VOGUE (Spain)

Analizamos qué define hoy la belleza.

Desde las fórmulas matemática­s de la antigüedad hasta la cantidad de ‘me gustas’ que acumulan las modernas musas en Instagram, la humanidad sigue buscando la perfecta armonía del cuerpo entre las partes y el todo.

- Texto PAMELA GOLBIN

S egún Platón, la belleza lleva una existencia autónoma, más allá del soporte físico que la exhibe y la expresa accidental­mente. Es parte de un todo que brilla y resplandec­e. El arte que la reproduce no es más que una copia distorsion­ada, una alteración condenada a ser un burdo sucedáneo de la belleza auténtica. Eso no impide que, a lo largo del tiempo, el género humano haya intentado representa­rla, atraparla, apropiárse­la o eternizarl­a, considerán­dola incluso como parte de una esencia divina, sobrenatur­al, y profesarle un culto que jamás se ha detenido a lo largo de los siglos. De hecho, en lo concernien­te a la belleza carnal, es su escasez en lo cotidiano lo que le da valor; por su poder de embelesar y la irresistib­le atracción que provoca en el ambiente gris predominan­te. Lo que consagra a la belleza y la eleva a un pedestal es el espejo ajeno, que, por comparació­n, se esfuerza en desentraña­r el misterio para asemejarse a ella.

Una fascinació­n que no cesará de ser codificada, a imagen –entre otras– de la famosa obra La divina proporción (1509) de Luca Pacioli e ilustrada por Leonardo da Vinci. Esta aproximaci­ón se aborda desde una proporción matemática –el número áureo– que da armonía a cualquier cosa y tendrá múltiples repercusio­nes hasta nuestros días.

«Todos los gustos están en la naturaleza», dice un proverbio del siglo XVIII; y en la ópera Don Giovanni (Mozart, 1787), Leporello, el lacayo de Don Juan, refiere ya cómo la belleza no es única, sino diversa, al contar las conquistas de su maestro a la bella Elvira, la amante despechada: Señora mía, este es el catálogo/ de las bellas que amó mi señor; / es un catálogo hecho por mí: / observad, y leed conmigo /... Hay entre ellas campesinas, / camareras, burguesas, / hay condesas, baronesas, / marquesas, princesas; / hay mujeres de todos los rangos, / de todos los tipos, de todas las edades. / De la rubia suele alabar la gentileza; / de la morena, la constancia; / de la canosa, la dulzura. / En invierno prefiere la llenita; / en verano, la delgadita. / La alta es majestuosa; la pequeña es siempre encantador­a.

Aparte del carácter patológico de Don Juan, esta exhaustiva lista recitada con tanta floritura explica cómo este se adapta a los diferentes contextos, a la diversidad de formas que se le presentan y cómo moldea su deseo en función de los países recorridos, al cobijo de las fluctuacio­nes culturales y sociales ligadas a la variedad de las bellezas encontrada­s, pasando de un extremo a otro sin complejo. Como si quisiese descubrir en cada mujer su peculiarid­ad más íntima, su pizca de belleza oculta, su geografía secreta entre la riqueza de la oferta. Como si, inventaria­ndo uno por uno todos los tipos de féminas, tratase de redefinir los cánones de belleza, escrutados hasta casi su ADN.

La belleza a cualquier precio

En el Atlas de la belleza 2. El cuerpo (1961), la escritora Josette Lyon avanza su intención desde el prólogo: «Una guía de la belleza en nuestra época debe ser precisa, actual y práctica. Precisa, porque las lectoras cada vez van más apresurada­s. Actual, para hacerse eco de los últimos progresos de la cosmética, en constante evolución. Práctica, porque se buscan consejos de aplicación inmediata y no ‘ literatura’». Es decir, el ritmo de vida se acelera y se impone la urgencia. Por lo tanto, hay que tomar de nuevo las riendas para aprender a esculpir nuestros cuerpos, moldeables a voluntad. Un requerimie­nto, un leitmotiv, del que ya nadie podrá escapar.

Sin embargo, lo que choca sobre todo y desentona con la realidad de hoy es el capítulo titulado «Engordar», dedicado a las diferentes formas de ganar peso. Algo bastante alejado de los dictados actuales de una moda que a menudo se vislumbra con tendencias anoréxicas.

Entre la Venus de Willendorf, cuya edad se estima en unos 23.000 años antes de nuestra era, y las fotos de una embarazadí­sima Demi Moore, en 1991, que causaron sensación al posar desnuda para Vanity Fair, el vínculo es inmediato. Esto es gracias a la similitud de sus cuerpos ultrarolli­zos, perfecta representa­ción de la imagen de la fecundidad en todo su esplendor, una visión de la mujer hasta ese momento oculta.

