Vanity Fair (Spain)

UN DOMINGO EN TAXI POR MADRID

El dilema de escoger la mejor ruta en coche un domingo cualquiera, en el que obviamente hay una manifestac­ión de esas que corta todas las calles posibles por las que un ser humano en Madrid podría acceder a cualquier otra calle en Madrid.

- POR VIRGINIA FEITO

Un domingo aparenteme­nte cualquiera en Madrid me dispongo a coger un taxi. Me dispongo a coger un taxi un domingo aparenteme­nte cualquiera en Madrid con total arrogancia, como si esto fuera algo garantizad­o. Obviamente al ser un domingo cualquiera en Madrid hay una manifestac­ión que corta todas las calles posibles por las que un ser humano en Madrid podría acceder a cualquier otra calle en Madrid. No sé de qué es la manifestac­ión, no leo los periódicos.

Tras unos minutos viendo pasar taxis ocupados pido uno por Cabify. La aplicación me indica que llegará en 18 minutos. Dieciocho minutos en tiempo Cabify son como 10 años en tiempo humano, pero la alternativ­a es quedarme en ese cruce en Alonso Martínez agarrada al poste del semáforo para siempre, y pienso en mi madre al otro lado de Madrid mirando sin pestañear desde anoche la olla express que contiene sus lentejas.

Tras varios intentos fallidos de lanzarme a taxis aleatoriam­ente para ver si al atropellar­me me acercarían a casa de mis padres, han pasado 18 minutos y el taxi que he pedido por Cabify aparece y nunca he estado tan feliz de confirmarl­e mi nombre a un extraño.

“Vamos por Castellana, ¿ verdad?”, pregunta el conductor.

“Está todo cortado”, le digo. “Mejor vayamos por Santa Engracia”.

“Ya han abierto”, me asegura.

“¿Ah?”, digo, y algo dentro de mí grita “no”, pero permito que avance con su descabella­da idea de ir por Castellana porque llevo los modales con extraños al límite y esto es lo que finalmente me matará, yo lo sé, cuando uno de ellos me asesine y yo no me niegue por no ser maleducada.

El conductor nos lleva hacia Colón. Gotas de sudor caen por mis sienes. Efectivame­nte, no podemos subir por Castellana. “Vamos por barrio Salamanca”, dice. Refunfuño que ya le había advertido que esto iba a pasar, y ahora tenemos que maniobrar por estas calles estrechas y lentas y me imagino a mi madre con las aceitunas puestas desde hace 45 minutos. “Según Google Maps, la Castellana está abierta”, ofrezco.

“Entonces, ¿ vamos por Castellana o por la M30? Hay que decidir ahora”.

Miro mi móvil. Según el mapa, a esta altura la Castellana está ya abierta y el tráfico fluye correctame­nte. “Castellana”, digo con firmeza.

“Castellana va a estar cerrada, confía en mí”, dice el taxista.

¿Cómo decirle a este señor que no puedo confiar en él, que ha destruido mi confianza para siempre en un espacio de 15 segundos?

“Castellana”, repito, pero mi voz sale con gallo.

“¿Seguro? Hay que decidir YA”.

Mi pulso tiende a acelerarse cuando hay que tomar decisiones rápidas. Yo lo sé. El taxista lo sabe. “Vamos por M30”, dice, “va a ser mejor”.

El taxi da un giro dramático y casi nos aplastamos contra un camión, pero no me importa. He decidido que para bien o para mal voy a morir con este hombre. Dejamos que nos arrollen nuestras respectiva­s cóleras en silencio, ambos sin mascarilla, potencialm­ente pegándonos COVID con rabia.

El coche me deja en la puerta de casa de mis padres. Llego, inexplicab­lemente, puntual. “¡ Gracias, buen día!”, me dice el conductor.”‘¡Muchísimas gracias a usted!”, le contesto, la cordialida­d subiendo mi voz tres tonos. Le dejo una propina de tres euros. Ninguno de nosotros hablará de esto nunca.

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Virginia Feito es escritora y cuando está con extraños lleva los modales al límite.
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