CARTA DEL DIRECTOR
Diez días antes de que empezara el confinamiento por el COVID-19 ya estábamos teletrabajando. En una pausa para comer, encendí la televisión y me encontré a una mujer de rostro afilado a punto de ser entrevistada. Recuerdo que después de verla hablar garabateé unas enfadadas líneas en el ordenador: “La voz en off del informativo presentaba a una portavoz sanitaria. Y decía: ‘Los abrazos innecesarios, los que no hagan falta, no los demos’. Me sentí cortocircuitar porque para mí son fundamentales todos.
No son la mera convención del beso en la mejilla, o los dos besos, o los tres o cuatro besos de Moscú o París. Un abrazo sirve para franquear barreras, para ganar personas. No tiene carga sexual casi nunca —aunque cuando la tiene no hay gesto más imbatible— y es lo que nos diferencia de los que quieren ser islas o los que no saben —no pueden evitar— ser otra cosa que islas. Con mi abrazo te digo que no estamos solos. Y es importante saberlo. Más aun cuando todo lo que creíamos cierto y seguro se nos escapa entre los dedos.
¿Qué es un abrazo necesario?, me pregunto. ¿El que se le da a un hijo de tres años para que sepa que puede contar contigo? ¿O a tu padre a punto de dejarte, para explicarle en un solo gesto que su vida fue importante? Claro que esos lo son, pero yo mis abrazos no los regalo. Y si te doy uno en el cruce de Castellana con Ayala después de tomar café o al despedirnos a las puertas de tu portal cuando nuestra noche perfecta toca su fin, son irrenunciables. Si sientes que tienes que abrazar, no puedes no hacerlo. Porque no podemos dejar de vivir solo para no morir”.
Hoy me releo y pienso que no podía estar más equivocado, porque, igual que los gobiernos o los economistas, fui incapaz de leer la coyuntura. Sin las acotaciones de contexto debidas, las líneas anteriores no solo resultarían imprudentes, casi rayarían el vandalismo. Nos han prohibido vernos, tocarnos, siquiera pasear. Vivimos en una distopía necesaria porque no aislarnos apuntaría a un panorama infinitamente más doloroso que el que ya tenemos. Estamos dejando de vivir como solíamos y lo hemos hecho con mucha responsabilidad. Nos hemos comportado como héroes. Glorifico a los sanitarios, cajeros, productores básicos y fuerzas de la seguridad mientras sigo garabateando líneas menos furiosas, más reflexivas y comprensivas. “Improvisar es lo que necesitamos ahora”, escribía David López hace un par de semanas en su columna de la web de Vanity Fair. No podemos culpar —demasiado— a los políticos por hacerlo en toda latitud, porque transitamos “tierra de dragones”, que es como llamaban en la Edad Media a aquellos territorios inexplorados que no sabíamos dibujar.
Esta incertidumbre nos hace tomar decisiones inéditas, como el teletrabajo o la cuarentena, como vestir mascarillas y guantes o las videoconferencias, antes tan tediosas y de momento —y hasta que las aborrezcamos— imprescindibles. O como llegar al quiosco de la mano de nuestras hermanas Vogue, GQ, Glamour, AD y Traveler bajo un lema común: “Soñamos juntos”. Porque la labor de la prensa es informar, pero Condé Nast además trata de que imaginemos vidas mejores. No podemos abstraernos del dolor ni de la caricia hueca que damos a quienes tenemos cerca en el pensamiento pero lejos de nuestras cápsulas de confinamiento. Y por ello, también por primera vez en la historia de Vanity Fair España, le hemos confiado la ejecución de nuestra portada a un ilustrador, el italiano Emiliano Ponzi, habitual de The New Yorker, The New York Times o Science, que volviendo sobre una idea suya original de 2011, donde exploraba el concepto de abrazar la ausencia, cristaliza con más legitimidad que nunca su predicción.
La edición estadounidense de Vanity Fair cultivó de manera maravillosa el recurso de las ilustraciones en sus icónicos artes de comienzos del siglo pasado, una época de profundo cambio que ellos relataron con presteza y rigor. Qué responsabilidad e ilusión recoger aquel testigo.