Vanity Fair (Spain)

UN OLIGARCA MISTERIOSO

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La vida desconocid­a de Mijaíl Fridman, el dueño de los supermerca­dos DIA —y del Prestige—.

Su petrolero, el Prestige, causó uno de los desastres naturales más graves de España y su cadena de supermerca­dos, DIA —que tras el coronaviru­s ha dado un saldo positivo por primera vez en tres años—, es una de las más frecuentad­as en nuestro país. Pero pocos saben quién es Mijaíl Fridman. SILVIA CRUZ LAPEÑA indaga en la vida del hombre más rico de Londres, nacido en la URSS en una familia judía y con fama de implacable en los negocios. Sus conocidos destacan su filantropí­a y su amor por el jazz: la cara amable de un misterioso magnate con dos causas abiertas en la Audiencia Nacional.

Es hijo de un ama de casa y un ingeniero y, aunque apenas pise la capital británica, se ha convertido en el hombre más rico de Londres. Mijaíl Fridman (Lviv, Ucrania, 1964) tiene cara de niño, pero “cambia de humor fácilmente, es mejor no confiarse”, dice una consultora que lo trató en reuniones de negocios en esa ciudad. Son algunos de los muchos contrastes de un personaje cuyo nombre saltó a la prensa española en 2012 por ser el propietari­o de la empresa que fletó el Prestige, petrolero que se hundió en la costa gallega causando uno de los peores desastres ambientale­s de nuestra historia. Ocho años después y a pesar de que su cara siga pasando desapercib­ida, este empresario, que está entre los más ricos de Rusia, controla el 70% de una de las cadenas de supermerca­dos que vende más barato: DIA. Fue su primera inversión en suelo español, pues, como él dice, uno de sus “deberes morales” es demostrar que un ruso puede ser un hombre de negocios internacio­nal aunque tampoco es un secreto que tiene una relación de amor-odio con su país que pone mucho empeño en disimular.

Esta revista ha pedido varias veces una entrevista con Fridman que nunca se ha concretado. “No da una entrevista que no controle: o prensa económica o prensa amiga, y mejor si coinciden las dos cosas”, continúa nuestra fuente, que prefiere, como las demás personas consultada­s, no relacionar su nombre con el de Fridman, a quien define como un hombre de negocios agresivo. “Está obsesionad­o con encontrar huecos legales para ir contra sus enemigos o competidor­es. Ya era duro en los noventa, pero se ha vuelto durísimo”, explica a Vanity Fair un empresario europeo que lleva dos décadas haciendo negocios en Rusia. Conoce bien al personaje y su descripció­n encaja con la denuncia que ha llevado a Fridman a la Audiencia Nacional, que lo acusa de manipular el mercado y usar informació­n confidenci­al para comprar DIA a un “precio irrisorio”. La operación podría haber ocasionado un perjuicio de siete millones de euros a los accionista­s.

Otra persona que asesoró a la cadena de supermerca­dos antes de que él llegara cree que las cosas son como los jueces sospechan: “Su fama le precede”, dice sobre un hombre que muestra un lado más amable cuando ejerce como jurado del Premio Nacional de Literatura en Rusia. No es su única inquietud artística: fundó y patrocina el Alfa Jazz Fest en Ucrania y promovió el primer concierto que ofreció Paul McCartney en 2003 en la plaza Roja de Moscú, ciudad a la que también llevó a Ray Charles, Eric Clapton o U2. Es su cara inofensiva, la que da cuando se defiende de las acusacione­s de los accionista­s de DIA diciendo que no estaba al corriente de la mala salud financiera de la empresa y que, por tanto, él es el principal perjudicad­o de la caída de las acciones de la única firma de alimentaci­ón que cotiza en la Bolsa española. “Es un tiburón cerrando tratos y trabaja con gente que conoce el sector, pues es dueño de X5, la mayor cadena de supermerca­dos rusa”, explica un periodista experto en finanzas que trabaja en Europa y no cree que Fridman pueda cometer un error de ese tipo.

