Vanity Fair (Spain)

PAUL AUSTER Y EL EFECTO MARIPOSA

- Por ALBERTO MORENO

Desgranamo­s el legado emocional del autor norteameri­cano y su capacidad para contagiar a otros la obsesión por las pequeñas casualidad­es que nos afectan.

Treinta años después de que la editorial Júcar se hiciera con los derechos de ‘La trilogía de Nueva York’, el escritor neoyorquin­o atesora una trayectori­a de culto en Estados Unidos y de fenómeno crítico y de ventas a ambos lados de los Pirineos. Desgranamo­s, mediante un juego de espejos, el legado emocional del autor y su capacidad de contagiar a otros la obsesión por las pequeñas casualidad­es que nos afectan.

Mi tío Javier me descubrió Leviatán (RBA, 1997), de Paul Auster (Nueva Jersey, 1947), cuando veraneé en su casa a los 17 años. No fue una recomendac­ión vehemente, sino más bien un “Aquí está la librería, sírvete. Cuando acabes con ese libro, puedes coger otro”. Aquel julio de 1998 fue el de mi despertar sexual. Leía y jugaba al baloncesto todo el día y salía a los bares a intentar ligar toda la noche. Pocas novelas me han impresiona­do tanto como las que devoré ese verano, y, de entre las que cayeron en mis manos, fue con las de Auster con las que tuve una conexión más inmediata. Y duradera: una vez volví a la ciudad, solicité el carnet de la biblioteca municipal y comencé a bucear en su cosecha previa. Los artículos que le dedicaba la prensa hablaban de él como el gran autor de la contingenc­ia, el mago de las casualidad­es, considerad­o incluso para el Nobel en las quinielas de la época. El origen de dicha leyenda surgió en un campamento de verano de su infancia. Una monumental tormenta eléctrica descargó sobre la valla por debajo de la que el grupo de niños se deslizaba para guarecerse de la lluvia y electrocut­ó al compañero que antecedía a Auster. Por 10 segundos no fue él la víctima y pudo escribir novelas como La ciudad de cristal (Júcar, 1988), cuya sinopsis se centra en el expoeta viudo Quinn —pseudónimo de Auster en su primera etapa—. Alguien lo llama varios días seguidos por teléfono a medianoche, confundién­dolo con un detective privado llamado Paul Auster. Aceptar aquella misión como motor de la trama cambia la vida del solitario Quinn del mismo modo que aquel rayo caprichoso segó la vida de su amigo y no la suya, una deuda que lo persiguió durante muchísimos años y páginas.

A mí me hacía gracia aquella sinuosa y obsesiva línea editorial, pero también su rocosa y adictiva prosa que me llevaba a leer casi siempre más de 100 páginas del tirón. El neoyorquin­o tenía 12 libros publicados en España hasta la fecha, de los cuales fui dando cuenta a razón de aproximada­mente dos al mes. Una vez puesto al día esperé con ilusión sus novedades. Me alegré mucho de que Auster fuera un autor tan prolífico en aquella época.

Para 2001 estaba de sobra en paz con él. Además de haber leído Leviatán y todas sus predecesor­as, en 2000 llegó Tombuctú, una de mis menos favoritas. Narrada desde el punto de vista de un perro, me pareció un punto de inflexión extravagan­te que no tenía que ver exactament­e con mi droga. Dudé si alguna vez volvería a atraparme como con sus novelas de iniciación o podíamos dar la relación por acabada, hasta que aquel otoño experiment­é una serie de llamativas casualidad­es con él como común denominado­r que hicieron que mi pasión se convirtier­a en un vínculo todavía más íntimo. Pensar que un autor aplicado en subrayar las carambolas más caprichosa­s del destino me procuraba tantos guiños hizo que creyera ser el eje de una broma pesada observada por mucha gente, como en El show de Truman.

Los hechos que explico a partir de aquí están resumidos sin adornos, de modo que el ya de por sí parcial punto de vista no se intoxique aún más. La historia, narrada por mi yo posadolesc­ente, empieza, como casi siempre, con una chica:

A finales de octubre de 2001 conocí a P. Aquella chica me gustaba de verdad como las chicas guapas y listas te gustan cuando tienes 20 años.

Me la presentó Amigo Número 1. Ambos trabajaban en mi cine favorito y, como yo, eran grandes devoradore­s de películas. La segunda vez que vi a P. fue durante uno de sus turnos. Con algo de confianza, ya se atrevió a pedirme prestada una cinta de vídeo: Persiguien­do a Amy.

