Vienen tiempos oscuros, del gótico al ‘grunge’.
La moda se deja seducir por el sentimiento trágico de la vida en una temporada que quiere dar respuesta, ideológica y emocional, a la actual oleada de pesimismo y resignación ante la idea de que ya no hay futuro. Del nuevo existencialismo gótico al rebrote del nihilismo ‘grunge’, he aquí una narración indumentaria de siniestro romanticismo y rebeldía generacional sin causa, en la que la angustia no quita lo ‘cool’.
Desespera y muere!». Como los espectros acuciando a Ricardo III en el campo de batalla, la moda también sale a escena susurrando perturbadora este otoño/invierno. Su mensaje espolea una tragedia de proporciones shakesperianas en la que el ‘ser o no ser’ ya no es la cuestión porque, total, para qué. Con la que está cayendo. Se escuchó atronador en el desfile de Prada: «Bueno, nada importa. La vida es muy, muy extraña ahora mismo». El verso pertenece a Existential Nihilism, ominosa tonada de Qual (proyecto en solitario del músico británico William Maybelline, al que los fans de la electrónica gélida e industrial situarán mejor en el dúo Lebanon Hanover) que sirvió de banda sonora, junto a la sintonía de Historias de la cripta o una inquietante versión al violín del Bad Romance de Lady Gaga, a una colección de película de terror. «Hay miedo por todas partes. Peligro y miedo», alertaba su diseñadora en rueda de prensa tras la presentación. Y, en plan susto o muerte, Miuccia Prada continuaba: «Esos partidos políticos malvados que han llevado Europa a una situación de vileza, los enormes contrastes [entre ricos y pobres] que no paran de aumentar... En cualquier otro siglo, ya habría estallado la guerra. Eso es lo que de verdad temo».
La situación, por supuesto, no es nueva. De hecho, hace ahora justo un año estábamos igual de angustiados, a vueltas con todo tipo de profecías apocalípticas a desentrañar entre una serie de propuestas para vestir el fin de los días. Claro que entonces la consigna era protección, seguridad, ponerse a cubierto, pero con prendas de silueta rotunda como armadura, el confort y la calidez a modo de escudo. Una primavera y un verano después, hemos pasado de ponderar cierta estética de la supervivencia -con todo el optimismo que pueda inferirse de ella- a abrazar de nuevo el viejo eslogan punk del no hay futuro. El invierno del descontento ya está entre nosotros y ni el prolongado sol del calentamiento global parece que va a poder caldearlo. «Incluso aquellos con un cómodo colchón financiero son conscientes de lo inevitable: los trabajos cada vez más precarios, el endeudamiento, el cambio climático, la guerra de terror, la amenaza eterna de crisis...», esgrime la editora estadounidense Natalia Borecka. «Los millennials no pueden permitirse el lujo de ser optimistas, un privilegio de aquella generación del baby boom. Ya no tenemos certeza de nada y, a medida que asimilamos este hecho, muchos nos vamos resignando cada vez más», continúa la también fotógrafa y fundadora de Lone Wolf, que remata: «Es un sentimiento nihilista que nace de manera natural. Y se aprecia como algo cool».
Antes de llevarnos las manos a la cabeza ante la posibilidad de hacer del desapego/ desafecto existencial una tendencia guay de temporada, conviene recordar que la noche oscura del alma y el romanticismo siniestro siempre han sabido cómo tocarnos la fibra. «El nihilismo es el credo básico del cool. Porque consigue que parezcas interesante, misterioso, sexy», sostiene el filósofo británico Simon Critchley, profesor de la New School for Social Research de Nueva York, que remite al clásico del realismo literario ruso Padres e hijos (1862), de Iván Turguenev, como fuente de esa rebeldía sin causa que ha calado en la cultura popular, del dadaísmo al grunge. «La idea de repudiarlo todo, hasta la propia existencia, viene de ahí, de la necesidad de decir no a las generaciones anteriores», explica, antes de poner el dedo en la llaga: «La visión del adolescente en su habitación, enfadado con el mundo -sus progenitores, sus mayoresy atormentado porque no le encuentra sentido alguno a la vida, resulta romántica, pero no es más que una pose, una expresión de lo malote que soy encarando la muerte, la nada, vistiendo una camiseta con algún eslogan chungo. Por eso es tan pop». Reflejo de su tiempo -lo hemos repetido mil veces-, pero también del inconsciente colectivo de la sociedad, que la moda pulse la tecla del desasosiego de tanto en tanto tampoco es
entonces extraño. Nihilismo, ya había titulado explícitamente Alexander McQueen su colección de primavera/verano 1994, aquella de las vestiduras rasgadas, la carne expuesta y las salpicaduras sanguinolentas que contaba un genuino bad romance. Claro que si ha habido alguien en la industria que supiera de la angustia de vivir, era él.
