Vanity Fair (Spain)

El arte de agobiarse

Nuestra columnista se enfrenta a una excursión de altura que despierta todas sus alarmas, pero concluye que la vida es más segura con la dosis justa de insegurida­d.

- Carmen Pacheco es escritora, publicista y pionera en perder el tiempo mirando Internet. Fue la primera bloguera de España.

Detecté cierto tono de alarma en la voz de mi hermana cuando, a través del teléfono, gritó: “¿Estás loca? ¿Vas a hacer el Caminito del Rey?”. Yo le contesté que, desde hace tres años, esta famosa ruta ya no consiste en una cornisa de madera medio podrida, sin barandilla, precariame­nte sujeta a las paredes del desfilader­o de los Gaitanes, y a 100 metros sobre el cauce del Guadalhorc­e. Durante mucho tiempo, este paso fue conocido por su leyenda negra y los vídeos de escaladore­s que lo recorrían saltándose la prohibició­n, hasta que hace tres años una empresa construyó una nueva pasarela y ahora gestiona que cualquiera pueda disfrutar de las vistas. A esto, mi hermana contestó: “Ya. Pero sigue estando a muchísima altura. Imagínate el vértigo”.

Tras la conversaci­ón, la supuesta peligrosid­ad del Caminito del Rey no pasó a preocuparm­e de manera automática, sino que se situó a la cola de mis sinvivires, porque las personas que entendemos el agobio como un estilo de vida somos también rigurosas y amantes del orden. A eso de las 12, cuando estaba metida en la cama y a oscuras, llegó su turno. ¿Había dicho que sí y había comprado alegrement­e entradas para un plan que me venía grande? Como sabe cualquiera que sospecha sufrir una enfermedad terminal distinta cada día, la respuesta solo me la podía dar Google. En apenas unas búsquedas me quedó claro que la ruta era completame­nte segura. Es decir, la experienci­a pone a tu alcance la posibilida­d de despeñarte pero esto exige cierto grado de voluntad. ¿Me iba a querer despeñar yo? Definitiva­mente no. No era una de esas semanas.

Ahora bien, sí podía darme un ataque de vértigo, sí podía quedarme paralizada, sí podía crear semejante pollo que tuviera que venir un helicópter­o a rescatarme y me pasaran luego la factura —este sería mi agobio principal, aparte de morir, si fuera alpinista—. Para neutraliza­r estos miedos, estuve analizando fotos de otras personas que habían hecho la excursión. La pasarela parecía muy segura y yo vivo en un piso 17. No sería muy distinto a asomarme por mi ventana. O sí. La distancia iba a ser el doble. Porque mientras daba vueltas en la cama, calculé mentalment­e la altura aproximada de mi edificio. De todas formas, el único punto que me preocupaba de verdad era el puente. Un puente colgante, estrecho, tambaleant­e, sobre la nada más absoluta. El monstruo final de la última pantalla.

Hace poco confesé a unos compañeros lo mucho que sufrí en secreto durante los primeros meses de trabajo. Ellos bromeaban y yo me reía, pero en mi interior pensaba: “Si estuviera al mando, no contratarí­a a nadie que no se fuera a llorar al baño en sus dos primeras semanas”. En un ambiente profesiona­l, la insegurida­d es terrible si no se controla porque te bloquea y se contagia. Pero el exceso de seguridad sale mucho menos rentable. Después de todo, agobiarse, cuando no llega a niveles tóxicos y se convierte en ansiedad, significa preocupars­e por estar a la altura, por hacer las cosas bien, por no suponer un problema para los demás.

Una vez que pisé la pasarela del Caminito del Rey, comprobé, como tantas otras veces, que mi preocupaci­ón era ridícula, pero haberme creado tal expectació­n no me hizo disfrutar menos de las extraordin­arias vistas, sino todo lo contrario. Aunque confieso que, asomándome al vacío, llegué a quejarme: “Yo creo que esto no llega a 100 metros”.

Y a cada paso que daba sobre el puente que se tambaleaba —pero no tanto—, pensaba en todas las personas que se habían agobiado para hacer posible una de las rutas más alucinante­s que existen, los que habían comprobado los cálculos más veces de las reglamenta­rias y los que habían imaginado todo tipo de posibles accidentes para prevenirlo­s. El mundo se paralizarí­a si todos fuéramos personas que se agobian, pero sería mucho más peligroso si no existiéram­os. �

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Por C A RMEN P A CHE C O El paso del Caminito del Rey, en el desfilader­o de los Gaitanes, Málaga. VÉRTIGO
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