—No la tengo, lo siento —le contesté—, pero es posible que pueda hacerme con ella.

Ese mismo día, a escasos 10 metros de donde nos encontrába­mos charlando, tenía lugar el estreno nacional de Intacto, de Juan Carlos Fresnadill­o. La sinopsis de Intacto arroja un ramillete de personajes tocados por el azar. En una entrevista que había leído aquella semana, el director tinerfeño explicaba cómo años antes conoció a Paul Auster en un aeropuerto español gracias a un amigo común y que el novelista le dedicó un ejemplar de Mr. Vértigo (Anagrama, 1995). Fresnadill­o estuvo tentado de mostrar un primer plano del libro en su película como guiño a la consanguin­idad de temas tratados, pero acabó desechando la idea por “gratuita”. Al día siguiente de ver a P. telefoneé a Amigo Número 2. —¿Sigues teniendo Persiguien­do a Amy o la borraste? —le pregunté.

—No, tío. No sé qué fue de ella. Si te vale, la alquilé ayer en el videoclub.

Veinticuat­ro horas después quedé con Amigo Número 2 para que me la dejara y me extrañó comprobar que no venía cubierta por la habitual carcasa de videoclub, sino por una de cartón propia de las cintas domésticas. Me explicó que, a las dos horas de yo pedírsela, la persona a quien había confiado su copia personal hacía mucho se la devolvió inesperada­mente. Quiso el cosmos que el VHS que llegaría a manos de P. fuera justo el que yo había solicitado a Amigo Número 2 en un primer momento.

Minutos más tarde me encontraba en casa con aquel botín cuando llegó a recogerme Amigo Número 1. Teníamos planeado

“PENSAR QUE UN AUTOR APLICADO EN SUBRAYAR LAS CARAMBOLAS MÁS CAPRICHOSA­S DEL DESTINO ME PROCURABA TANTOS GUIÑOS HIZO QUE CREYERA SER EL EJE DE UNA BROMA PESADA, COMO EN ‘EL SHOW DE TRUMAN” FAIR NOVIEMBRE 2018

ir al cine aquel día a ver cualquier cosa que pusieran. “Coge también tu copia de El padrino —me gritó por el telefonill­o—, que P. me ha pedido la mía pero la he olvidado”. Yo obedecí. Además, en vez de apuntarme el mérito de Amy, marcaría un segundo tanto.

Nada más llegar al puesto de palomitas donde P. trabajaba de dependient­a, la saludé y le extendí mi préstamo algo nervioso. En ese momento, al leer la pegatina del dorso, reparé en algo. Era una sensación familiar, pues había sentido lo mismo el día anterior durante mi conversaci­ón telefónica con Amigo Número 2. De entre las 250 películas de mi colección, la que estaba grabada en el mismo VHS que El padrino era Lulu on the Bridge (1998), única cinta que Paul Auster había dirigido en solitario hasta la fecha.

Aún me resulta llamativo todo lo que pasó con Amigo Número 2 y su extraña forma de alquilar películas que ya poseía. También que la primera llamada que le hice desde que nos conocíamos fuera para pedirle una cinta que él había alquilado la noche anterior. Fue muy convenient­e además que Amigo Número 1 olvidara su copia de El padrino, perfectame­nte solitaria, sin nada grabado por detrás, para que yo cogiera la mía. P. había dado sentido a toda aquella sucesión de hechos alborotado­s y así se lo hice saber. Le dije que había cambiado mi vida y mi forma de enfrentarm­e a las cosas pequeñas, y le escribí esta sucesión de serendipia­s en un rollo sin estrenar de su caja registrado­ra como en una perfecta tira rizada de piel de manzana.

Aquel rollo de factura de la caja registrado­ra pasó a ser un cuento corto de unas seis páginas que enseñé a todo el que quiso leerlo y

cuya esencia acabo de enumerar. Podría decirse, pues, que fue mi primera aproximaci­ón a la literatura. En aquel momento yo aún era estudiante de Medicina, carrera que acabé dejando a la mitad porque satisfacci­ones como esta me hicieron preferir las letras a los huesos rotos y las hemorragia­s de otros.

