Vanity Fair (Spain)

SER FELIZ EN LA MARINA ALTA

- POR JESÚS TERRÉS

Ansiamos que llegue el verano y los planes de playa se nos hacen cada vez más irresistib­les. Mientras tanto, el Alicante marítimo es el lugar perfecto para disfrutar de las agradables tardes de primavera y del placer de comer en una mesa a la orilla del mar.

Es verdad el mandamient­o sagrado del escritor que mejor ha contado la vida en torno a la luz blanquísim­a del Mediterrán­eo, el aceite de oliva sobre el pan tostado y un pantalón de lino blanco casi como una bandera, estoy hablando por supuesto de

y su “seguir vivos Manuel Vicent es la victoria”. Y es que Dénia ha sido su Macondo, su Camelot y su Hyrule —también fue él quien nos descubrió el amor de por la capital de

Dos Passos la Marina Alta, y eso que el de Chicago (pertenecie­nte a esa maravillos­a generación perdida a la vera de Fitzgerald,

Scott Stein, o Gertrude Hemingway

Pound) no era precisamen­te Ezra el alma de la fiesta—: “Sería hermoso morir en Dénia, joven, bajo el sol ardiente y el mar en calma, abrazado por los cerros de acero; Dénia, donde la tierra es roja como la herrumbre y los cerros son del color de la ceniza, pudrirse en el suelo duro y fundirse en el fuego omnipotent­e de ese dios blanco y joven y ardiente del sol para encontrar una súbita resurrecci­ón en la cálida uva que los jóvenes pisan para convertirl­a en mosto, y fluir en nuevas generacion­es de hombres convertido en un vino lleno de sol”.

Efectivame­nte en este Alicante marítimo (cobijado bajo el manto del Montgó) no es difícil caer en que habitualme­nte andamos tan alarmados con lo urgente que olvidamos lo importante. El calor de la familia. Los amigos de siempre. El tiempo. La alegría. Y claro: el placer de comer. “El perfume de algas y el perfume de marisco y los olores que me llevan a mi niñez” porque la gastronomí­a es siempre un viaje de regreso a la infancia, de vuelta a las cosas esenciales y por eso no existe el gastrónomo que no guarde muy dentro una historia de amor con Xàbia, Calpe, Moraira o con alguno de aquellos veranos eternos tirados en Les Rotes; el pulpo seco, las botellas de vino blanco sobre la mesa del porche y el socarrat de la paella; la siesta bajo los nogales, el agua fresca y “tu silueta sobre el arrecife”.

Mi historia de amor con la

Marina Alta solo puede arrancar en ese lugar tan mundano —qué bonitas las cosas mundanas cuando son bonitas— llamado la Lonja de Dénia, donde barcazas y pescadores sin Instagram traen cada día a puerto a su majestad la gamba roja hasta la subasta y las cajas con hielos; desde 500 metros de profundida­d hasta la mesa de los mejores restaurant­es de la comarca: yo no he visto aquí nunca a ningún restaurant­ito de moda de Madrid pero sí a

Javier Alguacil, regente de esa catedral del producto llamada El Faralló junto a Lozano. El género

Julia epistolar de

Tomás Arribas en Peix i Brases, ese bar de toda la vida llamado Baret de Miquel (que cocina para divertirse) y, por supuesto, él:

Quique como símbolo de todo Dacosta lo bueno de este vivir hedonista. Bajando hasta Xàbia encontramo­s a y

Borja Susilla Clara Puig al frente de Tula y la terraza bellísima de Bon Amp, con

Alberto al mando de una de Ferruz las cocinas más interesant­es de España. Siguiendo el litoral llegamos hasta Calpe, albergue de

en Audrey’s y Rafa Soler José

en Beat, dos Manuel Miguel titanes de lo nuestro.

Este Mediterrán­eo telúrico hay que vivirlo pegadito a su salitre y sus mesas, con “la sangre desbordada y la mirada limpia”. Y la quietud. Y la piel.

Jesús Terrés no duda de que la vida es mejor en torno a una mesa llena de copas, la tarde por delante, gente bonita (que te quiera) y una siesta.

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