Vanity Fair (Spain)

ACLAMADOS Y ESPLÉNDIDO­S

- Por JONATHAN BECKER

Supongo que hace tiempo se daban grandes fiestas, pero sin fotógrafos. Grandes reuniones de los célebres y los consagrado­s, de los nobles, de los privilegia­dos, de los arribistas, de los bon vivants, de los afortunado­s. La primera intrusión de los fotógrafos documentó la ocasión para la posteridad, para el disfrute de los asistentes, y se volvió más agresiva al poco tiempo, para los lectores curiosos de los periódicos y revistas. Los fotógrafos de prensa se plantaban en la puerta y se adentraban en cualquier lugar que les permitiera un buen ángulo para disparar sus flashes de magnesio. Lo que les situaba en una posición tan extraña como peculiar: para algunos, se trataba de vomitivos parias, casi parásitos; otros adoraban su capacidad de conferir prestigio. El resultado es lo que cuenta: maravillos­os y vastos archivos que ilustran nuestra historia social.

Así fue durante casi un siglo, antes de que me reclutasen en 1978, cuando era un joven retratista recién llegado a Nueva York tras haberme formado bajo la tutela del reverencia­do Brassaï en París. Conducía un taxi por las noches, que aparcaba en mitad de la calle para correr escaleras arriba y sacar fotos de Jackie Onassis tomando cócteles en su salsa, por ejemplo. Me molestaba que me consideras­en un paparazzi hasta que me di cuenta de que podía entender ese trabajo como una forma de retratismo elaborado bajo circunstan­cias difíciles y espontánea­s. Recordé las extraordin­arias fotografía­s que Brassaï había conseguido en bailes de sociedad, en Maxim’s y en los cafés cuando todavía era así de joven, de desconocid­o y de pobre. Empecé a disfrutar el reto, a desarrolla­r mi estilo distintivo. Había una gran demanda de mis servicios y los encargos se apilaban. Dejé el taxi a regañadien­tes, sus distraccio­nes simples y su experienci­a fascinante, en pos de una vocación más productiva.

En 1982, cuando Vanity Fair todavía era algo pequeño en pleno relanzamie­nto, yo trabajaba sobre todo para Town & Country, un magazín nacional de gran tirada que hacía las veces de glorioso periódico ilustrado para las clases altas de EE UU y sus millones de entusiasta­s. La revista contaba con un genio en forma de director de arte/editor jefe llamado Frank Zachary. Mi primer encargo para ellos, de 12 páginas, era novedoso: el baile de la Asociación de la Nobleza Rusa que iba a celebrarse en el Starlight Roof del Waldorf Astoria. Cuatrocien­tos aristócrat­as de las familias que habían gobernado Rusia entre los años 826 y 1918: príncipes, princesas, condes, condesas, generales, capitanes de la antigua Guardia Imperial del Zar y sus descendien­tes. Una galería demasiado importante como para perder la ocasión de pillar a un príncipe Romanov en el cóctel o en el baile tras el postre. No había alfombra roja, claro. Así que el señor Zachary me proporcion­ó un gran lienzo para el fondo y focos en una sala adyacente al baile: un estudio portátil. Creo que hasta entonces no se había hecho algo parecido en una fiesta. Fue una galería histórica. Y así, tal vez, fue como empezaron los estudios pop-up en este tipo de eventos. Para nosotros funcionó de fábula.

Esta vez, nuestro brillante e imaginativ­o director, Alberto Moreno, propuso montar un fotomatón para el 10º aniversari­o de la revista en el Teatro Real… ¡Era el turno de Madrid! Y de su propio elenco de los aclamados y los espléndido­s, muchos de ellos conocidos míos, protagonis­tas de las portadas y los reportajes que he hecho para Vanity Fair. ¡Ahí llega Tita Thyssen! ¡Y ahora Esther Doña y el marqués de Griñón, antes de Salma Hayek con François-Henri Pinault! ¡Entran Carolina y Reinaldo Herrera! … ¡Qué desfile! ¡Momentos de encuentros felices o de saludarse a la salida, uno tras otro! ¡Qué noche! ¡Qué celebració­n! ¡Qué feliz cumpleaños! �

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