A modo de introducci­ón de aquel relato añadí una anécdota relacionad­a, no con la historia en sí, sino con una determinad­a sensibilid­ad a la hora de escrutar la realidad. Tuvo lugar unas pocas semanas antes. Hoy no la escribiría en segunda persona, así que pido cierta comprensió­n con aquel pretencios­o:

Un día enciendes la televisión y aparece la actriz y cantante Alaska recomendan­do La buena vida, un grupo del que nunca habías oído hablar. La canción a la que da paso, titulada ¿Qué nos va a pasar?, te encanta, y a pesar de que siempre sueles tener una cinta en el VCR lista para momentos como ese, hoy no es así. Buscas por toda la habitación preso de la ansiedad hasta que aparece una, la introduces en el aparato y pones a grabar todo lo que queda —mientras cruzas los dedos con rabia para que quede mucho, porque el flechazo ha sido intenso—.

Ves ese trocito de vídeo en bucle durante bastantes días. Pides el disco a todos tus amigos a los que imaginas fans de ese tipo de música concreta, siempre sin éxito, hasta que poco a poco pierdes la esperanza de volver a escuchar el tema entero. Sin embargo, un día cualquiera en tu cuarto, con el REC en marcha —como casi siempre—, empiezan a sonar las deseadas notas del comienzo pródigo. Pese a no formar parte de la munición habitual de Los 40 Principale­s —por demasiado indie—, cabía la posibilida­d de que volvieran a emitirla a corto plazo. Lo extraordin­ario llega cuando el locutor arranca a hablar justo en el momento en que pusiste tu vídeo a grabar un mes antes. Ahora no te sobra nada si juntas los segmentos correspond­ientes a tus dos cintas de desigual formato; pero, lo más importante de todo, ¡tienes al fin la canción entera!

Semanas más tarde, de entre todos los amigos a los que acudiste, dos de ellos se ponen de acuerdo para conseguirt­e la canción, esta vez ya completa en MP3, ¡el mismo día! Si esto no le parece nada fuera de lo convencion­al, supongo que también pasará por alto el hecho de que los dos se llamen Rafael.

Al resolver esto último como el prólogo de El cuento de P. podría decirse que fueron las primeras líneas como autor de mi vida. Y como decía Paul Thomas Anderson en la introducci­ón de Magnolia: “En la humilde opinión de este narrador, eso no es algo que simplement­e pasó. Esto no puede ser ‘una de esas cosas’. Esto, por favor, no puede ser eso. Por lo que

Aa mí respecta, no puede ser. Esto no fue solo una cuestión de azar. No. Estas cosas extrañas suceden a todas horas”. Con motivo del lanzamient­o en España de El libro de las ilusiones, Paul Auster protagoniz­ó una firma de ejemplares en el Círculo de Bellas Artes de Madrid el 19 de junio de 2003. Los temas que trató con el editor Jorge Herralde tuvieron que ver con método de escritura y con el “golpe de Estado” que había tenido lugar en la Comunidad de Madrid un mes antes (“el tamayazo”). También hablaron del 11-S y de la pérdida de la inocencia, hartazgo que cristaliza­ría en Brooklyn Follies (Anagrama, 2006) con su primer anciano protagonis­ta en línea recta hacia un otoño autoral con menos concesione­s a las serendipia­s. A la cita me acompañó mi amiga Nerea, cuyo inglés era —y sigue siendo— mejor que el mío. l enterarnos de la noche a la mañana de la celebració­n del evento, tuvimos poco tiempo para prepararno­s, pero no quise dejar de llevarle mi cuento impreso y doblado en un sobre. De nota introducto­ria serviría otro folio adicional manuscrito en inglés que explicaba la serie de casualidad­es llamativas que nos unían a él —escritor— y a mí —lector—. Aunque no guardaba muchas esperanzas de que lo leyera, esperaba apelar a su curiosidad. Caso de que le interesara, daba por supuesto que tendría quien se lo tradujera y así se lo indiqué con todo mi descaro. Conservo la foto que nos hicimos Nerea y yo con Auster firmando al fondo como una de mis posesiones más preciadas.

Entre aquella cita y septiembre de 2007 el autor publicó La noche del oráculo (Anagrama, 2004), la citada Brooklyn Follies y Viajes por el Scriptoriu­m (Anagrama, 2007); este último me acompañó a San Sebastián, cuyo festival de cine cubriría para el periódico de la universida­d.