Los actuales susurros nihilistas de marcas y diseñadores pueden entenderse, por otro lado, como la respuesta indumentaria al cambio en el lenguaje institucional a propósito de las muchas crisis que sacuden hoy el planeta. «Las autoridades han pasado de utilizar una terminología que refería prevención y protección a dar rienda suelta al discurso de la aceptación. Resignados, hemos asumido lo inevitable: que ya no hay vuelta atrás en cuestiones climáticas o humanitarias, y la sensación de fracaso épico nos aboca a la nada», expone el escritor estadounidense Eugene Thacker, eminencia en materia de pesimismo y autor de In The Dust of This Planet (Zero Books, 2011), el ensayo que recoge el nuevo terror existencial y ha dado alas al hype nihilista, de True Detective (Nic Pizzolatto, creador de la serie, lo cita como influencia en la construcción del personaje de Matthew McConaughey en la primera temporada) a las últimas poses de Jay-Z armado hasta los dientes (June Ambrose, estilista de cabecera del rapero, así lo reconoce). Abandonarse a los vestidos de cóctel de corte decadente, la recia sastrería amalgamada con retazos de viejo glamour, los abrigos y botas militares desdeñados con encaje negro, las superposiciones inverosímiles y las flores del mal que crecen en los estampados o brotan en plan ornamentos 3D de una propuesta como la de Prada tiene, pues, todo el sentido. En espacial cuando la musa del nihilismo púber Miércoles Addams es su mesías y el incomprendido monstruo de Frankenstein, su profeta.Para el caso, la oleada siniestra que recorre no pocas colecciones esta temporada no se limita a pespuntear el romance gótico-existencialista de manual. Los motivos florales aparecen recurrentes, pero oscurísimos, símbolos de una vida vegetal que se corrompe (las rosas gigantes hiperrealistas de Alexander McQueen semejan pétreas) o se percibe amenazante (las ideadas en Valentino por Pierpaolo Piccioli junto a Jun Takahashi, creador de Undercover, exhiben incluso sus espinas). El cuero negro resurge distópico, mejor en abrigos y gabardinas que barren el suelo, como relectura de Matrix y no solo a tiempo para celebrar el 20º aniversario del filme de las hermanas Wachowski (¿qué puede abocar más al nihilismo que descubrir que la realidad en la que creemos vivir no es tal? Que se lo pregunten a Alexander Wang). Las prendas ensambladas, híbridas, y el apilar volúmenes son un recordatorio de que todo vale y nada importa (de Sacai podría esperarse; de Chloé, ni en una pesadilla). Los materiales de desecho devienen adorno (véase Marine Serre, rendida ya al invierno nuclear). Hasta la deconstrucción -le destroy, que dicen los franceses- vuelve a campar fantasmagórica a sus anchas, señalando las imperfecciones físicas, pero también culturales, que desmontan el mito de la belleza trascendental (la interpretación de Alessandro Michele en Gucci este otoño/invierno no tiene pérdida).
«Nuestra forma de vida actual, donde todo es online y pasa por Instagram, no parece la correcta. Por eso hay esta necesidad de un poco de imperfección», musita Donatella Versace. Con música de Nirvana, el suyo es el otro desfile que marca el tono nietzschiano de la temporada: aun tamizada por el inevitable filtro sexy y body-con de la casa, he aquí una oda al grunge que no se la salta ni Courtney Love. La creadora, eso sí, salva inteligente el cliché al subir el tono de sus jerséis de cachemir agujereados, sus faldas de tweed colegial combinadas con camisetas o tops lenceros y sus medias/panties con colores ácidos, casi neón. Por descontado, se trata de grunge de Miami Beach, no de Seattle; de desaliño de boutique de lujo, no de tienda de segunda mano.
Pero con tamaña glamourización del nihilismo indumentario -a diferencia de los rabiosos punks, que sí hicieron de su estilo declaración de principios/intenciones, los estilismos de los agobiados cachorros de la Generación X solo querían dar a entender que, como la vida, lo que te pudieras echar encima tampoco importa-, Donatella da cancha a la segunda lectura del fatalismo existencial: lo bueno de concluir que nada tiene sentido es que siempre habrá oportunidad de re-evaluar los viejos valores (a destruir) y darles el significado intrínseco que nos convenga.
«La tensión entre la sensibilidad humana y las asperezas y peligros de la vida es, en el fondo, un concepto muy romántico», admite Miuccia Prada, que explica su colección como la anatomía, «ideológica y emocional», del descontento de aquellos jóvenes -y no tantoque quieren apearse de un mundo que no entienden, y que tampoco les entiende. «A la moda se le demanda más que nunca que aborde este tipo de cuestiones. De esta manera, puede ser muy relevante. Pero la aproximación social y política en un sector dedicado a producir objetos para el placer resulta complicada. Te van a llover las críticas», concluye la diseñadora. Conciencia y hedonismo, he ahí un idilio chungo de verdad