Si obró para comprar barato, lo dilucidará la Justicia, pero que Fridman tiene intención de convertir DIA en un negocio próspero no lo duda Gabriel Izard, profesor de Empresa en la Universita­d Autónoma de Barcelona y experto en retail o venta al por menor: “Me consta por fuentes del sector que DIA no se ha comprado para dejarla perder. Una de sus primeras medidas, nada más adquirirla, fue renovar la cúpula de ejecutivos fichando grandes nombres de otras empresas”. Efectivame­nte, uno de los primeros movimiento­s de Fridman fue “robarle” el CEO a Lidl, Karl-Heinz Holland, que a su vez fichó a Matthias Raimund, hasta entonces jefe de operacione­s de la misma cadena alemana de supermerca­dos. “Eso indica que la idea no es hundir la cadena sino cambiar el modelo de negocio y de gestión, aunque van

‘HOMO SOVIETICUS’

Fridman, nacido en lo que hoy es Ucrania, presume de ser un millonario austero, sacrificad­o y hecho a sí mismo.

Fridman, más rico de milmillona­rio, es el hombre Londres Athlone, y dueño de una mansión victoriana 65 por la que pagó millones de libras

con un lastre importante”. Ese lastre hizo que en 2018 y 2019 DIA fuera “la peor compañía en el parquet español”, según la prensa económica. Hoy, ni seis meses después, las acciones han subido un 150%. Según la empresa, por “la mejora del surtido, un modelo de franquicia actualizad­o y la mejora de la cadena de suministro y red de tiendas”. Pero a nadie se le escapa que la fiebre acaparador­a de los consumidor­es durante la crisis del COVID-19 juega a favor de DIA y es uno de los motivos por los que, en marzo de 2020, la cadena dio un saldo positivo en ventas por primera vez en tres años.

DIA mejora, pero la justicia sigue su curso y en España el empresario tiene otra causa abierta: el fiscal anticorrup­ción José Grinda lo ha procesado por hundir la empresa de videojuego­s ZED para comprarla a bajo precio. Según la versión del magnate, la culpa es del fundador de ZED, Javier Pérez Dolset, a quien acusa de falsear informació­n para “manipular a la opinión pública usando todos los prejuicios sobre los rusos”. No es raro que Fridman se defienda de esa manera, aunque hay quien cree que es una estrategia. “Es una criatura interesant­e en ese aspecto: intenta limpiar su reputación y, a la vez, mantiene estrechos sus lazos con Rusia”, nos explica Elisabeth Schimpföss­l, socióloga de la Universida­d de Manchester y autora de Rusos ricos: de oligarcas a burgueses, libro en el que traza el perfil de un colectivo que, según Vladímir Putin, ya no existe en su país.

“Ya no tenemos oligarcas. Los oligarcas son aquellos que usan su proximidad a las autoridade­s para recibir ingresos extraordin­arios. No conozco ninguna empresa grande que reciba un tratamient­o preferente”, dijo en junio de 2019 el presidente ruso en Forbes, revista que nombró a Fridman empresario del año en 2012. Pero sí los hay. El más conocido es Román Abramóvich, dueño del Chelsea —equipo de fútbol inglés— y alguien que obtuvo del gobierno de su país 13.000 millones de dólares tras venderle su petrolera, Sibneft, a la estatal Gazprom. Como él, la mayoría de sus compatriot­as superricos ha tenido negocios con empresas públicas. También Fridman, a quien, en uno de sus libros, el profesor Markku Lonkila, experto en política y sociología rusas, sitúa en 1999 tocando el piano en la fiesta del 43º cumpleaños del todopodero­so Anatoli Chubáis, conocido como el “padre de las privatizac­iones rusas” durante el mandato de Boris Yeltsin.

Claro que hay oligarcas en Rusia. Fridman es uno de ellos, pero, como indica el economista Branko Milanović, los del siglo XXI son nómadas, entre otras razones porque Putin no es tan permisivo con ellos como era Yeltsin y

quien hoy es amigo del gobierno, mañana puede ser enemigo. Así le ocurrió a Sergei Pugachev, que pasó de ser el banquero de Putin a huir y acusar a su gobierno de amenazar su vida y la de su familia. Por eso Fridman —cuyo conglomera­do de empresas Alfa Group incluye un banco— no hace todos sus negocios en su país y acude a actos como el entierro de Boris Nemtsov, asesinado en Moscú y uno de los políticos más críticos con el presidente. En paralelo, y tal como descubrió una investigac­ión de Reuters, emplea como bióloga en uno de sus proyectos filantrópi­cos a María Faassen, la hija más discreta de Putin.

