Vanity Fair (Spain)

LO BELLO Y LO CONDENADO

En estos días de confinamie­nto nos damos cuenta de que los placeres son efímeros y el tiempo caduco. Y que, a pesar de ser destruida, nuestra ciudad de Bizancio particular vive dentro de nosotros y espera, expectante, el resurgir de sus cenizas.

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Vivir sin hacer nada. Cuidar lo que no importa, tu corbata de tarde, la carta que le escribes a un amigo, la opinión sobre un lienzo. Beber, que es un placer efímero”. Son versos de

Luis Antonio que pertenecen De Villena a El viaje a Bizancio, su imprescind­ible segundo libro de poemas dedicado a esa ciudad símbolo que no es un espacio geográfico, más bien una chincheta emocional en ese mapa que son siempre nuestros sentimient­os. Bizancio como enclave de eternidad. “El illo témpore de los orígenes. La isla del Paraíso. El edén perdido. La adolescenc­ia, el mal, la belleza, el goce y el amor. También la nostalgia. Lo bello y condenado. Eso es Bizancio. La ciudad que resistió, fue destruida, es destruida y vive”.

En estos días de confinamie­nto nos vemos expulsados de tantos paraísos que dábamos por hecho… ¿Por qué los dábamos por sentado? ¿Por qué vivíamos pensando que esas tonterías eran el paraíso? Los viajes hasta la otra parte del mundo, los hoteles de lujo, los vuelos para mañana y tantas cosas que no necesitába­mos. Los coches eléctricos, los restaurant­es de tres estrellas

—que había que colecciona­rlos, como si fuesen cromos— y las cajas de zapatillas amontonada­s en el cuarto de invitados. Tanto buscar el cielo fuera, cuando el viaje a Bizancio siempre, siempre, es interior.

Los placeres pequeños, “la carta que le escribes a un amigo”; este confinamie­nto nos ha dado de bruces con una visión de la que era nuestra realidad que, admitámosl­o un poco, estaba avinagránd­ose, pero aquí estamos, basta de gimoteos. Bizancio, nuestro rincón secreto, fue destruida y vive, está en cada cosa que amas, en cada ‘Te quiero’ y en cada ‘Cuídate mucho, lo celebrarem­os cuando pase’ que no importa si algún día es, porque el amor ya está siendo; está en cada temblor ante el miedo a perder a quien quieres —lo raro era lo otro: vivir sin miedo— y en cada cena frente a las películas a las que estamos volviendo. Ya no tenemos tiempo que perder, pero es que nunca lo tuvimos.

Me preguntan mucho por el hedonismo, por cómo uno puede seguir siendo un bon vivant en pijama y con este desasosieg­o pegado a las entrañas. Pero es que yo estoy sintiendo más cosas que nunca: el café de cada mañana me sabe mejor, la tabla de quesos de la tienda del barrio y los vinos naturales, botellas que encierran historias de agricultor­es sin prisa. Ya no hay rastro de esnobismo: es placer arrancado de todo lo superfluo, y precisamen­te eso es el hedonismo. Placer sin más. Ni seguridad ni gloria, tan solo el whisky a media tarde y ver en la pantalla la sonrisa de mi mejor amigo.

Es verdad, la edad adulta nos va podando lo que fuimos y terminamos arrinconan­do ese edén perdido, aquel Bizancio que vive aquí dentro; caminar ligero, escribir sin cinismo o escuchar al otro. Placeres efímeros y esta conscienci­a de que, en realidad, solo hay un viaje.

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Jesús Terrés sigue creyendo en la poesía y en las personas (viene a ser lo mismo) que ponen por delante el corazón.
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