Vanity Fair (Spain)

IMPEPINABL­E

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Lo incluyen en los sándwiches, en la ensalada, en las bebidas. Tal vez exista algún interés oculto detrás de la obsesión inglesa por el pepino. Aunque hay quienes, como nuestro colaborado­r, consideran que este fruto no es más que “una aberración de la naturaleza”.

TTengo una natural inclinació­n hacia todo lo británico. No sé si de pequeño me caí en una marmita de té o si fue mi educación sentimenta­l cimentada con novelas de Christie. Pero mi plan perfecto de fin de semana sería que Agatha me invitaran a la espectacul­ar casa en la campiña inglesa de un excéntrico anfitrión junto a un grupo de personas de lo más variopinto —a poder ser con un altivo exgeneral manco y con bigote— y que, tras una agradable jornada de Pimm’s y tenis —todos de blanco, por supuesto—, la cena se viera truncada por un brutal asesinato en la biblioteca. Y que, cuando lo anunciaran, a un invitado se le cayera el monóculo en la taza de té. Mi anglofilia es desaforada y, como cualquier pasión, algo idealizada. Siento desde pequeño debilidad por el fútbol inglés, siempre apoyo en el Derby de Epsom a todos los caballos de colores ingleses frente a los de los jeques árabes como si se tratara de una cuestión diplomátic­a, y si mi cartera me lo permitiera solo iría vestido de Anderson & Sheppard. Como soy vanidoso, nada me hace más ilusión que cuando me sugieren que tengo un humor algo british, aunque albergo la sospecha de que la mayoría de las veces tan solo lo afirman porque es una observació­n que queda elegante y sofisticad­a en quien la dice. Me da igual, pocas virtudes admiro tanto como el “wit”, ese chispazo de ingenio, presente en Wodehouse, Hornby, Collins,

o Waller-Bridge. Wilkie Alan Bennett Phoebe

Pero no todo es militancia ciega en mi anglofilia. Hay algo que me supera, algo que detesto profundame­nte cada vez que voy a Inglaterra, algo con lo que no puedo: el pepino. A veces me gustaría inventar una máquina del tiempo solo para volver al pasado y liquidar al primer inglés que sugirió: “¿Sabéis qué le iría muy bien a este sándwich de roast beef? Una buena rodaja de pepino”. Lo que más me enerva es que siempre lo ponen a traición. Nunca te lo esperas. Siempre anda escondido. Agazapado, listo para arruinarte un almuerzo y provocarte arcadas. Es como una mina antiperson­a. El pepino, para ellos, va con todo. En un bocadillo, en la ensalada, en la ginebra, en tu bloody mary, en el día de tu boda como testigo. Les da igual. ¿A qué viene esta enfermiza obsesión, rozando el fanatismo? ¿Por qué está presente en todos lados? En ocasiones lo ponen hasta en el agua. ¿Pero qué clase de perturbado puede estar tan obsesionad­o como para poner pepino en algo tan puro y noble como el agua? Seguro que en algún hotel te colocan una rodaja de pepino en vez de una chocolatin­a en la almohada de tu habitación. El pepino, admitámosl­o de una vez, es una aberración de la naturaleza. Un experiment­o fallido. No puede estar bueno algo que te sirve al mismo tiempo para aliviar las ojeras. Prueba de ello es que los gatos se asustan cuando les ponen un pepino al lado a traición; identifica­n su confuso aspecto con depredador­es como las serpientes. No me lo estoy inventando: búsquenlo en YouTube. Algo pasa con el pepino. Y los ingleses lo saben.

Hace poco asistí a una charla de Segarra, la genial mente detrás de muchos de los mejores Toni anuncios de nuestra época, en la que comentó que la costumbre tan arraigada de desayunar zumo de naranja fue un invento de los publicista­s americanos. En realidad, el gremio de agricultor­es de Florida encomendó a Bernays, sobrino nieto de Freud, Edward la tarea de aumentar el consumo medio de naranjas en las familias, así que hizo creer a través de distintos medios que era sano exprimir naranjas por la mañana e incorporar­las en la rutina del desayuno. Y así hasta hoy. Decía Don Draper que el amor fue creado por gente como él para vender medias. Pasó algo parecido con las naranjas. Y creo que con el pepino tuvo que ocurrir algo similar en un momento determinad­o de la historia de Inglaterra, porque si no, no me lo explico. Un encargo de la reina para fomentar el consumo masivo de esta engañosa planta. Lo que pasa es que no sé qué trataban de vender. Probableme­nte aislacioni­smo.

Pese a todo, mi amor por la pérfida Albión, que diría Pérez-Reverte, es impepinabl­e.

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