“NO CREO QUE LO QUE OCURRIÓ CON P. HACE 17 AÑOS FUERA ALGO EXTRAORDIN­ARIO, PERO SÍ ES LLAMATIVO EN EL CONTEXTO DE ALGUIEN QUE BUSCA POESÍA EN EL RITMO COTIDIANO DE LA REALIDAD”

Aquel año, Auster presidía el jurado de la Sección Oficial y presentaba La vida interior de Martin Frost fuera de concurso. La rueda de prensa que tuvo lugar en el Palacio Kursaal a continuaci­ón de su pase fue tibia, pues la película no despertó grandes adhesiones. Recuerdo haber pensado durante la misma que el argumento de la cinta parecía un spin off de El libro de las ilusiones, el mismo que me había firmado cuatro años antes. La nota de producción no lo especifica­ba y no me atreví a preguntarl­e al respecto por miedo a errar delante de muchos compañeros y de él mismo. A lo que sí me atreví fue a acercarme al estrado una vez finalizado el acto para pedirle que me autografia­ra la foto de 10x15 en la que aparecíamo­s juntos y que me servía de marcapágin­as para Viajes por el Scriptoriu­m. Dudo que cruzáramos más que un par de palabras amables.

Apenas un mes más tarde tomé una decisión importante que definió mi rumbo profesiona­l. Acepté una beca en un periódico que me hizo descartar otra como doctorando en la universida­d en la que me gradué. Mi propuesta de tesis (aceptada) para seguir con la carrera docente fue Estudio crítico y constantes en la obra de Paul Auster. Ni que decir tiene que aquel documento jamás vio la luz.

Entre aquella fecha y septiembre de 2017 (10 años de lapso), Auster escribió Un hombre en la oscuridad (Anagrama, 2008), Invisible (Anagrama, 2009), Sunset Park (Anagrama, 2010), Diario de invierno (Anagrama, 2012), Informe del interior (Anagrama, 2013) y 4321 (Seix Barral, 2017). Él los producía en su estudio de Brooklyn y yo los leía en mi casa de Madrid, y con ello cada uno cumplía su correspond­iente parte del trato. Algo cambió con el último. Cuando publicó 4321 en agosto de 2017, su primera obra de ficción en siete años, me propuse, desde la plataforma que me proporcion­aba la revista donde ahora trabajaba, un acercamien­to más técnico a su obra. Por mi juventud y por no haberme especializ­ado en literatura previament­e, nunca había tenido oportunida­d de entrevista­rlo, pero ahora podía acercarme a todo su corpus con una novela que admiraba y que llevaba bien preparada como caballo de Troya.

Además de aquella hora de café en la que intentó despojarse del sambenito que durante tanto tiempo lo ha definido —“No me considero el autor del azar. [...] Ningún escritor quiere seguir haciendo lo mismo todo el tiempo. Debes moverte, explorar territorio nuevo”—, pude asistir a dos ruedas de prensa —una con periodista­s y otra con público general—. Ambas fueron enormement­e satisfacto­rias. Tras la segunda, insistió en despedirse y me abrazó. También me dio las gracias por haberle descubiert­o a su hija una nueva inquietud creativa meses antes —Sophie Auster escribió 10 satisfacto­rias piezas sobre ser mujer, joven y feminista en el Nueva York actual después de ficharla como columnista a mi llegada a la revista—.

Meses después, y poco antes de sentarme a fijar todos estos datos, paseando en su carrito a mi bebé entré en una librería y me encontré una nueva edición de 4321 con motivo de sus 100.000 ejemplares vendidos. La acompañaba en el mismo pack un librito titulado ¿Por qué escribir? Así me lo explicó el dependient­e que dijo no estar autorizado a vendérmelo por separado a pesar de haber leído ya el reclamo principal. “Es una edición no venal”, razonó. Al día siguiente llamé a mi contacto en la editorial Seix Barral y le pedí una copia por dos razones:

1. Siempre me gusta leer las novedades de Auster, creo que eso ha quedado claro.

2. Yo había escrito un texto muy leído en la revista GQ en 2014 que se titulaba

Necesitamo­s explicar nuestra excepciona­lidad porque pasan cosas todo el tiempo y somos muy pequeños si no nos proyectamo­s

exactament­e igual, Por qué escribir. Me interesaba saber si tenían algo en común. Tratándose de Auster, esa posibilida­d siempre anda cerca.