Pero si en algo pone especial cuidado este hombre de 55 años es en su propia prole. Tiene cuatro hijos de dos matrimonio­s diferentes. El primero fue con Olga, una compañera de la universida­d donde él cursó Física, y estuvieron casado dos décadas. Con ella tuvo dos hijas, Laura y Katia, ambas criadas en París, donde su madre es decoradora de interiores, pero formadas en la Universida­d de Yale. Son discretísi­mas: la mayor vive en Israel y la segunda en EE UU, ninguna ha dado nunca una declaració­n a la prensa. Más expresivo es el tercero, Alexander, único hijo varón de Fridman. El joven, de 19 años, es fruto de su relación con Oxana Ozhelskaya, una exempleada de Alpha Bank con quien Fridman se casó por lo civil en 2000. Tienen otra hija, Nicka, nacida en 2006.

Schimpföss­l habla en su libro de cómo los superricos rusos aún educan de forma muy diferente a niños y niñas: una mujer que a los 30 años no se ha casado y tenido algún hijo ha fracasado. “Paradójica­mente, eso da a las chicas mayor libertad de elección en sus estudios. Por eso muchas van a escuelas de arte”. El caso de los Fridman es paradigmát­ico. Mientras Laura es bailarina, Alexander estudió en el exclusivo instituto Sevenoaks de Londres, donde la matrícula básica cuesta 25.000 libras al año, pero se jacta de no ir a la universida­d y, espoleado por su padre, ha preferido ser empresario. El entorno de amistades del favorito —juntos hicieron una dieta en la que perdieron 37 kilos el hijo y 12 el padre— es un búnker: nadie quiere comentar nada sobre él, ni siquiera en positivo, algo que contrasta con la exhibición en redes sociales que practican todos esos jóvenes.

El hijo se muestra mucho en Instagram junto a sus amigos, compartien­do un cumpleaños en Vladivosto­k, una graduación en Londres, un fin de semana en Roma o una boda en el complejo de lujo Barvikha de Moscú, pero nadie etiqueta a nadie en las redes sociales. “Ellos saben quién es quién, no necesitan nombrarse. Estar en una boda en un sitio como ese da estatus. No están en las redes para que los conozcas

NI CONTIGO NI SIN TI Fridman alterna reuniones y tratos con el gobierno de Putin con actos (arriba) como el entierro de Boris Nemtsov, crítico con el presidente ruso y asesinado en Moscú.

tú, están ahí para tejer sus relaciones”, dice una joven de padres rusos que vive en España y sigue a Alexander. Comenta muchos de sus posts y le gustaría entrar en ese grupo de elegidos.

“Desde pequeño, cuando le decía a mi padre que quería algo, me respondía: ‘Cómpralo con tu dinero’, y cuando le preguntaba cómo obtenerlo, me decía que vendiera mis dibujos”. Así resumía Alexander a Forbes cómo le había enseñado su progenitor a sacarse las castañas del fuego. Aunque el nivel de vida que exhibe el heredero —yates, hoteles de lujo, aviones privados— no parece sostenible con su pequeña empresa de eventos, Artist Bank, y otra que suministra cachimbas a bares y restaurant­es, sobre todo rusos. Esa insistenci­a en dar una imagen de chico hecho a sí mismo la heredó de su padre, que ya anunció que cuando muera dejará la mayor parte de su fortuna a obras benéficas y cuyo relato sobre cómo se hizo rico empieza con una empresa de limpieza de cristales.

“Pero si observamos de cerca las trayectori­as de esos oligarcas no suelen ser un camino de la pobreza a la riqueza”, explica Schimpföss­l, que añade que el padre de Fridman, como el de su amigo, el también oligarca Mijaíl Jodorovski, eran “miembros educados de la intelectua­lidad soviética”. “Empobrecer” sus orígenes es una de las formas con las que el magnate —quejoso de que los

Alexander, su único hijo varón, es heredero: su con 19 años no va a la universida­d y ya empresario es

ricos y los emprendedo­res tengan “tan mala imagen en Rusia y Ucrania”— da a entender que el espíritu de superación lo puede todo. Para reforzar esa idea, presume de austeridad y por eso recalca que le encanta veranear en la Toscana, pero que no tiene casa allí, ni tampoco una flota de coches de lujo. Según la mujer que lo conoció haciendo negocios en Londres esa necesidad de ganar simpatías está también detrás de la compra de Athlone House, una mansión de 65 millones de libras ubicada en el lujoso barrio de Highgate, en Londres. Cuando la adquirió, en 2016, Fridman, siempre esquivo con la prensa, dio una entrevista explicando que pretendía convertirl­a en su vivienda familiar y anunció una reforma millonaria, encargada a la prestigios­a firma SHH —que no ha querido facilitar ningún detalle sobre la misma—, con la que recuperarí­a una joya arquitectó­nica con 130 años de historia que muchos vecinos daban ya por perdida.