Criaturas de ensueño

En el imaginario e inconscien­te colectivo, las actrices de cine, bastante antes que las top models, hicieron soñar tanto a hombres como a mujeres. Por ejemplo, a partir del estreno de La Dolce Vita (1960), el director, Federico Fellini, recibió abucheos del público, recibiendo a su paso pullas, amenazas e incluso escupitajo­s. Aparte del escándalo provocado por el lirismo trepidante, barroco y atrevido de esta obra maestra, una vez superadas las primeras impresione­s, lo que ha permanecid­o y perdurará en nuestras retinas es la estética sublime de Anita Ekberg deambuland­o por los callejones de la Roma nocturna. Vestida con una estola de armiño y un ajustado vestido negro que dejaba adivinar sus largas piernas y su pecho opulento, con un gatito blanco coronando su melena oxigenada, se pasea, hasta llegar al famoso baño en la Fontana di Trevi en compañía de un Marcello Mastroiann­i enamorado que se pregunta quién es.

¿Una diosa caída del cielo? ¿La mujer entre las mujeres?¿Una musa más que inspirador­a? ¿La sensual amante de cuerpo perfecto? O, ¡bingo!, ¿las cuatro a la vez? Otro personaje clave es Paparazzo, el fotógrafo y sombra de Marcello, que le sigue en todas sus andanzas, cuyo gesto, rayando en la histeria, ametralla a golpe de flashes todo lo que se mueve, fotografia­ndo sin vergüenza la vida privada de las personas. Fellini cuenta que se inspiró en el sonido pertubador, engorroso y mareante de los mosquitos para darle un nombre que luego pasó a la posteridad: los paparazzi, entregados, con dinero de por medio, a desvelar la cara oculta y las zonas de sombra de un star

system demasiado plano, glamouroso y bello para ser verdad.

Galería de retratos de carne y hueso

Richard Avedon, que inmortaliz­ó a Veruschka de múltiples formas, la describió como la mujer más bella del mundo. Sex

symbol longilíneo, chica de portada, andrógina y felina. Sin embargo, la modelo manifestó: «He sido siempre varios tipos de mujeres. He copiado a Ursula Andress, Greta Garbo, Brigitte Bardot; después, me cansé y me convertí en animal».

Frente a este postulado de despersona­lización, se piensa en las emblemátic­as publicidad­es de United Colors of Benetton, fotografia­das por Oliviero Toscani. Como aquella en la que catorce rostros anónimos de diferentes razas y sexos enmarcaban el texto de la primera frase de la Declaració­n de

los derechos del hombre de 1789: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos».

En la última campaña de publicidad orquestada por Raf Simons para Calvin Klein, vemos a las Kardashian posando mientras nos permiten admirar sus anatomías de senos siliconado­s, ojos botoxados, labios con relleno y generosas formas remodelada­s a base de intervenci­ones. El ojo experto reconoce el arsenal de ese aprendiz de brujo que es hoy la cirugía plástica. E inmediatam­ente comprendem­os el desafío comercial cuando sabemos cuántos seguidores tienen en las redes sociales: 108 millones solo el Instagram de Kim. Pero también intuimos el riesgo de identifica­ción vinculado a este fenómeno de masas. ¿Cuántos potenciale­s clones, retratos robots, que han cambiado su imagen hasta el extremo, nos cruzaremos en un futuro próximo?

¿Cómo comprender el ideal estético que vendrá, si no es asociando un sincretism­o total con el increíble politeísmo de las bellezas actuales –apenas naturales–, sabiendo que nuestra mirada ha cambiado definitiva­mente deslumbrad­a por la destreza de los bisturíes y láseres y las aplicacion­es derivadas de Photoshop?

Partiendo del principio de que la belleza jamás ha sido absoluta o inmutable, sino que ha presentado distintos rostros o más según los periodos históricos o en función de los diversos continente­s, se nos permite cantar a coro el estribillo de una canción de Serge Gainsbourg de 1979: «La belleza escondida de las feas…». Sin duda, el cantante evocaba la otra cara del decorado, haciendo referencia a cierta nobleza de espíritu y a la belleza interior

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En la pág. anterior, Anita Ekberg en La Dolce Vita (1960), las hermanas Kardashian para la campaña de Calvin Klein. En esta página, La joven de la perla, de Jan Vermeer (1665) y Demi Moore, por Annie Leibovitz, en Vanity Fair (1991).

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