CARTA DE LA DIRECTORA.
El día 22 de marzo de 1988 nació Vogue España. Costaba 350 pesetas y medía 312 páginas. Su alumbramiento se anunciaba en la edición estadounidense del mismo mes de abril con solo tres palabras en castellano acompañando a la fecha («A nuestro aire») bajo la imagen de una modelo de oscura y ensortijada melena con un abanico rojo con logotipo de Vogue en blanco. Está claro que este complemento estaba llamado a convertirse en el símbolo de la nueva revista ya que era también el único acompañante de Cindy Crawford en la primera portada. Tengo un ejemplar frente a mí mientras escribo. Lo he visto mucho en los últimos meses mientras preparábamos este número especial pero, una y otra vez, me atrapa la frescura que desprende. Las imperfectas cejas de Cindy, la mirada franca… todo pertenece a un tiempo menos sintético y profesionalizado. Pero no solo nuestra revista era tierna y cándida como un bebé. También lo era una industria de la moda en su conjunto que hoy muestra las asperezas y callos de un adulto.
Aquel primer número incluía un repaso por la España que hasta entonces habían reflejado otras ediciones de la cabecera, fundada en Nueva York en 1892. La condesa de Romanones con sus hijas retratadas por Cecil Beaton para
Vogue USA en 1951; Miró y La Chunga inmortalizados por Francesc Català-Roca para Vogue París en 1979; la extraordinaria moda de Balenciaga tantas veces captada por Irving Penn y Richard Avedon o los viajes por Andalucía de Henry Clarke que permitieron que las lectoras británicas y estadounidenses conocieran a la Duquesa de Alba, a Pertegaz, a Elio Berhanyer. Desde aquella primavera de 1988, Vogue ya no volvería a posar una mirada extranjera sobre España, sino que desarrollaría una voz propia, que se proyectaba desde nuestro país hacia el mundo. La revista ha ejercido desde entonces de puente entre España y el resto del globo en materia de moda, de cultura y de forma de vivir. Al tiempo que ha servido de escaparate para que los diseñadores españoles fueran vistos en la esfera internacional, ha acercado lo mejor de la moda al lector en España. A mí, sin ir más lejos. Que, como tantos de mi generación, me he educado en las páginas de Vogue.
Para celebrar estos 30 años en España nos hemos permitido una licencia infrecuente para un medio cuya obsesión es mirar hacia adelante. Hemos vuelto a aquel 1988 en el que nacimos para reflexionar sobre cómo han cambiado la moda, la mujer y España en este tiempo. Cierto es que esta concesión a la nostalgia está de plena actualidad, con unas colecciones de primavera/verano 2018 plagadas de referencias al final de los años ochenta y al inicio de los noventa. Los colores vivos, el gusto por
el exceso y el gesto atlético que dominaron aquella época nunca parecieron tan contemporáneos como ahora. Son innumerables los lazos que se pueden tender entre estos dos puntos en el tiempo. Ir y venir entre 1988 y 2018 ha sido un periplo fantástico, en el que como Marty McFly hemos acabado perdiendo la certeza de dónde acaban y dónde empiezan el pasado, el presente y el futuro.
Nos hemos sumergido en los archivos para encontrar joyas escondidas e inspiraciones inolvidables y hemos construido un número con vocación excepcional. Desde el diseño gráfico a las producciones de moda y los personajes, es único en su especie. No volverás a ver en nuestras páginas cabeceras inspiradas en el trabajo de Alexander Liberman en los años ochenta; tampoco será fácil reunir de nuevo a todas las protagonistas femeninas de Mujeres
al borde de un ataque de nervios con Pedro Almodóvar en una sesión de fotos; ni que Donatella Versace se preste a rescatar los diseños de su hermano Gianni en la época. Apenas pude contener la emoción en mi asiento cuando el pasado septiembre en Milán, ya casi al final de la colección tributo al genial diseñador, salieron ocho conjuntos que recuperaban el estampado de cubiertas históricas de Vogue que Versace ideó en 1990. Toda una señal de que había que volver al origen para celebrar el 30 aniversario. Y eso hacemos, en más de un sentido, con una portada de cuatro mujeres poderosas –vestidas con otras portadas, quién dijo que en la moda no cabía metalenguaje– que ha disparado Emma Summerton, la misma fotógrafa que firmó mi primera como directora de esta revista, justo un año atrás. Hay un sentido a la vez lúdico y emocional en el retrato que hemos tejido. Uno que combina sin complejos la tradición de los trajes regionales con la modernidad, acaso todavía imbatida, de La Movida; el gusto por el surrealismo del mejor arte español con el descaro de los novísimos talentos nacionales en el arte, el deporte y la moda. Una representación diversa, tolerante y vibrante de lo que hemos sido, de lo que somos y de lo que queremos ser. En la que distintas sensibilidades, generaciones y estilos pueden reconocerse y encontrarse. Si hay un sentido de familiaridad en estas páginas es porque muchos de los que han participado en ellas están de verdad unidos por lazos de complicidad y cercanía. No puedo agradecer suficiente el talento, la entrega y cariño que todo el mundo ha puesto en cada página de este número para coleccionistas. En especial, a todos los departamentos de Vogue y Condé Nast que han demostrado que el mejor trabajo se hace en equipo y que no hay nada más productivo que la generosidad, la pasión y la alegría. Nos une la convicción de que una cabecera como Vogue no pertenece, ni siquiera un poco, a los que tenemos la suerte de tenerla (fugazmente) en las manos. Es patrimonio cultural de la moda y, como tal, tenemos la responsabilidad de mantenerla, cuidarla y protegerla para pasar el testigo y entregarla en las mejores condiciones a su siguiente custodio. A nosotros, de momento, nos podéis encontrar bailando por ello tal como mandaba Madonna en 1990. Strike a pose