Vanity Fair (Spain)

EN CASA DE FARAH DIBA

- FOTOGRAFÍA DE E LENA OLA Y Por EDUARDO VERBO

La exemperatr­iz de Irán nos recibe en su casa de París para recordar su trágica vida.

En 1979 tuvo que abandonar su país huyendo de la revolución de Jomeini. Ese fue el comienzo de una vida marcada por la tragedia, en la que al exilio se unieron los suicidios de dos de sus cuatro hijos. Recién cumplidos los 80 años, la emperatriz de Irán nos recibe en su casa de París para hablar de su relación con los reyes de España, reivindica­r la figura de su marido y confesarno­s que ser reina no está tan mal después de todo.

El Gobierno islámico de Irán intentó frustrar que fuese con mi hijo Reza y su esposa, Yasmine, a la boda de los reyes Felipe y Letizia. Escribiero­n una carta a España para decirles que no estaban autorizado­s a invitarnos. Les contestaro­n que no era un evento político y, por tanto, podían hacer lo que quisieran. Tengo mucho cariño y admiración por los reyes don Juan Carlos y doña Sofía, con quienes hablo siempre que puedo”.

Farah Diba (Teherán, 1938) vivía en el exilio cuando en 2004 los entonces príncipes de Asturias se casaron en la catedral de la Almudena de Madrid. Ahora, la última emperatriz de Irán camina enérgica por su magnífica casa del Quai d’Orsay, en el corazón de París, y el suelo de madera cruje bajo sus pisadas. José Luis de

Vilallonga, marqués de Castellbel­l y biógrafo del rey Juan Carlos, dijo que los pies de la reina iraní eran los más bonitos que jamás había visto. Solo con oír la cadencia de sus pasos podemos añadir que se conservan vigorosos. Mowgli, un perro de la raza king charles regalo de su nieta Iman, rompe el protocolo y adelanta a su dueña para saludarnos. La tercera mujer del sah de Persia nos extiende la mano, cálida y amigable, y nos da la bienvenida a su hogar. Es natural y exquisita en las formas, pero, sobre todo, cercana.

Estamos en el salón de su residencia, un piso de techos altos y amplios ventanales con vistas al Sena y al Grand Palais. Sobre una de las mesas auxiliares hay fotos dedicadas del rey Juan Carlos —“Con afecto para Farah. 1989”—, de la reina Sofía con sus hermanos, Constantin­o e Irene, y el retrato oficial del enlace de los actuales reyes de España. También hay sitio para el rey

Mohamed VI de Marruecos, el expresiden­te de Egipto Anwar el Sadat, o Noor y Huseín de Jordania. Y, por supuesto, para su familia: su marido, el sah Reza Pahlavi, que murió a los 60 años, y sus hijos, Reza, de 58 años, Farahnaz, de 55, Ali Reza y Leila, los dos últimos fallecidos en dramáticas circunstan­cias. Farah Pahlavi tiene la voz rota. Se excusa por no saber hablar español. “Lo primero que aprendí a decir es: “¿Dónde está la Embajada americana?”. Era la primera frase de un manual que estudió cuando recaló en México, el cuarto país que la emperatriz y su marido pisaron después de cinco meses de exilio tras el triunfo de la revolución de Jomeini en 1979.

Este mes, la emperatriz ha cumplido 80 años. Ha pasado la mitad de su vida en el destierro, a caballo entre París y Estados Unidos, donde vive su familia. Tiene la memoria intacta y habla del inesperado destino de su vida como si no hubiesen transcurri­do cuatro décadas desde que abandonó su país. “El primero en ofrecernos asilo fue Rainiero de Mónaco. Fue una sorpresa, porque no éramos grandes amigos, pero finalmente el Gobierno de Francia no se lo permitió. Sadat, el presidente de Egipto, fue muy generoso al permitirno­s viajar a su país y mostró al mundo entero que, aunque no seas la nación más poderosa, puedes tener humanidad”. Tras salir de su país —“Con lágrimas en los ojos y el firme convencimi­ento de que íbamos a volver más pronto que tarde”—, la familia vagó por Egipto, Marruecos, Bahamas, México, Estados Unidos, Panamá y, de nuevo, Egipto. Un éxodo que terminó un año más tarde, en 1980, con la muerte en El Cairo del sah a consecuenc­ia de un cáncer linfático. “No puedo olvidar cómo se portaron algunos países con él. Era generoso, educado y tenía un gran sentido del humor”.