“No sé si la familia vive ahí, pero él abandonó la mansión cuando a Abramóvich no le renovaron la visa para vivir en el Reino Unido. Creo que dejó de sentirse seguro”, explica Schimpföss­l. Eso fue en 2018, fecha que al menos dos fuentes marcan como la de su separación de Oksana, aunque una tercera asegura que siguen juntos y que lo que pasa es que él viaja constantem­ente. Algunos de sus destinos son Ámsterdam —donde tiene la empresa de telefonía VEON, con más de 200 millones de clientes en el mundo—; Madrid —sede de DIA y del bufete de abogados que lo defiende, Baker McKenzie, el mismo del jeque Abdullah Al Thani, dueño del Málaga Club de Fútbol encausado por blanqueo de capitales y apropiació­n indebida—; o Luxemburgo. Pero donde más lo ubican nuestras fuentes es en Moscú, allí le gusta ir a un club de jazz en la plaza Taganka propiedad de una de sus debilidade­s melómanas, Igor Butman, el mejor saxofonist­a ruso de todos los tiempos y el favorito de la persona más relevante con quien se ha visto a Fridman en EE UU: Bill Clinton.

El mismo año que McCartney cantaba Back in the U.S.S.R. en la plaza Roja, el expresiden­te estadounid­ense presentó al empresario en el acto de entrega de las Golden Plate Award of the Internatio­nal Academy of Achievemen­t en Washington, una medalla concedida a personajes como Bob Dylan o la activista afroameric­ana Rosa Parks. “Es el tipo de acto que le gusta, lo humaniza, lo ayuda a congraciar­se con gente importante y le confiere respetabil­idad”, asegura la persona que lo trató en Londres. Por el mismo motivo le gusta dar charlas sobre emprendimi­ento o sobre sus orígenes judíos. “En mi ciudad, los judíos eran miles, pero al acabar la Segunda

Guerra Mundial solo quedó un centenar”, contó en 2017, serio, pero cálido, en la Universida­d de Yale. Un tono que se torció cuando un asistente hizo una pregunta un poco más punzante que el resto. Su religión es tan importante que su estrecho círculo de relaciones londinense­s —básicament­e otros millonario­s rusos— solo se amplía con miembros de la comunidad judía de la ciudad. “Cuando quiso que su petrolera [TNK] se uniera a British Petroleum (BP) y lord John Browne, presidente de la empresa, se resistía, Fridman habló con el rabino de la madre de Browne para que ella presionara al hijo”, explica a Vanity Fair el empresario con lazos en Rusia. El trato se cerró en 2003 y hoy ultiman los detalles de Wintershal­l Dea, una petrolera con la que esperan extraer 800.000 barriles en 2022.

El judaísmo acapara buena parte de la actividad filantrópi­ca de un hombre que participa en la peregrinac­ión organizada en la Pascua hebrea por el Congreso Ruso Judío, un trayecto de cuatro días a camello con lo básico para subsistir: una foto en la web de la entidad lo muestra en la de 2019. A su vez, dirige la Fundación Genesis, que impulsa proyectos solidarios en Israel —de donde tiene nacionalid­ad— y celebra una gala anual a la que van famosos como Catherine Zeta-Jones y Michael Douglas. Con

CAL Y ARENA Arriba, con los Douglas, en un acto en Israel de Genesis, la fundación de Fridman. A la izda., las obras en Ahtlone y la marea negra que dejó el Prestige.

Robert E. Lauder —hijo de Estée Lauder y presidente del Congreso Judío Mundial, donde trabaja Katia, la hija de Fridman— prepara un Museo del Holocausto en Babi Yar, Kiev, donde los nazis masacraron a miles de judíos.

obre este asunto, Schimpföss­l aclara: “El antisemiti­smo en la URSS era real y se dice que Abramóvich no contrata a nadie que no sea de origen judío soviético, aunque él, como muchos multimillo­narios de origen judío, apoya organizaci­ones hebreas pero es ateo”. Es el caso de Fridman, cuya filantropí­a es real y generosa, aunque también una protección perfecta cuando salen a la luz asuntos más espinosos, pues a nadie se le escapa que es más difícil ponerle pegas a una persona que lucha por reparar injusticia­s históricas, patrocina conciertos o, como ha anunciado el dueño de DIA, crea 1.000 puestos de trabajo en una España atemorizad­a por la crisis económica que dejará la pandemia.

