Vanity Fair (Spain)

CUANDO TE VEÍA ALEGRE Y RADIANTE

De cómo la ilusión de visitar esos lugares de los que tanto hemos oído se ve opacada por un extraño sentimient­o de decepción ante la realidad con la que nos encontramo­s. Y entonces, sin saber muy bien por qué, nos dejamos llevar.

- POR J AV I E R AZNAR

Los amigos de Madrid que veraneaban en Santander me llenaron la cabeza de historias. Que si noches locas. Que si peleas. Que si las chicas de Green. Pasaban muchas cosas siempre en aquella plaza y en aquel lugar. “La plaza de Green, tronco”, me decían. Porque los de Madrid decían mucho “tronco” en aquella época y les quedaba muy natural. Y yo los escuchaba fascinado alrededor del fuego de nuestras primeras copas.

Así que la primera semana que llegué a Madrid a estudiar, me fui directo a Juan Bravo a comprobar qué demonios era aquello de Green. El Prado podía esperar. Me planté delante de esa plaza, con mis 18 años recién cumplidos y unas monedas encima. Solo me faltaba la maletita de cartón y una gorrilla estrujada entre las manos para parecer el nieto de

Paco Soria. Martínez

Vamos, a conquistar Madrid, me dije. Y entré como un torero, dispuesto a morir en aquella plaza si el destino quería eso de mí.

Lo primero que pensé al ver esa diminuta sala de mármol fue que aquello era un hall. Un recibidor. Que había que atravesar otra puerta al fondo que te conducía a una sala con luces, reservados, acróbatas, invitados con máscaras, enanos con arneses, gogós, una planta de música funk, ruletas, tarima, megatrón y una piscina de bolas. No podía ser solo aquello. No había espacio para tantas historias distintas en aquel diminuto rincón tan rococó, tan decadente. No podían pasar tantas cosas ahí.

Sin embargo, eso era todo. Pero lo que ya de verdad hizo que mi cabeza estallara fue cuando vi pasando bandejas con croquetas y alitas de pollo. ¿A qué estábamos jugando? ¿A las barbacoas? Mi mente adolescent­e había imaginado una barra cual Coyote Ugly, no a unos señores entre los 70 y la muerte, con chaquetill­a blanca y cara de haber visto ya todo en la vida, sirviendo copas en posavasos y pasando croquetas como si fuera el José Luis. ¿Qué clase de garito era ese?

Todas las noches cerraban con Sinatra, lo cual era

Frank tan anacrónico como desconcert­ante. Hasta el encargado de todo era un tal Yeyo, un señor entrañable que estaba todas las noches en la puerta y que siempre me recordó más a Carrascal que al típico armario con pinganillo y pinta de ser el portero de un clandestin­o Club de la Lucha.

Todo el mundo había estado en Green. Todo el mundo tenía una historia de Green. Mis profesores habían estado en Green. Mi tíos habían estado en Green. Seguro que alguien estaba en

Green el día que mataron a Kennedy. Era como el bar de El resplandor: el tiempo no parecía pasar entre esas paredes.

Recuerdo volver andando a casa aquella primera noche. Sin entender nada de lo que había pasado a mi alrededor. Decepciona­do y fascinado a partes iguales. Admirado de cómo las leyendas pueden nacer en los sitios más insospecha­dos.

Fui bastante a Green desde aquella primera vez. No era un asiduo, pero sí formaba parte del paisaje urbano de mi Madrid. Vi a actrices, cantantes, presentado­ras, directores de cine, humoristas, modelos, empresario­s, tenistas, políticos, futbolista­s y escritores. Y gente-de-Green, personas que solo te encontraba­s ahí, como si durmieran en una litera en el almacén.

Creo que nunca acabé de entender demasiado bien toda esa mística a su alrededor. Pero siempre he pensado que eso es algo muy de Madrid: nunca comprendes por qué tienen éxito los sitios que tienen éxito. Pero sonríes y bailas y el tiempo va pasando.

Green cambió de sitio, a escasos metros. Solo fui una vez al nuevo local y no duré más de 15 minutos, lo que

Humphrey decía que había Bogart durado en París en Sabrina. El nuevo sitio era como un disco de sin el resto de

Keith Richards los Stones: se parecía, pero no era lo mismo. Había algo familiar, pero le faltaba poso. Hasta echaba de menos el aire rococó y decadente del antiguo local.

Nunca volví, pero a veces paso andando por delante de esa plaza y me entra una punzada de vaga tristeza.

Decía una canción que no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca sucedió. Yo diría que no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca te gustó.

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Jack Nicholson, en El resplandor.

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