Pero el exilio no ha sido el golpe más duro que ha sufrido la sahbanu, como se refieren en Irán a la mujer del sah. En 2001, Leila, su benjamina, se suicidó en un hotel de Londres a los 31 años tras ingerir una mezcla de cocaína y barbitúric­os. Una década más tarde, su hermano, Ali Reza, de 44 años, también se quitó la vida en su domicilio de Boston. Ambos sufrían depresión. —¿Ha encontrado alivio tras la muerte de sus dos hijos? —No hay un solo día que no piense en ellos. Eran inteligent­es, con buen corazón… pero sufrieron por culpa de la revolución. No estábamos cerca de ellos y algunas amistades no ayudaron. —Ha tenido una vida trágica… —Sí, he pasado por muchos problemas, pero he sido feliz con mi marido, mis hijos, mis amigos… —¿Pensó alguna vez en tirar la toalla? —No, nunca. El otoño se ha instalado en París. La reina conoce bien esta ciudad, donde llegó por primera vez a los 19 años para estudiar Arquitectu­ra. En 1958, a punto de finalizar el curso académico, el rey estaba de visita privada y pidió que le presentara­n a los mejores estudiante­s iraníes. Allí estaba Farah Diba, una joven cuya naturalida­d cautivó al sah. Siete meses más tarde, se convertía en la tercera esposa del emperador iraní —Reza se casó en primeras nupcias con Fawzia, la hija del rey de Egipto, con la que tuvo una niña, pero se divorciaro­n porque ella nunca llegó a adaptarse a la corte iraní. Su segunda esposa fue la princesa Soraya, a la cual repudió por no poder tener descendenc­ia—. La boda con Farah, hija única de una familia de militares y diplomátic­os, se convirtió en uno de los fastos más impresiona­ntes de la época y supuso una esperanza para la perpetuaci­ón de la dinastía Pahlavi. Efectivame­nte, solo 10 meses después, la emperatriz dio a luz a su primer varón. “El sah puso a Irán a la cabeza de muchos ámbitos. Mira cómo está el país ahora y cómo estaba cuando gobernaba él. Fue un hombre que entregó su vida, su inteligenc­ia y su visión por el progreso”, expresa con convencimi­ento.

Hoy Irán es un país cerrado al mundo. Con 30 años en el poder, su líder supremo, el ayatolá Alí

Jamenei, sucesor de Jomeini, dirige un régimen islámico aislado por las sanciones internacio­nales para forzar el desarme nuclear. Las mujeres están obligadas a llevar hiyab, algo que no ocurría en la época del sah. Entonces, Irán era uno de los países más ricos del mundo gracias al petróleo. La sociedad era abierta, culta, inspirador­a

“NO HAY UN SOLO DÍA QUE NO PIENSE EN MIS HIJOS. ERAN INTELIGENT­ES, CON BUEN CORAZÓN, PERO SUFRIERON POR CULPA DE LA REVOLUCIÓN. NO ESTÁBAMOS CON ELLOS Y ALGUNAS AMISTADES NO AYUDARON”

y existían leyes para que no hubiera discrimina­ción sexual. Pero la historia dice que no todo era tan idílico.

—La policía secreta del Sah fue brutal aplacando la disidencia política.

—Nunca he negado nada. Puede ser que hicieran algunas cosas mal, sin duda, pero mi marido quería que los ciudadanos de Irán fuesen libres.

La casa de Farah está llena de obras de arte. Una pintura de Miró, una escultura de Marina Karella, la mujer del príncipe Miguel de Grecia… y muchas piezas iraníes. Presidiend­o la escalera que da acceso al ala más privada, hay un cuadro que entristece a la reina. En él aparece Farah con su marido y sus cuatro hijos. —¿Qué es lo que más echa de menos del sah? —Hablo muchas veces con él. Cuando tengo que tomar una decisión importante, le pregunto. Me encantaría que estuviera aquí para que conociera a sus nietas. —¿Nunca pensó en casarse de nuevo? —Nunca. —¿Ha perdido la esperanza de volver a su país? —Lo importante es que se acabe este régimen. Si voy, será un gran día en mi vida. Lo que está pasando allí me perturba. Al igual que a mi hijo. Estamos preocupado­s por la integridad del territorio. Torturan a la gente y muchos no tienen dónde dormir, insultan a las mujeres… Es muy triste.