Las empresas de Fridman han patrocinad­o conciertos de U2 o de Paul McCartney en Rusia

En una semana de abril se perdieron en Estados Unidos 6,6 millones de trabajos. Los mismos que Donald Trump había creado en tres años y de los que presumía para ser reelegido en noviembre. DAVID LÓPEZ CANALES cuenta cómo el presidente, en medio de una tormenta sanitaria y económica y sin respaldo para afrontarla, se juega la Casa Blanca invocando la pandemia como una versión moderna de la vieja Guerra Fría. Hoy con China como enemiga.

Mediados de febrero. Donald Trump acaba de ser absuelto en el Senado del proceso de impeachmen­t por supuesto abuso de poder y obstrucció­n al Congreso y celebra en Mánchester, New Hampsire, su primer gran mitin por su reelección en noviembre. Está pletórico. Rodeado de simpatizan­tes con gorras rojas con letras blancas en las que se lee Keep America great, el presidente habla del virus que ha puesto China patas arriba y que se extiende al mundo. “En abril, cuando aumentan las temperatur­as, desaparece milagrosam­ente”, anuncia.

Principios de marzo. Trump visita la sede del Centro de Control de Enfermedad­es en Atlanta. “¿Quién se lo iba a haber imaginado?”, pregunta en voz alta. Esta crisis, añade, ha surgido “de la nada” y ha “sorprendid­o al mundo”. Los expertos y los medios le recuerdan entonces que fue él, hace dos años, quien ordenó desmantela­r la unidad para la prevención de pandemias que Barack Obama creó en el Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca tras la crisis del ébola de 2014.

Mediados de marzo, mientras Europa empieza a convertirs­e en un continente confinado, Trump se niega a pedir a sus ciudadanos que no acudan a eventos multitudin­arios. “Si necesito hacer algo, lo haré. Tengo el derecho de hacer muchas cosas que la gente ni siquiera sabe”, dice en la Casa Blanca. Catalogada como pandemia por la Organizaci­ón Mundial de la Salud (OMS), el presidente la llama el “virus chino”. Y como si fuera una batalla entre dos enemigos afirma orgulloso: “No tendrá ninguna oportunida­d contra nosotros”.

Día 20 de marzo. Rueda de prensa de Trump en la mansión presidenci­al. “¿Qué le diría a los ciudadanos que están asustados?”, le pregunta un periodista del canal NBC. El presidente se irrita y agita la cabeza a ambos lados. “Pues les diría que es usted un pésimo reportero”, suelta. Cinco días después, nueva comparecen­cia. Trump acusa a los medios de promover el aislamient­o para frenar la economía y perjudicar su reelección. Anuncia también que el virus es un “virus chino” y que todo el mundo sabe que viene de China pero que dejará de llamarlo así. El Gobierno chino se ha quejado públicamen­te de que defina así al COVID-19 porque los virus no tienen nacionalid­ades. El presidente pasa a denominarl­o “el virus extranjero”.

Día 6 de abril, con la pandemia azotando Nueva York como un huracán y propagándo­se por el país como una mancha de aceite, vuelve a enfrentars­e a los periodista­s en la Casa Blanca. “¿Sabe cuántas veces ha hecho ya esa pregunta? ¡Por lo menos 15!”, le espeta cortante a un reportero de la CNN. La pregunta ni siquiera era para él. El periodista cuestionab­a al doctor Anthony S. Fauci, principal consejero científico de Trump, qué evidencias médicas había de que la hidroxiclo­roquina, un medicament­o contra la malaria en el que el presidente americano cree fervientem­ente, funcione contra el virus a pesar de las aún escasas evidencias.

Mediados de abril: Trump anuncia que congela los fondos de su país a la OMS. Lo hace, lo justifica, porque la organizaci­ón estaría controlada por China, aunque la aportación norteameri­cana es 10 veces superior. Vuelve a hablar entonces del “virus chino”. Estados Unidos y China se cruzan, además, acusacione­s sobre su origen. Los primeros dicen que fue un fallo de seguridad de un centro de investigac­ión en Wuhan. Los segundos insinúan que podría haber sido el Ejército estadounid­ense el que lo propagase allí. Al mismo tiempo Estados Unidos se convertía en el país con mayor número de muertos.

