Vanity Fair (Spain)

EL VERANEO DEL ALMA

Es el momento de disfrutar de los pequeños placeres, aquellos que en los días de relax se convierten en nuestros mejores aliados. Aunque pareciera que en el estío la vida se detiene, en realidad todo lo que sucede es especial.

- POR J AV I E R AZNAR

En verano, como se dice en los realities de la tele, los sentimient­os se magnifican. Acabas tarareando esa canción que empezaste odiando, te entregas a libros y películas de dudosa calidad sin atisbo de culpa y puedes alcanzar el éxtasis en la ducha tras un día de sol y playa. Todo tiene un matiz distinto. Todo es especial. El paseo después de cenar en busca de un puesto de helados es una aventura. El after-shave alivia más de lo habitual. El acto de ponerse un jersey cerca del mar, o taparse con una manta, o dar la vuelta a la almohada, o abrir el frigorífic­o de madrugada se convierten en placeres efímeros, baratos y valiosos. El bocadillo en la playa sabe diferente, mejor. Insuperabl­e ya si es tras un baño. Ves a tus amigos más guapos que nunca. Hasta encuentras belleza en un día nublado de repente. Y tú oscilas entre una euforia desbordant­e y una nostalgia paralizant­e. Siempre se dice al llegar la Navidad que es el momento de recordar, de las añoranzas. Yo nunca he echado tanto de menos como en verano.

Será este un verano atípico, irreconoci­ble, distinto. Un verano desplazado y desacompas­ado. Un verano que te saluda con convencimi­ento tras una mascarilla desde lejos como si os conocierai­s de toda la vida. De prudencia social y discotecas cerradas. Un verano con el Tour de Francia en septiembre y la Champions en mitad de agosto. Naranjas en agosto y uvas en abril.

Pero será, a pesar de todo, el verano de nuestras vidas. Porque el mejor verano siempre es el que todavía no ha acabado. Uno ha de recordar con nostalgia e indulgenci­a veranos pasados, veranos que se fueron, porque la vida es un enorme collage, una gran obra inacabada, un cuadro en marcha que si lo contempla algún extraño tal vez te diga mirando por encima del hombro que eso podría pintarlo un niño de cinco años, pero que para ti tiene un íntimo y profundo significad­o. Porque somos los veranos que hemos vivido. Porque los veranos te marcan. Las cicatrices de las caídas con la bicicleta y en la piscina. Los fogonazos del campamento. El sonido limpio al entrar al agua cuando aprendiste a tirarte de cabeza. El fulgor en los labios de esos besos robados. Las quemaduras en la piel. Las pecas. Los partidos de ping-pong. Las criminales resacas. Los ritos de iniciación. El olor de una colonia, de esa colonia. Los enamoramie­ntos estivales. No apagar el coche hasta que se acabe esa canción. Un poema inmortal de

Alcántara. El Alto Disco Manuel de Airbag. La luz del mensaje esperado en la mesa de la terraza. Los libros que leíste al sol. La gota descuidada y fría de una copa cayendo sobre el musen lo. Todo eso está en el cuadro. Su esplendor y su tristeza. Aunque no se vea a simple vista, aunque no sea evidente. Porque algunos de los mejores momentos no se pueden señalar con el dedo, no se pueden sujetar con un chincheta en un corcho. Un barco encerrado en una botella deja de ser un barco.

El verano es ese periodo extraño de suspensión de la vida el que uno piensa en todo, recordando lo pasado y evocando con terror o ilusión lo futuro. Y, sin embargo, es el ahora. Es más ahora que nunca. Es el cartel iluminado de ON AIR en la radio. Es estar presente. Es aguantar y es esperar.

Es comprender que las cosas no tienen remedio y, sin embargo, estar decidido a cambiarlas.

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