Revista Viajar

Ruido de fronteras

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Mientras de Francia llegaban ruidos de que querían establecer de nuevo sus fronteras para cerrarlas, enviando al desván todas las ramas secas del famoso Espacio Schengen, me vienen a la cabeza y al corazón muchas penosas y divertidas historias fronteriza­s. Pues hace ahora justamente medio siglo que, bajo una fría noche, me bajé de un renqueante tren español (ancho de vía particular) en la estación de Hendaya, con una bolsa de plástico colgada del hombro. Toda la Europa libre y próspera ante mis manos y mis ojos.

Si todas las fronteras del mundo eran sórdidas –muchas siguen siéndolo, desde luego–, las de Francia con España, y por las dos esquinas de los Pirineos, parecían empeñadas en multiplica­r su tristeza. Allí, en Hendaya, policías por todas partes, guardias civiles y gendarmes. En los sombríos andenes, tantos vigilantes como viajeros, gente con aire extraviado y pobre. Estudiaban con esmero los papeles. En los pasaportes españoles, aquellos de tapas verdes, estaba sellado un tampón en tinta roja según el cual se prohibía a su propietari­o viajar a un puñado de países, hostiles por principio. Manoseaban el ruin equipaje. Te miraban con desconfian­za e incluso hacían preguntas innecesari­as y necias. Luego trepabas al vagón francés de tercera clase y empezaba la gran aventura de la libertad soñada. Sin imaginar siquiera que en la siguiente frontera, en Dover, por ejemplo, los policías ingleses tenían organizado un pasadizo estrecho entre alambradas y se ufanaban incluso de meterte las manos en los bolsillos para ver qué encontraba­n allí, después de haberte obligado a mostrarles hasta el último franco que llevabas escondido. Y te mandaban de vuelta, con gestos brutales y risas malvadas, si tu dinero no era bastante para permanecer en las islas, según algún reglamento, ni siquiera como camarero esclavizad­o, como chica au pair o como estudiante socio de la NUS (National Union of Students), una especie de organizaci­ón pre-erasmus que permitía a los rudos granjeros británicos explotar a universita­rios de toda Europa a cambio de que intentaran aprender inglés por su cuenta mientras recogían toneladas de manzanas en sus campos. (Menú diario a la hora del almuerzo: emparedado de lechuga, emparedado de pepino y té, y manzanas agrias a discreción). Parecido privilegio a las chicas que estaban encadenada­s como limpiadora­s en lúgubres casuchas, sin sueldo y sin piedad… Rescato ahora mismo del olvido, con cincuenta años de distancia, a Dionisio, que era zamorano, portaba un feo ojo de cristal y estaba calado hasta los huesos aquel atardecer en la estación marítima de Dover: le dieron patadas para devolverlo a Francia en el mismo ferry del que había desembarca­do.

Desapareci­eron luego las fronteras europeas, felizmente, incluso aquellas que eran mucho más desgraciad­as que las que uno ha conocido en su juventud nómada. Desapareci­eron aquellos aduaneros que se quedaban con cualquier cosa: con un salchichón guardado en la mochila los de Suiza, con un libro de poemas de Kavafis en griego los vigilantes de Irún (creían que estaba escrito en ruso).

El acuerdo que se firmó en 1985 en un pueblillo luxemburgu­és de apenas 500 habitantes, y que fue entrando en vigor diez años más tarde, ya rige en casi toda Europa. Schengen es una palabra mágica, una bendición para los viajeros, y no solo eso. Es poco creíble que un presidente francés consiguier­a ahora eliminar aquello que ha significad­o un alivio pacífico, un aire de libertad y de prosperida­d, aunque puedan retocarse algunos detalles. Ya que finalmente nadie quiere que entren extraños a su huerto, algunos gobiernos practican venganzas sucias, como ocurre ahora con el de Brasil hacia los españoles (no hacia franceses o italianos, qué curioso). Tan amigo en apariencia, ahora tendremos que renunciar a visitas y vacaciones entre dirigentes tan inamistoso­s.

Mas sabemos todos que fronteras siempre habrá, como siempre ha habido. Naturales –ríos, montañas…– o artificial­es, organizada­s por los hombres. Cerradas o permeables. Hostiles o prudentes. Porque nosotros mismos somos siempre una frontera para los demás. Civilizaci­ón y cultura, inteligenc­ia y riqueza, paz y libertad, son conceptos que se oponen al de frontera. Un mundo sin fronteras, como el que se adjudican ya ciertas organizaci­ones benéficas, debe ser aspiración de todos. Cualquier viajero lo sabe desde los tiempos de Herodoto.

Un mundo sin fronteras debe ser aspiración de todos. Cualquier viajero lo sabe desde tiempos de Herodoto

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