PETER, PENÉLOPE, ROSALÍA
Tenía esta carta ya casi terminada, cuando Óscar Germade, director de arte de Vogue, entró en mi despacho con el móvil en la mano y una mueca de incredulidad. «¿Ha muerto Peter Lindbergh...?», dijo con una indefinible mezcla de afirmación y pregunta. Lo anunciaba su cuenta oficial de Instagram y, tan poco acostumbrados a ello, al principio muchos editores de Vogue buscábamos la confirmación por otra fuente. Por todas partes, aparecía gente que había hablado con él recientemente –el día anterior, hacía una semana...– y que parecía ponerlo en duda.
No podía ser cierto, era lo que en realidad queríamos decir. Nos sentíamos demasiado huérfanos como para aceptarlo como una noticia más. Esto era otra cosa. Peter Lindbergh empezó a fotografiar para Vogue en 1979 y lo hizo hasta el final de sus días. Son 40 años de una relación única que nos ha dejado algunas de las fotografías más emblemáticas de la historia de la moda, llenas de sensibilidad, épica cinematográfica y autenticidad. Fue un gran maestro de la fotografía, como ha dicho ya cualquier texto sobre él tras su muerte, pero su enorme generosidad le hizo ser también muy prolífico y nunca perdió la curiosidad y el apetito por retratar. Es decir, que éramos muchos los que no solo atesorábamos recuerdos gloriosos de su pasado sino que también aspirábamos a seguir trabajando con él durante mucho tiempo.
Son cuatro las portadas de Vogue España que han llevado la firma de Peter Lindbergh. Dos de ellas, este año. No es un privilegio que tome a la ligera. Hemos tenido la suerte de poder disfrutar mucho de él en los últimos meses y nos ha regalado días de trabajo para el recuerdo y el retrato portentoso de dos españolas globales. Penélope y Rosalía –ninguna necesita apellido ya– quedarán para la historia en sendas portadas que dibujan un relato de una escalofriante simetría narrativa en el año de su muerte. Por algún motivo que desconozco, pero que me emociona, las fotografías de ambas están entre las últimas que compartió desde su cuenta de Twitter.
En este número hemos abierto un hueco, a contrarreloj, para rendirle homenaje con algunas de esas instantáneas que todo entusiasta de la moda tiene grabadas en su memoria hasta el punto de que parecen haber existido siempre. De tan brillantes, hoy nos parecen evidentes. Pero fueron el fruto de una mirada única, imitada hasta la saciedad pero acaso nunca igualada. Muchos intentaron ser Peter Lindbergh, pero él siguió demostrando hasta el último disparo que su visión no era replicable. Porque se trataba de una extensión genuina de su propio carácter y de su forma de entender la vida: divertida, apasionada, intensa y romántica.
La maestría en el uso del blanco y negro de Peter Lindbergh, y la tristeza por su adiós, se cuelan en un número que ya de por sí tenía un carácter bastante oscuro. El hilo conductor es una recuperación del sentido de la tragedia adolescente que se ha convertido en una de las principales noticias de esta temporada. Como bien explica Rafa Rodríguez en su análisis The New Black no hay que ser un lince para entender por qué la desazón contracultural se apodera de las pasarelas en un tiempo tan lleno de incertidumbres que nos devuelve a la desorientación y el miedo que nos acechan en el tramo final hacia la edad adulta. Pero lo interesante, al menos en lo creativo, es que esa recuperación del grunge, del punk y el gótico se hace desde el romanticismo y hasta la idealización. Es un paseo que busca la belleza, y no la sordidez, que reside en ese lado oscuro. Una defensa de la imperfección ante la que Peter Lindbergh seguramente sonreiría. Porque, aunque su mirada fuera siempre enaltecedora, él consideraba que su misión era liberar a las mujeres del terror de la juventud y la belleza. Ahora es nuestra responsabilidad continuar con esa tarea. Pero cuánto te echaremos de menos, Peter, al hacerlo sin ti
EUGENIA de la TORRIENTE