Lorenzo Castillo viste de Navidad su refugio campestre.
Alejado de la frenética rutina urbana, LORENZO CASTILLO ha encontrado en el valle del Lozoya la vía de escape perfecta. En una finca campestre rodeada de naturaleza, que en este reportaje ha vestido de Navidad para ‘Vogue’, establece el punto de encuentro ideal donde recibir a familia y amigos.
Apoyado sobre la recia fachada de piedra que da acceso a su nueva finca, a escasos kilómetros del municipio madrileño de Rascafría, Lorenzo Castillo se dispone a ejercer de anfitrión. «Bienvenidos a Las Cumbres», exclama con una sonrisa de orgullo mientras empuja el portón de madera que da acceso al edificio principal y a lo que él considera su «refugio»: el proyecto más especial y personal de interiorismo que ha llevado a cabo hasta la fecha. Tras dos años de remodelaciones, obras y trabajos de decoración, por fin todo está preparado para poder hacer las presentaciones oficiales.
Enclavada en una ladera del valle de Lozoya con vistas al embalse de Pinilla y al final de una serpenteante carretera de tierra que garantiza la apreciada intimidad, un bosque de pinos, robles y acacias sirve de muralla natural entre las que se intuyen, desperdigadas por el terreno, las siete edificaciones que componen el conjunto arquitectónico de la finca. «No es el típico chalet de la sierra que cualquiera podría imaginar. Eso fue lo que más me llamó la atención en cuanto la vi. Se trata de un antiguo apeadero de caza construido en los años veinte. El primer propietario quería viviendas independientes para el servicio y por eso edificó diferentes estructuras para el chófer, la cocinera, un pabellón de caza...», explica Castillo. Una peculiaridad que le ha permitido abordar el diseño de cada una de ellas con una función y un carácter autónomo: la cocina, que se une a una galería principal con un gran salón a modo de cabaña alpina a través de un invernadero donde disfrutar de luz natural; una casa de invitados; una cabaña, donde ha instalado sus estancias privadas; e, incluso, una capilla. Poder dedicarse a una casa propia, al margen de los proyectos de interiorismo que ocupan su actividad laboral le ha servido como vía de escape impagable a Castillo. «De la misma forma que otra gente dedica su tiempo de ocio a ir al cine o a conciertos, mi divertimento favorito es diseñar mis casas propias», reconoce. «Mi empresa es un negocio familiar en el que trabajan conmigo mis hermanos Clara y Santiago, además de mi socio (y pareja) Alfonso Fernández Reyero. Estamos juntos en todo. Y eso es lo que tienen en común todas nuestras casas, que son familiares, en ellas cada uno tiene su espacio porque están pensadas para disfrutarlas y vivirlas juntos».
Precisamente la Navidad es la época perfecta que propicia estas reuniones que tanto le gusta organizar. «Es el sitio perfecto donde celebrarlas. El paisaje nevado, reunirnos en torno a una mesa, decorar el árbol con las bolas de porcelana china pintadas a mano por mi hermano, poner el nacimiento... Soy muy respetuoso con el sentido tradicional de la Navidad y no me gusta que se pierda. Por eso sigo utilizando las figuras de barro del belén que se ponían en casa de mi abuela y que heredé de ella. Eso sí, en mi casa celebramos los Reyes Magos, nada de Papá Noel», añade.
La agenda del interiorista, responsable de la imagen del hotel madrileño Santo Mauro, las tiendas de Loewe o el restaurante Hispania en Londres, entre otros, le obliga a viajar por el mundo de manera permanente ya que el 90 % de sus obras están fuera de España. Hasta que esta casa despertó en él una bús
queda de la tranquilidad que había permanecido latente. «Tuve un ataque de lograr la calma, de recalar en una especie de oasis en el que aislarme, un enclave de montaña en el que no tuviera vecinos y donde reinara el silencio. Aunque la idea de bajar el ritmo es imposible, desde que terminamos la obra, paso aquí todos los fines de semana. Hace tres días llegué de la República Dominicana y pasado mañana me voy a Hong Kong, pero necesitaba hacer una escala aquí. Se ha convertido en un destino innegociable donde resetear. De lunes a viernes no me importa estar a miles de kilómetros, pero los sábados y los domingos son sagrados», explica.
Esa pasión con la que habla de la casa se hace palpable en cada uno de los rincones de las habitaciones, en las que nada queda al azar, aunque se traten de exuberantes despliegues de texturas, colores y épocas artísticas dispares, como un sillón Regencia tapizado con mohair frente a una cómoda siria de hueso y sándalo sobre la que se apoya un grabado mitológico francés del siglo XVII. Lo que para muchos suena a una proeza estética rayana en lo extravagante, para él es la gramática básica con la que ha construido su lenguaje propio como interiorista, uno en el que cada pieza, por heterogénea que sea su procedencia, siempre parece conectar en un gran puzle donde el salto del papel a la realidad asombra por su belleza. «No es lo mismo decorar una casa en el centro de Madrid que en Asturias, en Menorca o en la montaña. Para esta quise un aire muy acogedor, que cuando me sentara en el sofá o me tumbara en la cama a leer pensara que no quería levantarme nunca más de ahí». La sensación de emotividad que flota en el ambiente ha despertado además una faceta nueva de su trabajo con la que no estaba familiarizado: «Por supuesto que la carga estética es primordial, pero cuanto más he ido profundizando, más he sentido el valor humano y espiritual que tiene esta casa».
Todo por huir de la impostura y de la incomodidad. Porque, a Castillo, pocas cosas le producen más aversión que lo artificial, empezando por el plástico, un material vetado en cualquiera de sus derivados y acepciones y terminando por las piezas impersonales, que no reflejen la personalidad de su propietario. «Tiene que haber una armonía perfecta entre el continente y el contenido. Si falla uno, falla el otro». De ahí que le guste comparar su trabajo con el de un maestro costurero: «Es como Elio Berhanyer haciéndote un traje a medida, depende de las de cada uno y, para cada persona será diferente. La personalidad, el estilo de vida, los gustos, las aficiones... es lo que hacen un hogar. Lo contrario es pedantería. En decoración, no hay nada peor que la cursilería, la pretensión y la falta de autenticidad», sentencia. En su favor hablan los cientos de libros que se acumulan apilados a los pies de la cama, desde volúmenes sobre el mobiliario neoclásico escandinavo hasta compendios de ilustraciones realizadas por Fred de Cabrol o la biografía de Andrée Putman; los cuadros de Rafael Canogar o Ismael González de la Serna que compiten en las paredes con ménsulas de madera del siglo XVII encontradas en anticuarios de París o una alacena italiana comprada en Lucca, Italia. «Ninguna guarda relación estética entre sí, pero juntas cuentan la historia de mi vida», concluye