Navidad, ¿dulce? Navidad
Se la ama o se la odia, pero no suele dejar indiferente a nadie. Tampoco a nuestro equipo. ¿Una época de felicidad o un factor de estrés añadido? La polémica está servida.
SÍPALOMA ABAD En muchos sentidos, la Navidad me da un poco igual. Es cierto que disfruto de reunirme con mi familia alrededor de una mesa, desempolvar la vajilla de la tatarabuela, hacer intercambio de regalos y saciar la gula con delicias caseras. Sin embargo, cuando uno vive lejos de los suyos, es algo que procura hacer siempre que regresa de visita, independientemente de las fechas. ¿Me he equivocado, entonces, tratando de defender esta fiesta? Para nada. Porque para mí, diciembre poco tiene que ver con interminables comilonas, prisas por llegar a todas las citas o tensiones para adquirir un buen puñado de regalos. Para mí es sinónimo de frenesí decorativo. Una fiesta para las retinas de mis ojos. La explosión cromática definitiva.
Ya de pequeña, uno de mis días favoritos del año era aquel en que mi madre tenía a bien bajar toda la decoración del trastero y acicalaba el árbol con bolas (algunas tan antiguas que su colocación fomentaba cualquier anécdota que yo escuchaba embobada), campanillas, espumillón y kilómetros de cabello de ángel. Qué me dicen de las luces, ora blancas, ora de colores, que lo acompañan, ¿no son absolutamente hipnotizantes? Pues es la única época del año en que este exceso estético no solo está permitido: es bienvenido. Déjense de consumismo y mercadotecnia, un gesto tan ínfimo y gratuito como colocar una bola en el árbol puede dar pie a recuerdos más íntimos, felices e imperecederos. En eso creo, y pienso, cada vez que veo un árbol de Navidad
NOCARMEN LANCHARES Aun a riesgo de ser tachada como una suerte de Mr. Scrooge, confieso que comparto con ese sujeto rancio y amargado creado por Charles Dickens un odio visceral por la Navidad. La detesto. Sin medias tintas. Sin embargo, a diferencia del personaje literario, no tengo ningún motivo ni desventura que pueda estar en el origen de tamaña aversión. De hecho, en mis recuerdos de infancia siempre emerge como una época especialmente feliz y entrañable, en la que a las celebraciones y diversiones propias de las fechas se sumaba toda una fanfarria de amigos y familiares reunidos para festejar mi cumpleaños, con más regalos todavía. Es decir, nada que objetar a esas vivencias infantiles. Sin entrar en consideraciones religiosas –no es el tema–, confieso que la música machacona (y las letras pueriles) de los villancicos que suenan en bucle a modo de mantra allá donde uno va es capaz de sacarme de mis casillas. No obstante, eso es solo la gota que colma un vaso ya rebosante de animadversión, generada principalmente por esa sensación, creo que bastante generalizada, de no llegar a todo. Afrontar la búsqueda y captura del regalo perfecto, pero sin tiempo ni espacio para reflexionar la conveniencia de la compra es uno de los rituales que me provoca mayor desasosiego. Una situación que la socióloga Martyne Perrot, refleja en su libro Le cadeau de Noel, histoire d’une invention (El regalo de Navidad, historia de una invención): «La presión comercial y social que pesa sobre cada uno de nosotros en estas fechas es enorme». Y es que si enfrentarse a las hordas humanas que invaden las calles resulta desquiciante; estar alegre, porque hay que estarlo, celebrar porque toca y agendar días de felicidad, paz y amor es uno de esos platos del festín que cada vez me resulta más difícil digerir