CAROLINA HERRERA
La diseñadora ha renunciado a la dirección creativa de su marca, pero no dejará de ser un icono de estilo. Dos años antes de lanzarse al mundo de la moda, posó para Bob Mapplethorpe, ‘enfant terrible’ de la fotografía. El resultado: una imagen que cuelga
Este retrato fue tomado en Nueva York en el año 1979 y representa para mí al Robert que yo conocí y que fue mi amigo”, me dice Carolina Herrera. Se conocieron en un viaje a Mustique, invitados por la princesa Margarita, la hermana díscola de la reina Isabel II. La señora Herrera tenía 40 años y aún no había comenzado a diseñar. Robert Mapplethorpe era un joven fotógrafo. Fascinado con la elegancia de la gran dama venezolana, le pidió que posara para él y ella aceptó. En aquella época Mapplethorpe era tan pobre que no tenía dinero ni para contratar a un asistente. Reinaldo Herrera, marido de Carolina, hizo de iluminador. Así surgió la amistad entre el fotógrafo y la diseñadora. Esta foto es el testimonio.
“Aquí está todo su genio, textura, misterio, composición y ternura. Este retrato siempre me ha afectado a mí y a quienes lo ven como una de sus obras maestras. Por esa razón fue escogido por el National Portrait Gallery en Washington D.C. para su colección permanente como una de las fotos icónicas de su obra”. Otra copia, enmarcada por el propio fotógrafo, forma parte de los fondos del museo J. P. Getty de Los Ángeles. Se la considera una pieza “única”, como su autor. “Robert era un fotógrafo controversial que choqueaba con su crudeza al público. Y en su vida privada era todo lo contrario: un intelectual en búsqueda de fotografiar texturas como la piel, pétalos de flores y situaciones. Un hombre tímido, que en su conversación podía transformarse en casi monosilábico y que con poesía y erudición conversaba en privado con sus amigos”.