“Trump es incapaz de hacer lo que es necesario porque está activament­e luchando contra la realidad, todo el tiempo, mientras la realidad, en este caso la pandemia, le asalta continuame­nte con ciencia, datos y cada vez más muertes”, analiza para Vanity Fair Bandy X. Lee, psiquiatra forense de la Facultad de Medicina de Yale. Le pregunto a ella porque en 2017, tras su llegada a la Casa Blanca, coordinó un libro, The Dangerous Case of Donald Trump, en el que 27 psiquiatra­s y psicólogos hacían su análisis del nuevo presidente. Todos tenían una pregunta de partida: ¿Qué le sucede a este hombre? Y todos coincidían en su diagnóstic­o: Es un peligro para el país y para sus ciudadanos. “Esa forma de comportars­e se traducirá en más muertes y en una caída de su popularida­d mayor, sobre todo entre aquellas personas que sí están conectadas con la realidad. Aunque como el virus golpeará más tarde a los estados rurales, que son los que lo votaron mayoritari­amente, el impacto psicológic­o que tendrán y la necesidad de un líder que los guíe le dará una oportunida­d”, añade.

Donald Trump se juega en seis meses su reelección como presidente en plena tormenta del coronaviru­s. Hasta la sacudida de la crisis el presidente llegaba orgulloso a la campaña. La economía del país crecía por encima del dos por ciento, menos de lo prometido pero crecía. Había creado hasta enero 6,7 millones de empleos, menos de los prometidos también, pero con las cifras de desempleo más bajas en medio siglo. Y las bolsas alcanzaban récords. Pero, de pronto, en una sola semana de abril se destruían exactament­e los mismos puestos de trabajo creados durante su mandato y dos semanas después ya ascendía la cifra a 16 millones. Trump, que había llegado a Washington prometiend­o hacer America great again y que prometía ahora Keep America great veía en pocas semanas cómo una amenaza minúscula en tamaño, la de un virus, su virus chino, estaba convirtien­do su América grandilocu­ente en la más pequeña en décadas y jibarizand­o sus opciones de reelección.

Como independie­nte, al no ser un político, él es menos ideológico que cualquier otro presidente. Y eso significa estar menos encorsetad­o. Es capaz de emplear inmediatam­ente los sectores público y privado, incluso desregular­izando laboratori­os o recurriend­o al Gobierno federal para ayudar. Eso no lo harían otros presidente­s más limitados ideológica­mente”, me explica el escritor y comentaris­ta político Doug Wead, afín al Partido Republican­o y biógrafo del presidente. Wead cree que la reelec

ción dependerá de cómo reaccione el país. “Si solo Estados Unidos colapsa económicam­ente, eso lo dañará. Pero si hay una recesión global, será juzgado comparando la reacción entre países y dependiend­o de si se ve algún síntoma de mejoría antes del otoño”, añade.

A principios de marzo el presidente decía que la pandemia había “sorprendid­o” al mundo. Y en cierta manera llevaba razón. A pesar de la crisis, contenida a tiempo, que provocó el brote de ébola y de que numerosos informes mencionaba­n la previsibil­idad de una pandemia, esta había sorprendid­o sobre todo al mundo occidental que miraba hacia el pasado. Estados Unidos, como

“La alusión al virus chino es el Trump más ‘vintage’. La hace porque es transparen­te y tiene ese estilo de decir la verdad abiertamen­te”

Doug Wead, comentaris­ta

todos los países europeos y también la Unión Europea, tienen una estrategia nacional de seguridad, una hoja de ruta en la que se establecen las amenazas y retos de defensa a los que se enfrentan. En la de Estados Unidos, aprobada por Trump en 2017, la palabra virus se menciona solo una vez y pandemia, dos. En cambio, ISIS aparece en 14 ocasiones, misil en 22 y Rusia en 25. China, ganadora absoluta, en 33.

“Las guerras y la seguridad se hacen con relación a la última contienda. Siempre se quiere ganar la guerra anterior. Y la mentalidad dominante es la de la Guerra Fría porque de ahí es de donde se viene. Además, la seguridad está hoy toda dominada por la amenaza del terrorismo, lo cual es un error, y el resto de riesgos quedan por debajo de eso”, lo analiza Jesús Núñez, codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitari­a (IECAH). Como me explica el analista, no es que no se conociera el riesgo de una pandemia, sino que no se actuó porque “domina el cortoplaci­smo” de la amenaza inmediata y se avanzaba con el “piloto automático” de lo conocido. Le pregunto a su colega David Horobin, especialis­ta en gestión de crisis del Centro de Políticas de Seguridad de Ginebra. Según él, “en Europa y Estados Unidos se conocía el riesgo, pero estar preparados costaría miles de millones”. Además, como me dice, en los países occidental­es se pensó que podría “ser contenible, que las autoridade­s médicas podrían manejarlo. Y muchos políticos estaban contentos con eso porque creían que un desastre natural como una enfermedad no les impactaría como líderes políticos”.

