Stoker y Transilvania
El 20 de abril de 1912 fallecía en una pobre pensión de Londres Abraham Stoker, más conocido por Bram Stoker, autor de Drácula, la novela que, según Oscar Wilde, es el mejor relato de terror de todos los tiempos. Murió de sífilis, con 64 años. Se cuenta que poco antes de morir abrió desmesuradamente los ojos, levantó la mano, señaló con el dedo índice un rincón de la pared y gritó “strigoi”, “strigoi”, una palabra rumana que designa a los no muertos, a quienes después de morir vagan por las tinieblas porque no han podido encontrar el descanso eterno. Bram Stoker apreciaba los relatos de terror. Nació en Clontarf, al norte de Dublín. De niño, su delicada salud le impidió ir al colegio durante siete años, que pasó en la cama instruido por profesores particulares y animado por su madre, que alimentó su imaginación con historias de misterio. Estudió Matemáticas en el Trinity College, poco después de que hubieran pasado por las mismas aulas Charles Maturin, el autor de Melmoth, el errabundo, y Sheridan Le Fanu, el creador de Carmilla.
Las c r í t i c a s de t e a t ro que empezó a escribir en un periódico local, al mismo tiempo que trabajaba como funcionario en el castillo de Dublín, le valieron el aprecio de John Irving, el primer actor británico que alcanzó el título de Sir. Irving se lo llevó a Londres, donde le empleó como gerente de su propio teatro, el Lyceum Theatre. Stoker fue el administrador del Lyceum y secretario, asistente y representante de Irving, quien le trató como a un esclavo. Después de veintisiete años de trabajar a su servicio, Irving le despidió. El Lyceum se quemó y Stoker perdió al mismo tiempo el empleo y sus ahorros, invertidos en el teatro. Arruinado, enfermo, sin trabajo, no encontró en los últimos tiempos de su vida ningún apoyo familiar. Ni en su mujer, Florence, quien en su juventud, antes de conocer a Stoker, había sido novia de Oscar Wilde, ni en su hijo, Irving Noel. Con ambos mantenía, desde hacía demasiados años, una relación fría y distante. Con todo, su hijo tuvo un detalle: suprimió oficialmente el Irving de su nombre para borrar para siempre el homenaje vivo de su padre al actor.
Stoker siempre fue muy aficionado a las historias de duendes y hadas, los enigmas del antiguo Egipto, la astrología babilónica y las leyendas del folclore irlandés medieval. Es posible que perteneciera a la asociación The Order of the Golden Dawn (La Orden del Dorado Amanecer), que reunía socios interesados en intrigas esotéricas. La mayoría de sus novelas son relatos de misterio y de terror. Algunos, como La cadena del destino o La madriguera del gusano blanco, cobraron cierta fama, pero nunca comparable al éxito de Drácula (Londres, 1897), saludada como una cumbre de la literatura. La obra gira en torno a una cuestión moral, la batalla del progreso contra las tinieblas, pero su atractivo se debe a la fuerza de sus imágenes inolvidables: la figura del vampiro culto y seductor; el castillo de torres puntiagudas, imponente y lóbrego; el barco de los muertos que navega hacia Londres y el hombre murciélago, príncipe del mal, que repta por las paredes, busca sangre de noche y duerme de día, lejos de la luz, en un siniestro ataúd.
También nos ha dejado el deseo de viajar a Transilvania. Estuve en Transilvania hace unos años, con el gran fotógrafo Tino Soriano, para realizar un reportaje publicado
Como imaginó Stoker, Transilvania es una tierra bella y casi desconocida, situada en el centro de un torbellino de leyendas
en esta revista del que aún guardo un espléndido recuerdo. La región nos pareció, como a Bram Stoker, un lugar repleto de bellezas naturales, un territorio agreste y tranquilo situado en el lugar con más supersticiones del mundo: en el centro de la herradura que forman los Cárpatos. Durante muchos días seguimos una ruta imposible, tras las huellas de un fantasma, real en la novela pero extraño en una tierra donde habían estado prohibidas todas las películas sobre el conde vampiro hasta 1992 y que considera héroes nacionales al príncipe Vlad Dracul y a su hijo Vlad Tepes, los personajes que pudieron inspirar a Stoker el nombre de Drácula (Dra
en rumano significa pero también puede traducirse por
Recorrimos gran parte de Rumania. En el camino hacia la Bucovina nos informaron de que se había roto el asfalto y habían aparecido en la carretera los cadáveres de once monjes, a los que la gente rezaba. En la Suceava, un feligrés había arrancado de un mordisco la oreja a otra momia, un cadáver en buen estado de conservación al que consideró santo. Concluimos que merece la pena viajar a Transilvania con los oídos atentos, la imaginación despierta, mucho humor y la novela de Drácula bajo el brazo. Como imaginó Stoker, Transilvania es una tierra muy bella y casi desconocida, situada en el centro de un torbellino de leyendas. De una de ellas, la de los no muertos, es posible que se acordara el escritor en los últimos minutos de su vida. Pero Bram Stoker nunca estuvo en la Transilvania real; de lo contrario, hubiera recordado a los stri
con una sonrisa. En el último minuto de su vida, hace ahora cien años.
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