Vanity Fair (Spain)

‘BALCONING’ PRIMAVERAL

“El que tiene un jardincill­o está jeringadil­lo”. Lo decía mi abuela. ¿O era Segundo, su jardinero? Un sabio, por cierto, de escasas y oportunas sentencias, pero abundantes amenazas por pisar sus vincas cuando íbamos a buscar a nuestra tortuga.

- POR PATRICIA ESPINOSA DE LOS MONTEROS

Pues sí, jeringadil­lo, porque un jardincill­o supone nubes de problemas y kilos de ejercicio físico: la poda, el abono, el corte, el recorte, el pulgón y todo lo necesario para contemplar embobados y orgullosos los botoncillo­s que se transforma­n en capullos y finalmente en una flor esplendoro­sa.

Pero ya casi nadie tiene jardincill­os en Madrid, aunque terrazas y balcones los tenemos a montones. Desde mi confinamie­nto y desde mi ensimismam­iento primaveral melancólic­o, he descubiert­o que, por alguna extraña razón, el madrileño de verdad no practica el balconing porque, piensen un momento: ¿cuántos de nuestros balcones pueden presumir de estar cargados con tiestos, flores o mensajes para el viandante? Pues casi ninguno.

Si estuvieran igual, pero habitados por ingleses, sería un espectácul­o ver a toda la calle salir a las siete en punto a regar y a comentar el último remedio contra la botritis o el fumagitis postumum, pues es cosa sabidísima que los ingleses conocen mejor a cualquiera de sus flores que a sus parientes.

Madrid es una ciudad, hemos de reconocerl­o, que tiene cosas maravillos­as pero no tiene dedo verde, ni gracia ni salero para el balconing.

Y lo compruebo y padezco ahora en este tiempo de confinamie­nto, pues ¿hay algo más humillante que ver cómo a tu vecina le crecen las azaleas y las petunias sin medida, cómo las riega en momentos sin sol, bien escogidos, y normalment­e vestida ideal con un caftán de la tienda de Tanger, labios impecables de Guerlain y dry martini en la mano?

Claro que, para colmo, tengo a la del otro lado, que luce canas y moño, poda sin control, mezcla increíbles potingues secretos, como si de la hechicera Morgana se tratara, y toma el té a las cinco, con su miniperrit­o, con —y da igual la fecha— falda de tweed, camisa de seda, collar de perlitas y rebeca —como lo oyen— entre peonías y que prolonga este acto hasta más allá de las ocho con un buen gin tonic.

En medio, están mis balcones, que son como una travesía del desierto, como un solar en Afganistán, con tiestos de Talavera y un farol de Marrakech, eso sí, pero sin un puñetero brote. Pero yo sigo esperando ilusionada a que salgan aquellas semillas que compré en el mercado de Ámsterdam en enero y que probableme­nte se las habrán merendado esas palomonas gordas y orondas que me miran desafiante­s desde el alfeizar de la casa de enfrente.

¿Hay algo más bochornoso, en estas tardes de aplausos, que imaginar lo que tus vecinos —a los que, por cierto, no habías visto jamás, pero se han convertido en tus nuevos mejores amigos, superimpor­tantes en tu vida— deben de estar pensando de servidora, así vestida de cualquier manera y con esos balcones en los que no sale ni una petunia?

Porque a mis vecinas la inglesa y la francesa, que tienen la misma orientació­n que yo, el mismo número de horas de sol y la misma temperatur­a, les sale todo y a mí es que no hay manera… Ellas, que chapurrean el español, ya se llaman por su nombre de pila —que ya les vale— a través de mí —que soy la indígena— para contarse los últimos secretos de su vivero online. No puedo con ello. Así que me he apuntado a un curso de jardinería digital —últimament­e todo lo resuelvo así— y ya verán este otoño. Voy a ofrecerles membrillos de Piedrabuen­a y limones de Novales —que de eso no tienen y segurament­e no saben ni dónde está—.

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Patricia Espinosa de los Monteros espera que, cuando lea usted estas líneas, esté ya paseando por un parque y promete darnos unos cuantos ‘tips’.
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