La reina habla de oportunida­des perdidas y aborda de nuevo el arte, su gran pasión. Se levanta para mostrarme Iran Modern. The Empress of Art, un libro editado por Assouline, donde aparece catalogada la colección que compró para el Museo de Arte Contemporá­neo de Teherán y algunas de cuyas obras los ayatolás siguen ocultando en su sótano. “No exhiben cuadros de Degás o Renoir, porque son piezas en las que se muestran piernas desnudas o bustos de mujer”, se lamenta.

—Y, cuando partió al exilio, ¿se llevó alguna obra de arte?

—No, no quise llevarme nada. Solo unas botas que en su momento consideré importante­s para seguir andando. Mis libros favoritos, un cartel del cantante Sattar que me pidió mi hija Farahnaz y mis joyas personales. Cuando tienes que abandonar tu tierra, tu país, tus amigos, las cosas materiales pierden su valor. También me llevé fotos de mis hijos, pero me encantaría recuperar las de mis viajes por Irán. Hace poco me escribiero­n de palacio [actualment­e es un museo y se puede visitar] para decirme: “Majestad, no se preocupe, todas sus cosas están aquí”. —¿Tuvo que vender algunas joyas para sobrevivir en el exilio? —Sí, así fue. Y tuve que pedir ayuda a amigos también. —Se ha escrito mucho sobre la fortuna de su marido… —Se han escrito muchas mentiras sobre eso. Farah parece incomodars­e y no quiere seguir hablando del tema. La fortuna del rey del Trono del Pavo Real, según algunos analistas, se estima entre 2.000 y 20.000 millones de dólares. Además se ha hablado de un vasto patrimonio inmobiliar­io repartido por todo el mundo. Durante la sesión, Farah Diba se muestra coqueta. Se atusa el pelo. Quiere salir bien en la foto. Nos habla en inglés. También domina el francés y el farsi, la lengua oficial de Irán. Desprende ironía. “Una vez en una galería empezaron a hablarme en italiano. Dije que no sabía. La persona, sorprendid­a, me preguntó: ‘¿Pero no es usted la princesa Soraya?’. Contesté: ‘No, esa era la anterior”.

Hubo una época en la que Farah Diba fascinó al mundo. En los años sesenta, era una musa del papel cuché. Era elegante, sofisticad­a y exótica. Los paparazzi la adoraban. Especialme­nte en Francia, cuando visitaba a Yves Saint Laurent o a las hermanas Carita, sus peluqueras y las de le tout-Paris. “Acabas acostumbrá­ndote. Hay muchos compatriot­as que me paran para darme un beso. Cuando me marcho a Estados Unidos, disfruto de un anonimato mayor y puedo ir en vaqueros”. —¿Echa de menos el peso de la corona? —No, nunca fui consciente del poder ni le di importanci­a a salir en la prensa.

—En España, Letizia despierta pasiones, pero también muchas críticas. ¿Es complicado ser reina?

—Es siempre difícil, porque la gente te observa y hace comentario­s. Algunos pueden ser benévolos y otros terribles. Pero ser reina supone una vida llevadera. Tenemos cosas positivas y debemos aceptar las negativas.

Farah vivió las críticas que desataron los fastos de Persépolis de 1967. Se cumplían 2.500 años del imperio y el sah lo festejó con su coronación y la de su mujer —la primera emperatriz coronada en la historia de los persas—. Reyes, reinas y grandes mandatario­s, un aeropuerto construido para la ocasión, cinco días de fiesta servidos por Maxim’s, el restaurant­e parisino. Su corona de diamantes azules realizada por Van Cleef & Arpels dio la vuelta al mundo. Este dispendio, que dejó patente la distancia entre la riqueza del rey y la realidad del país, fue la mecha que dio inicio a la revolución de los ayatolás. Pero Farah lo tiene claro: “No me arrepiento de nada”.

“UNA VEZ ME EMPEZARON A HABLAR EN ITALIANO Y YO DIJE QUE NO SABÍA. L A PERSONA, SORPRENDID­A, ME PREGUNTÓ: ‘¿PERO USTED NO ES L A PRINCESA SORAYA?’. YO CONTESTÉ: ‘NO, ESA ERA L A ANTERIOR”

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Farah Diba posa con su perro Mowgli, regalo de su nieta Iman, en su casa de París.
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