ACLAMADOS Y ESPLÉNDIDOS
Supongo que hace tiempo se daban grandes fiestas, pero sin fotógrafos. Grandes reuniones de los célebres y los consagrados, de los nobles, de los privilegiados, de los arribistas, de los bon vivants, de los afortunados. La primera intrusión de los fotógrafos documentó la ocasión para la posteridad, para el disfrute de los asistentes, y se volvió más agresiva al poco tiempo, para los lectores curiosos de los periódicos y revistas. Los fotógrafos de prensa se plantaban en la puerta y se adentraban en cualquier lugar que les permitiera un buen ángulo para disparar sus flashes de magnesio. Lo que les situaba en una posición tan extraña como peculiar: para algunos, se trataba de vomitivos parias, casi parásitos; otros adoraban su capacidad de conferir prestigio. El resultado es lo que cuenta: maravillosos y vastos archivos que ilustran nuestra historia social.
Así fue durante casi un siglo, antes de que me reclutasen en 1978, cuando era un joven retratista recién llegado a Nueva York tras haberme formado bajo la tutela del reverenciado Brassaï en París. Conducía un taxi por las noches, que aparcaba en mitad de la calle para correr escaleras arriba y sacar fotos de Jackie Onassis tomando cócteles en su salsa, por ejemplo. Me molestaba que me considerasen un paparazzi hasta que me di cuenta de que podía entender ese trabajo como una forma de retratismo elaborado bajo circunstancias difíciles y espontáneas. Recordé las extraordinarias fotografías que Brassaï había conseguido en bailes de sociedad, en Maxim’s y en los cafés cuando todavía era así de joven, de desconocido y de pobre. Empecé a disfrutar el reto, a desarrollar mi estilo distintivo. Había una gran demanda de mis servicios y los encargos se apilaban. Dejé el taxi a regañadientes, sus distracciones simples y su experiencia fascinante, en pos de una vocación más productiva.
En 1982, cuando Vanity Fair todavía era algo pequeño en pleno relanzamiento, yo trabajaba sobre todo para Town & Country, un magazín nacional de gran tirada que hacía las veces de glorioso periódico ilustrado para las clases altas de EE UU y sus millones de entusiastas. La revista contaba con un genio en forma de director de arte/editor jefe llamado Frank Zachary. Mi primer encargo para ellos, de 12 páginas, era novedoso: el baile de la Asociación de la Nobleza Rusa que iba a celebrarse en el Starlight Roof del Waldorf Astoria. Cuatrocientos aristócratas de las familias que habían gobernado Rusia entre los años 826 y 1918: príncipes, princesas, condes, condesas, generales, capitanes de la antigua Guardia Imperial del Zar y sus descendientes. Una galería demasiado importante como para perder la ocasión de pillar a un príncipe Romanov en el cóctel o en el baile tras el postre. No había alfombra roja, claro. Así que el señor Zachary me proporcionó un gran lienzo para el fondo y focos en una sala adyacente al baile: un estudio portátil. Creo que hasta entonces no se había hecho algo parecido en una fiesta. Fue una galería histórica. Y así, tal vez, fue como empezaron los estudios pop-up en este tipo de eventos. Para nosotros funcionó de fábula.
Esta vez, nuestro brillante e imaginativo director, Alberto Moreno, propuso montar un fotomatón para el 10º aniversario de la revista en el Teatro Real… ¡Era el turno de Madrid! Y de su propio elenco de los aclamados y los espléndidos, muchos de ellos conocidos míos, protagonistas de las portadas y los reportajes que he hecho para Vanity Fair. ¡Ahí llega Tita Thyssen! ¡Y ahora Esther Doña y el marqués de Griñón, antes de Salma Hayek con François-Henri Pinault! ¡Entran Carolina y Reinaldo Herrera! … ¡Qué desfile! ¡Momentos de encuentros felices o de saludarse a la salida, uno tras otro! ¡Qué noche! ¡Qué celebración! ¡Qué feliz cumpleaños! �