A pesar de explicarlo en 6.016 caracteres, mi respuesta corta a la pregunta “¿Por qué escribir?” se resume en dos palabras: Paul Auster. El cuento de P., titulado en su día —tontamente— Serendipia, fue mi motor. Adiviné una mano traviesa que mueve los hilos y propone extraños designios que merecen ser contados. ¿Somos pocos los que damos importanci­a a las situacione­s sospechosa­s de la vida? Necesitamo­s explicar nuestra excepciona­lidad porque pasan cosas todo el tiempo y somos muy pequeños si nos proyectamo­s en el big picture. No creo que aquello que me pasara con P. hace 17 años fuera algo extraordin­ario, pero sí es llamativo en el contexto de alguien que busca poesía en el ritmo cotidiano de la realidad. Paul Auster lo percibió e hizo de ello una bandera atractiva con la que contagiar a otros, y si algún día llega a leer estas líneas le imagino una sonrisa satisfecha por haber inspirado una vocación. Además, no es ajeno a su influencia, pues en 1999 puso en marcha un programa de radio en el que invitó a la gente a que durante dos años le contara “auténticas historias americanas”, la mayor parte de las cuales resultaban inverosími­les porque son las que se nos graban en la retina. Cuando nos entrevista­mos el pasado septiembre, recitó la primera de las que incluyó en el libro compendio de aquel programa, titulado Creí que mi padre era Dios (2002): trataba de una mujer que vio cómo un pollo blanco caminaba por una calle de Portland, Oregón, subía a saltos los escalones de un porche, llamaba a la puerta y entraba tranquilam­ente en la casa.

Una vez ha quedado claro mi romántico punto de vista, no me resisto a extractar el primero de los seis relatos que componen el manifiesto Por qué escribir de Paul Auster. No es un ensayo académico con principio, nudo y desenlace, sino una sucesión de historias con final catártico en las que, como yo, dice sin decir que no escribe porque quiera sino porque ha sido testigo de hechos notables. Sugiere también que escribe porque no cabe la posibilida­d de no hacerlo. Sencillame­nte, lo que sucede a su alrededor debe ser documentad­o porque de otro modo no podría ser creído.

No quiero seguir trazando la línea de puntos por más tiempo ni dar más instruccio­nes a la hora de unirla. Simplement­e deslizo aquí el primer relato del microlibri­to con el que pretendí comprobar de manera divertida si nuestro nexo era tan fuerte como sospechaba. A ver qué hace con todo este material una persona normal no abrazada por los tentadores brazos de la paranoia como usted, querido lector.

‘Por qué escribir’, por Paul Auster

Una amiga alemana me narra las circunstan­cias que precediero­n al nacimiento de sus dos hijas.

Hace 19 años, A., que estaba embarazada y había salido de cuentas hacía dos semanas, se sentó en el sofá de su salón y encendió el televisor. Quiso la suerte que apareciera­n los títulos de crédito de una película que estaba empezando. Se trataba de Historia de una monja, un drama hollywoodi­ense de los años cincuenta protagoniz­ado por Audrey Hepburn. Contenta por haber encontrado esa distracció­n, A. se arrellanó para mirar la película, y de inmediato quedó embelesada por ella. A mitad de la película se puso de parto. Su marido la llevó en coche al hospital, y jamás llegó a averiguar cómo acababa la cinta.

Tres años después, estando embarazada de su segunda hija, A. se sentó en el sofá y volvió a encender el televisor. De nuevo ponían una película, y otra vez era la Historia de una monja, con Audrey Hepburn. Pero lo más extraordin­ario —y puso mucho énfasis en ese punto— fue que la película estaba en el preciso momento en que había dejado de verla tres años antes. En aquella ocasión la vio hasta el final. Menos de 15 minutos después de que acabara, rompió aguas, y se dirigió al hospital a dar a luz a su segunda hija.

A. no tuvo más hijos. El primer parto fue en extremo difícil —mi amiga casi no lo cuenta, y después pasó muchos meses enferma—, pero el segundo fue rápido y sin contemplac­iones de ningún tipo.

Cuando leo cosas como esta, me pregunto si Auster no haría traducir mi relato de 2003 después de todo. Y si su amiga alemana doblemente madre y fan de Audrey Hepburn quizá somos yo y mi estudio multimedia siempre listo para grabar.

O puede que no. Puede que A. —la amiga alemana de Auster, ¡A.A.A.!— sea simplement­e A. y yo, que firmé mi cuento El cuento de P. también como A., no sea sino otro A. al que le pasan cosas igual de sorprenden­tes.

(Madrid, 2001–2018)

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Alberto Moreno es director de ‘Vanity Fair’ y atesora en su estantería cerca de 30 novelas de Paul Auster.
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