Vanity Fair (Spain)

Mortal y azul

Un crimen sin resolver, demasiado cerca, demasiado familiar, demasiado misterioso, tiene todos los elementos para convertirs­e en una obsesión oscura. Si además este sucede en las puertas del club donde uno pasó su infancia y adolescenc­ia, el recuerdo no s

- Por J AV IER A ZN A R Javier Aznar es un hombre de obsesiones. La escritura y los sándwiches de pastrami son dos de ellas.

Es curioso cómo hay historias que nos obsesionan. Historias que por algún motivo se quedan con nosotros y a las que volvemos una y otra vez. No me refiero tampoco a que tengas tu cuarto empapelado con recortes y fotos conectadas entre sí con cuerdas de colores. Hablo, más bien, de ese tipo de historias que un día lees por casualidad en el periódico, mientras desayunas una tostada en la cocina, y ya se quedan contigo para siempre. Historias que parecen perseguirt­e. A veces te preguntas si serás el único que sigue dando vueltas al asunto. Y te sorprendes, años más tarde, pensando en el tema cuando estás corriendo por el Retiro. O nadando. O atascado en un semáforo. Bien, esta es una de esas historias. He dado muchas vueltas al motivo de mi fijación. Tras muchos análisis, creo que tiene que ver con su origen, con el lugar donde empezó todo: el Club de Tenis de La Magdalena, en Santander.

Hay una canción de Antonio Vega que se llama El sitio de mi recreo. Podríamos decir, entonces, que el sitio de mi recreo, de mis veranos, fue ese club. Ahí nos dejaban nuestros padres en verano, y pasábamos el día haciendo deporte. Lo que más recuerdo son los torneos de verano de fútbol sala. La pista estaba situada en un alto, dando al mar, a la playa del Camello. Las vistas eran impresiona­ntes. Creo que nunca volveré a jugar un partido de fútbol en un sitio tan espectacul­ar, con todo ese azul como fondo de las porterías. Raro era el día en el que no acababa un balón en el mar. Entonces se activaba el procedimie­nto de rescate: bajar escopetado­s a avisar a uno de los camareros, Nacho o Guti, que agarraba un redeño e intentaba recuperarl­o desde el muro. Si la marea estaba muy alta, adiós balón. No sé cuántos balones debí de perder ahí, diciéndole­s adiós en silencio, viendo cómo se alejaban mar adentro, con el corazón encogido por la bronca de mi madre avecinándo­se en el horizonte, como quien oye truenos a lo lejos. Un día mi amigo Tomás apareció con un flamante Questra, el balón oficial del Mundial USA 1994, regalo de sus abuelos. Acostumbra­dos como estábamos a jugar con adoquines, el tacto de ese cuero se asemejaba a la primera vez que pruebas el solomillo. Pura seda. Como tocar un piano afinado. Tomás nos imploró que tuviéramos mucho cuidado, pues no quería que acabara en el mar. Le dije que descuidara. Escasos minutos más tarde, un fatídico golpeo hizo que el balón terminara en el mar. Nunca más lo volvimos a ver. Tomás se fue llorando a casa. No lo puedo culpar. Era una magnífico balón. Me gusta pensar que ahora, 24 años después, sigue flotando por el Caribe o por Alaska.

Recuerdo que los chicos mayores, los de 16, 17, 18 años, saltaban por el muro e iban a unas rocas cerca de la playa desde las que se tiraban al agua con elegancia y atrevimien­to. Las chicas reían y aplaudían, puntuando sus saltos. Parecían sacados todos de un anuncio de colonia. Rezumaban libertad. Yo los miraba y pensaba que algún día me tiraría así delante de las chicas. Cuando luego llegó mi momento, y vi la altura y las rocas tan cerca, deseé volver a ser ese niño despreocup­ado jugando al fútbol al otro lado del muro. La vida es un poco así.

El Tenis siempre fue un sitio importante en Santander. Se celebró la Copa Davis. Nuestros padres iban a cenar ahí en verano, nuestras primas se casaban. Ahora lo hacemos nosotros. Tengo un libro de Santander por casa en el que se lee a modo de hechos relevantes de la ciudad:

1945: Fin de la II Guerra Mundial. Nace el equipo de hockey del Tenis de Santander.

Eso es el Tenis.

Nada estremece más que ver cómo corrompen el sitio de tu recreo: en la madrugada del 7 de julio de 2002, apenas unos minutos después de salir de una boda celebrada en el Club de Tenis de Santander, Natividad Garayo, de 44 años y profesora de Lengua en el colegio Británico de Somosaguas, fue hallada muerta en el paseo de Reina Victoria. Había sido acuchillad­a 35 veces. No le robaron las joyas, ni el bolso. Ni siquiera los 20 euros que llevaba para un taxi. No había indicios de violencia sexual. No había huellas. No había testigos. No había sospechoso­s. No había ni siquiera un motivo. Nada. La policía se encontró con un rompecabez­as sin piezas. Y nunca más se supo. Jamás se encontró al asesino.

Pienso mucho en esta historia. Cuando salgo a correr por Reina Victoria. Mientras veo cómo arreglan las pistas de tenis de tierra batida. Me obsesiona que nadie llegara a saber nada más. Y que el responsabl­e siga libre. Siempre que vuelvo a casa pregunto si ha habido algún avance en la investigac­ión. Pero muchos ni se acuerdan ya.

A veces creo que nadie quiere saber nada. El olvido puede ser la peor de las puñaladas. Todavía no he aprendido que hay balones que nunca se recuperan. �

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