VIVA SUECIA
La vida no son los sobresaltos sino la calma, por eso recurrimos al país sueco para experimentar una dosis de civismo, sosiego y naturaleza. Si le sumamos un buen café y un museo en el que los videojuegos están permitidos, la experiencia roza la perfecció
Si Jesús Terrés viaja a Estocolmo, es hora de viajar a Estocolmo.
Uno conecta con ese cierto modo de estar sueco cuando entiende que quizá la vida no sean los sobresaltos sino la calma. Es terrible pensar que hemos dirigido todo nuestro ecosistema emocional en torno al calambre y aquella vaina de que la llama que arde como Dios manda se consume antes pero qué más dará, si se trata de brillar: hemos visto tantas madrugadas “naves de ataque en llamas más allá del hombro de Orión y rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser”, que ya no nos quedan excusas para vivir despacito. Todo a fuego, siempre.
Pasear por Estocolmo es casi siempre sinónimo de civismo, sosiego y esa obsesión suya por las calles limpias que desde aquí, patria del ruido y la furia, siempre hemos mirado con cierto recelo: “Sí, sí, muy cívicos, muy veggies y mucha bicicleta, pero dónde hay más suicidios, ¿eh?”. Pues en Lituania, pero ese no es el tema. Lo importante es reconectar con esa otra manera de viajar —y de estar en el mundo— que no es otra que orbitando en torno a la placidez del que camina sin prisa, y pocos lugares para fijarse en las cosas pequeñas como Estocolmo y su barrio más cosmopolita: Norrmalm.
Uno de los 14 islotes de esta capital escandinava, a medio camino entre el parque Vasaparken y la isla de Gamla Stan —conocido como la ciudad entre los puentes—, Norrmalm es el eje cultural de la ciudad gracias a la Ópera Real de Estocolmo, la Biblioteca Pública, que acoge más de dos millones de libros, el Moderna Museet o, el que sin duda es mi favorito —cómo no serlo—, el Stockholms Spelmuseum o museo de los videojuegos, donde poder jugar sin remordimientos —¡es un museo!— a Golden Axe, Out Run o la mejor máquina recreativa de la historia: Bubble Bobble. Norrmalm es también el perfecto ejemplo de ese diseño urbano escandinavo en el que la naturaleza es mucho más que un eslogan: son 30 parques y la certeza —porque es una certeza— de que hemos venido al mundo a dejarlo mejor o, al menos, a no estropearlo mucho.
Tazas enormes, cafés de especialidad en filtro y un ratito tumbado sobre el césped sin hacer nada es lo que ellos llaman “Fika” y que viene a ser la versión nórdica del esmorzaret valenciano o el afternoon tea inglés pero pasado por la mentalidad de un luterano rubiales con un huerto ecológico en casa —poquita broma—. En la cultura sueca, Fika es sinónimo de conectar con uno mismo y no dejarse arrastrar por lo urgente, de ahí ese amor por el café —tenemos mucho que aprender de ellos— que tan bien se respira en Drop Coffee o Café Pascal.
Buenos cócteles en Tjoget, única coctelería sueca en 50 Best Bars, dry martini previo a la visita a ese tótem de la nueva cocina escandinava: Frantzén de Frantzén,
Björn elegido como el mejor cocinero del mundo en 2019 por The Best Chef Awards por delante —ojito— de y
Joan Roca Dabiz Muñoz. Frantzén, el restaurante total, bien vale una visita a Estocolmo, pero mucho más importante que todas las estrellas Michelin del mundo es la consciencia de estar en el momento adecuado —es que no hay otro— en el lugar indicado y saberte lleno de verdad, como aquella certeza de
Pier Pasolini: “Me gustaba Paolo caminar solo, callado, aprendiendo a conocer paso a paso ese nuevo mundo”.