VOGUE (Spain)

REVOLUCIÓN

Piezas que contribuye­ron a transforma­r la historia.

- NURIA LUIS

Aveces, una revolución puede medirse en centímetro­s: los que llevaron a cuestionar la decenwcia que marcaba el bajo por encima de la rodilla. Las minis irrumpiero­n en al armario con la impacienci­a propia de la edad de sus portadoras. «El liderazgo de la moda ha sido usurpado por los jóvenes», anunciaba The New York Times en 1964, aludiendo al movimiento juvenil bautizado como Youthquake en enero del año siguiente. André Courrèges había incluido bajos de 5 centímetro­s por encima de la rodilla en 1964, que llegaron a los 10 la temporada posterior. Pero ni Courrèges ni su otra creadora oficial, Mary Quant, inventaron la minifalda. Según ella, «fueron las chicas en la calle las que lo hicieron». «¿Cuánto más van a subir?», se preguntaba la revista Life, cuando ya alcanzaban la altura del muslo. La minifalda abrió debate, y sirvió para hablar de la diferencia generacion­al y el futuro de la moda. Pero, sobre todo, fue un símbolo de rebelión: contra el sistema, contra la mojigaterí­a, en favor de la revolución sexual y social. A finales de los 60, diseñadore­s como Chester Weinberg ya triunfaban con minifaldas pensadas para mujeres más maduras. El cambio era imparable.

Los 60 implicaron la misma insurrecci­ón juvenil que trajeron los años 20: un incipiente consumo de masas con la juventud en el epicentro. En la Belle Époque la madurez era el ideal de belleza; en esta década «las mujeres se volvieron más y más jóvenes, como si la moda hubiese decidido revertir el tiempo», escribía Cecil Beaton. Otra revolución sexual se trasladó a la pista de baile, con jóvenes flappers exhibiendo su cuerpo de una forma impensable para sus madres. El vestido de noche, de bajo más corto, escotes más profundos y cuajado de cuentas y lentejuela­s, estaba hecho para destacar a ritmo de jazz y charlestón.

El final de la Segunda Guerra Mundial trajo consigo generacion­es de chavales que quisieron desmarcars­e de sus padres y reforzar su identidad. El rebelde sin causa de James Dean era el epítome de esa anhelada insumisión. Su look, el mejor ejemplo: camiseta blanca y pantalones vaqueros, que se convirtier­on en el símbolo de tribus urbanas como los rockers. De la apatía estética de otra subcultura ligada a la música grunge surgiría la camisa de cuadros, ese básico que los chicos compraban en tiendas vintage. Sustituyen­do la franela por la seda, Marc Jacobs la convirtió en objeto de lujo con Perry Ellis.

De hecho, la relación moda, juventud y música es un fenómeno en sí mismo: en Estados Unidos, el hiphop se convirtió en el lema de una comunidad, la afroameric­ana, para la que la ropa siempre ha jugado un papel primordial. Se podía distinguir a alguien por lo que vestía. En el barrio de Harlem, chándal y zapatillas a juego. En el Bronx, una mezcla entre Harlem y

Brooklyn. «Lo que usamos en el escenario es lo que llevan todos los jóvenes, todos nuestros seguidores» recogía el grupo Run DMC, vistiendo de chándal y zapatillas, en el documental Fresh Dressed (2015). Ellos dedicaron una canción a sus Adidas mucho antes de que el normcore se apropiase de ellas: la cultura de este calzado surgió en las calles, y sus progenitor­es «eran predominan­temente niños negros que crecieron en una época de depresión económica» explicaba el catálogo de la exposición Out of the Box: the Rise of Sneaker Culture.

Otras generacion­es hicieron del conservadu­rismo su estandarte. Fue el caso de los jóvenes que sucedieron al terror de Robespierr­e durante la Revolución Francesa. El estilo sans-culotte fue sustituido intenciona­damente por el prerrevolu­cionario y decadente de la ‘juventud dorada’: ellos, los Incroyable­s, llevaban atuendos recargados y de colores chillones; ellas, las Merveilleu­ses, lucieron vestidos blancos y ligeros que contribuye­ron a la vestimenta de aire neoclásico a finales de siglo XVIII. En Italia, el consumismo exacerbado de 1980 llevó a los niños bien a la logomanía como símbolo de estatus. Con los paninari, los abrigos de plumas de Moncler de vivos colores dieron el salto de las pistas de esquí a la calle. Hasta Remo Ruffini, CEO de la marca, fue un antiguo paninaro. «El mío era azul», recordaba en una entrevista. «Llevarlo era toda una declaració­n de intencione­s»

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