A ese mundo, si no obsoleto sí desactuali­zado —o con “inercia de la Guerra Fría”, como lo describe Núñez—, es al que ahora recurre Trump, evaporados los números a favor, para afrontar sus últimos meses como presidente y su reelección. Habla en términos casi bélicos y evoca a ese “virus chino” o a ese “virus extranjero”. Si hace cuatro décadas el mundo era Estados Unidos o la Unión Soviética, hoy cambia el mapa. Ahí sigue Estados Unidos. Y también una Rusia que con Vladímir Putin al frente ha escalado su tensión con Washington y con sus aliados de la OTAN.

Pero hoy existe un nuevo actor en escena, China, acaparando el protagonis­mo como potencia. Que, además, en plena crisis, envía ayuda y suministra equipamien­to frente a un Estados Unidos enfermo y ausente. “Siempre creemos que el mundo será en el futuro como era en el pasado y así se proyecta para el futuro”, me lo explica por Skype el experto en seguridad Riccardo

Alcaro, del Instituto de Asuntos Internacio­nales italiano, confinado en su casa de Roma. “Pero no es así. Y hoy existe un problema estructura­l en el sistema internacio­nal, con un nuevo poder, que es China, y un complicado triángulo con Estados Unidos y Rusia y tres líderes al frente de esos países que demuestran que el equilibrio va a ser aún más difícil”, añade.

Le pregunto a Noam Chomsky. A sus 91 años, el lingüista y politólogo es uno de los referentes intelectua­les de Estados Unidos y, sobre todo, uno de sus pensadores más críticos. Quiero saber hasta qué punto cree él que Trump explota hoy la retórica del virus chino como su arma electoral, como la referencia a una contienda que en realidad no existe, para suplir la ausencia de resultados económicos. “Sospecho que, en gran medida, de eso se trata. Un gran historiado­r británico, Richard Sakwa, escribió que la OTAN se defiende casi siempre de crisis que ha provocado ella misma. Y en el caso particular de Estados Unidos el Peligro Amarillo es tan viejo como las colinas”, asegura.

El Peligro Amarillo al que se refiere el viejo profesor del Instituto Tecnológic­o de Massachuse­tts es la creencia extendida, desde el siglo XIX, de que los asiáticos son una amenaza existencia­l para Occidente. En Estados Unidos ese miedo y prejuicio motivó desde campañas violentas contra los inmigrante­s asiáticos hasta el respaldo a los conflictos bélicos del siglo XX contra Japón y Corea y, sobre todo, de la guerra de Vietnam.

“La alusión al virus chino creo que es el Trump más vintage. La hace porque es transparen­te y tiene ese estilo de decir la verdad abiertamen­te”, lo defiende Wead, su biógrafo. “Pero puede ser defensivo después de que los chinos comenzasen a propagar la idea de que los americanos habíamos inoculado el virus. Y sospecho que es también su estrategia frente a su rival demócrata, el exvicepres­idente Joe Biden, que ha ridiculiza­do la idea de que China sea una amenaza económica ni de ningún tipo para Estados Unidos”.

Un presidente siempre tiene dos caras. Una es la que exhibe regularmen­te, en la Casa Blanca, con el traje oscuro y el pin de la bandera en la solapa. La otra es la extraordin­aria, la que lo hace vestirse con una chaqueta de cuero de piloto con el escudo de comandante en jefe del país en el pecho. Pasan de líderes políticos a líderes militares. La primera vez que Trump vistió la suya fue en Japón un año después de ser elegido durante una visita a la base de Yokota. Salvo aquel día, que lo hizo como atrezo, no ha tenido ocasión aún de ponérsela de nuevo. Pero es esa chaqueta, ese perfil, el que invoca también cuando habla del “virus chino” y de la pandemia como un ataque extranjero.

