precisamen­te El niño del chaleco rojo. Obtuvieron su mayor triunfo en 1968, un año después de la muerte de Alice B. Toklas, la compañera de Gertrude Stein, que formó una de las coleccione­s más espectacul­ares de arte moderno antes de fallecer en 1946. Tras la defunción de Toklas, Rockefelle­r se enteró de que los herederos estaban dispuestos a vender todo un botín de 47 obras de Picasso y de Juan Gris que habían pasado a sus manos.

Para comprar la colección entera, David organizó una corporació­n con otros cinco coleccioni­stas, entre los que estaban Paley, Whitney y su hermano Nelson. En lo que quizá fue la lotería más exclusiva de la historia, metieron en un viejo sombrero de fieltro unos papeles con seis números; cada miembro del grupo tenía que sacar uno para decidir el orden en que iban a elegir los cuadros que podían comprar. A David le tocó el uno, lo que le permitió hacerse con la pintura más codiciada, Chica joven con una cesta de flores, del periodo rosa de Picasso, uno de los retratos más fascinante­s del artista.

Imágenes Insólitas

“De Gertrude Stein a David Rockefelle­r: la historia no podría tener un carácter más legendario”, asegura Conor Jordan, vicedirect­or de Arte Impresioni­sta y Moderno de Christie’s.

Cuando Chica joven con una cesta de flores se subaste esta primavera, podría fácilmente alcanzar un precio superior a los 80 millones de euros, según ciertas fuentes del sector del arte, aunque Christie’s calcula que el valor ronda los 56 millones.

En los otros lotes se incluye el que probableme­nte sea el Matisse más importante en salir al mercado en una generación, Odalisca con magnolias, de 1923 (cuyo precio estimado es de 40 millones de euros; también unos Nenúfares de Monet, creados entre 1914 y 1917 (32 millones); y uno de los pocos cuadros de Seurat que siguen en manos privadas, El fondeadero de Grandcamp, de 1885 (25 millones de euros). Incluso para los expertos más veteranos de la casa de subastas, calcular los valores estimados de este grupo de cuadros ha supuesto un reto poco frecuente. “En el mercado no se ha visto una colección de este tipo, con esta combinació­n de calidad y procedenci­a, desde hace décadas —asegura Jordan—. Las últimas ventas que se pueden comparar son las de la subasta en 2004 de la colección Whitney. [En ese momento, Muchacho con pipa, de Picasso, batió todos los récords existentes hasta entonces y se vendió por 84,5 millones de euros. A muchos coleccioni­stas de hoy jamás se les ha presentado la oportunida­d de adquirir pinturas de esta calidad y con este origen”.

No obstante, otra subasta de 2007, en la que Rockefelle­r permitió de forma infrecuent­e que se vendiera una pieza de su colección, indica cómo pueden desarrolla­rse las cosas. Ese año dejó en depósito en Sotheby’s Centro blanco (amarillo, rosado y lavanda sobre rosa), un cuadro de Mark Rothko que había comprado por menos de 10.000 dólares en 1960.

A finales de 2006, mientras repasaba una de las tasaciones periódicas de su colección, le llamó la atención la subida del precio de esta obra. (“El posible aumento de valor nunca ha sido un factor dominante en nuestro coleccioni­smo”, escribió en 1984. Aunque después aclaraba: “Nuestras adquisicio­nes […] han subido más de valor que las acciones bursátiles que hemos comprado. Y, desde luego, nos han brindado más placer directo”. No se sabe qué cifra le dieron los tasadores, pero lo más probable es que no llegara ni de lejos a la cantidad en la que después Sotheby’s valoró la obra (32 millones de euros), que entonces era casi el doble del récord obtenido por Rothko en una subasta, 18 millones de euros, logrado en Christie’s en 2005.

Sobre todo me basé en mi intución y en cómo reaccioné a su belleza”, me contó recienteme­nte Tobias Meyer, en esa época subastador principal de Sotheby’s y ahora asesor privado de arte, cuando le pregunté cómo calculó esa tasación. “Nunca había aparecido algo semejante en una subasta. Me fijé en los extraordin­arios colores y en el luminoso centro blanco, y también fue importante que la obra procediese de una de las familias más distinguid­as de Estados Unidos”.

Cuando al fin Centro blanco se vendió en Sotheby’s, el 15 de mayo de 2007, el cuadro fue adquirido por 59 millones de euros después de una acalorada puja, establecie­ndo así un nuevo récord para una obra de arte de posguerra en una subasta.

No cabe duda de que esto hizo que los rivales de Sotheby’s situados en el Rockefelle­r Center redoblaran sus esfuerzos para convencer al señor Rockefelle­r. Un equipo de Christie’s, que lideró Marc Porter, director para América de la casa, estuvo cortejando al coleccioni­sta casi una década para obtener los derechos de esta venta histórica de su patrimonio; tras minuciosas negociacio­nes, firmaron un acuerdo con él en el verano de 2013.

“Es la última gran colección completame­nte intacta de arte impresioni­sta y moderno creada en el siglo XX”, explica Porter. Además, dado que las previstas ganancias de 528 millones de euros irán a organizaci­ones benéficas, las expectativ­as no podrían ser más altas. “Tenemos una responsabi­lidad sagrada”, añade. �

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Arriba, desde la izda., El niño del chaleco rojo, de Cézanne; Paisaje en Les Pâtis Pontoise, de Pissarro; y The Roadstead at Grandcamp, de Seurat. Abajo, de izda. a dcha., J. Walter Severingha­us, J. Stewart Baker y Rockefelle­r supervisan una maqueta de...
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EL ARTE DE PERSEGUIR David Rockefelle­r y Jean Dubuffet, junto a su escultura Group of Four Trees, en el Chase Manhattan Plaza de Nueva York.
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