Vanity Fair (Spain)

CERCA DEL MAR

Porque el agua lo cura todo, o casi todo. En esta ocasión nuestro colaborado­r rememora distintos pasajes de películas, libros y series en los que el agua es un protagonis­ta más. Y comparte una imagen para quienes como él estén lejos del mar.

- POR J AV I E R AZNAR

Hace unos años iba paseando por Nueva York. A la altura de la calle 114, cerca de Columbia, me paré ante un puestecito con libros de segunda mano. Compré un recopilato­rio de historias noir por el módico precio de un dólar. Me metí en un café a leerlo. Mientras daba sorbos a un cappuccino a un precio, este sí que nada módico, de seis dólares, me topé con una historia que me emocionó. Yo soy mucho de emocionarm­e en lugares públicos y concurrido­s. Pertenezco a esa clase de personas que lloran con las películas en los aviones. Aquella historia se llamaba ¿A qué hora sale el barco? Va sobre un tipo, un ladrón de poca monta pero no sin valores, que participa en un atraco que sale mal. Como consecuenc­ia, recibe un disparo en un costado, justo cuando trataba de hacer el bien a última hora. Aun así, logra huir del tiroteo. Sin perder la compostura, va andando por las avenidas de Pomona y Santa Ana, dejando a su paso un pequeño reguero de sangre. Puede oler los puestos de gofres, de helados y las fresas. Sabe que va a morir y quiere dar un último paseo hasta la playa. Deja pasar a las madres con carritos de bebés, atraviesa parques, observa las flores, sonríe al ver a la gente apurada por llegar tarde a clase de spinning. No se apresura, no muestra desesperan­za. Pero no se distrae de su objetivo: llegar a la playa, oler el mar y subirse al Queen Mary, el transatlán­tico retirado desde 1967 en el muelle de Long Beach. Armado con esa determinac­ión del que no tiene ya nada que perder, se va desprendie­ndo de todas las pertenenci­as que le sobran: su chaqueta, sus botas, sus calcetines. Se adentra en las aguas del Pacífico y se moja los pies. Sonríe. Y cuando ya llega su final, intenta hacer ángeles tumbado en la arena como cuando era niño con su hermano. Muere junto al Queen Mary. Me enternece la idea de intentar escapar de su destino a bordo de un barco que lleva sin moverse del sitio desde 1967. “¿A qué hora sale el barco?”. Me puse a llorar ahí mismo, tratando de apartar el cappuccino de seis dólares para no arruinarlo.

Durante estos días de confinamie­nto también he vuelto a ver, de principio a fin, Mad Men, la historia de un hombre que siempre está huyendo de sí mismo: Don Draper. Hacia el final de la serie, Don también se va desprendie­ndo de todo lo que le sobra: sus muebles, su ático junto a Central Park, su infeliz matrimonio, las reuniones improducti­vas, el dinero. Hasta regala su Cadillac a un joven que acaba de conocer, con la esperanza de que el coche le sirva para reconducir su vida, torcida ya desde tan pronto, como la del propio Don. En el último capítulo, Draper acaba en un retiro espiritual en California, cerca de un acantilado, junto a un mar de un azul intensísim­o. Y se le ve, al fin, feliz.

Sobre el mundo acuático también va El nadador, basada en un cuento de

John Cheever. Dicen que Mad Men bebe mucho de esta historia.

En su adaptación al cine sale un espléndido Lancaster,

Burt que por momentos parece una escultura griega, un expresivo Laocoonte, majestuoso y trágico a partes iguales. La idea del protagonis­ta es cruzar a nado, de piscina en piscina, el valle residencia­l de Connecticu­t hasta llegar a su casa. Lo llama el “río Lucinda”, en honor a su mujer, intentando remontar ese río hasta volver a ella. Va atravesand­o todas las piscinas de los vecinos y vemos poco a poco su personalid­ad mudando. Vamos viendo casas espléndida­s hasta que la cosa va degenerand­o por momentos, comprendie­ndo la realidad que oculta este críptico personaje tras su sonrisa perfecta y su cuerpo escultural. Vive en una mentira, en negación. Su vida no es tan idílica como se ve: se ha quedado sin trabajo, su mujer e hijas lo han abandonado, la casa está vacía, la pista de tenis es un erial y crecen hierbajos en ella. El río Lucinda desemboca en la bahía de la tristeza.

Me gusta cómo siempre tendemos a volver al mar, esperando que cure todos nuestros males, como hacían antiguamen­te los baños de ola.

Ahora que no puedo ver el mar, ni olerlo, me conformo con volver al poema de José Hierro: “Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar”.

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Burt Lancaster en un fotograma de
El nadador.
A LA PISCINA Burt Lancaster en un fotograma de El nadador.

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