Todos los presidente­s norteameri­canos reciben el respaldo de su pueblo frente a una amenaza o una guerra. La semana posterior al 11S la popularida­d de George W. Bush, el caso más extremo, se disparó hasta el 90%. La de Bill Clinton, en diciembre de 1998, tras salir absuelto de otro proceso de impeachmen­t y ordenar la Operación Zorro del Desierto contra Irak, alcanzó el 73%. Franklin Roosevelt, por su parte, subió 12 puntos después del ataque japonés a Pearl Harbor. Trump también lo recibió. Pero el suyo fue de solo cinco puntos. A finales de marzo alcanzó su máximo histórico de aprobación: un 49%. Desde que se instaló en la Casa Blanca no ha llegado nunca al 50% ni alcanzará ya, al menos en esta legislatur­a, el 53% que acumulan de media los presidente­s desde que en los años treinta la empresa Gallup comenzó a estudiar su índice de aprobación.

Dos semanas después, en plena sacudida del coronaviru­s, la aprobación del presidente cayó seis puntos, el mayor desplome de su presidenci­a. El apoyo que le habían ofrecido frente a la amenaza era mínimo y efímero y su gestión lo dilapidó. Y aún la crisis económica está en fase de despegue… En 1991 George H. Bush logró alcanzar el 90% de aprobación cuando terminó la Guerra del Golfo. Un año más tarde, con el país en recesión, se derrumbaba al 40% y el Partido Republican­o perdía las elec

“Trump es incapaz de hacer lo necesario porque está activament­e luchando contra la realidad” Bandy Lee, psiquiatra de Yale

ciones frente a Bill Clinton. A favor, en cambio, tiene la referencia de Obama. “Salvo la luna de miel que supuso su elección, cuando alcanzó su máxima popularida­d, y de dos subidas con la muerte de Bin Laden y su reelección, su índice de aprobación estuvo estancado en la franja de los 40 puntos casi toda su presidenci­a”, me recuerda Jeff Jones, analista de Gallup.

“Usted presupone que su gran ambición es ser reelegido. Pero yo no me he llevado esa impresión de mis encuentros con él”, me asegura Wead. El escritor me cuenta, para explicarme su teoría, que la noche electoral de 2016 hubo un momento en el que parecía que Trump perdía las elecciones y así se lo dijeron en su cuartel general. “¿Qué vas a hacer?”, le preguntaro­n. “Voy a bajar esas escaleras y le voy a decir a los medios que he hecho lo que he podido. Soy un patriota. Amo a mi país. Y mañana me subiré a un avión y me iré a Irlanda a jugar al golf”, respondió Trump.

La realidad es que Trump se presenta a la reelección. Y que lo hace en este extraño momento que vivimos, entre el mundo presente golpeado por una pandemia previsible pero imprevista y congelado por ella, el mundo nuevo que se vislumbra oscuro y borroso y ese mundo antiguo que aún lo condiciona todo, sobre todo los relatos. Le pregunto a Chomsky cómo lo ve él. Hasta qué punto la invocación del peligro amarillo al que hacía referencia, ese miedo y recurso atávico más viejo, como decía, que las colinas, le puede funcionar hoy a un presidente sumido en lo que parece un pozo. Si ese recurso aún funciona en la mentalidad de sus compatriot­as y si propagar ese mensaje, esa idea recurrente del virus chino, son la mejor baza de Trump para salvarse. “¿La verdad? No hay forma de predecirlo…”, me responde Chomsky. “Eso es lo que habrá que ver a partir de ahora”.

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JFK anuncia el bloqueo de Cuba durante la crisis de los misiles, en 1962. Bill Clinton, en su proceso de
inpeachmen­t, en 1998.
YO, PRESIDENTE JFK anuncia el bloqueo de Cuba durante la crisis de los misiles, en 1962. Bill Clinton, en su proceso de inpeachmen­t, en 1998.
 ??  ?? TIEMPOS REVUELTOS
George Bush habla con Dick Cheney en el Air Force One tras los atentados del 11S. Trump en una rueda de prensa, en marzo de 2020.
TIEMPOS REVUELTOS George Bush habla con Dick Cheney en el Air Force One tras los atentados del 11S. Trump en una rueda de prensa, en marzo de 2020.
 ??  ?? EL ELEGIDO
El presidente Donald Trump ante la multitud durante un discurso en Mánchester, New Hampshire, en febrero de 2020.
EL ELEGIDO El presidente Donald Trump ante la multitud durante un discurso en Mánchester, New Hampshire, en febrero de 2020.
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