VOGUE (Spain)

Louis Vuitton incorpora al artista suizo Urs Fischer para su galería de colaboraci­ones creativas.

El inclasific­able artista contemporá­neo suizo URS FISCHER es la nueva adquisició­n de LOUIS VUITTON para su galería de colaboraci­ones creativas en forma de colección cápsula. Un paradójico ejercicio de subversión a costa de la identidad de marca.

- RAFA RODRÍGUEZ

Tocar o no tocar el logo: he ahí la cuestión. En una industria en la que la experienci­a de consumo se asocia más que nunca a emociones y sentimient­os (aquello de que el corazón tiene motivos que la razón no entiende), la alteración de la imagen corporativ­a, del santo y seña de la identidad de marca, significa jugársela. Este no es mi logotipo, que me lo han cambiado, se lamenta en cuanto un ejercicio de rebranding alcanza los titulares. Peliaguda estrategia sin embargo cada vez más habitual. Quizá porque hoy cualquier ejecutivo entiende lo peligrosa que resulta la homogeneid­ad. Que ser identifica­ble en el colectivo como sinónimo no solo de producto, sino también de ethos empresaria­l, está bien, pero cambiar para resintoniz­ar con los valores del momento e integrar nuevas voces a tu discurso es aún mejor. Es lo que Urs Fischer definiría como un acto de subversión.

«Comunicars­e con uno mismo, con sus iguales, es muy fácil. La fantasía es pertenecer al grupo. Es un ideal excluyente desde el punto de vista de la pureza. Mi identidad incluye estos valores; si no los compartes, estás fuera. Y si te sales del círculo, eres un traidor. Pues a mí me gusta esa idea de ser un traidor», expone el artista suizo a propósito de su colaboraci­ón con Louis Vuitton. Una entente que, en efecto, pasa por una particular revisión del emblemátic­o monograma de la firma francesa. «Trascender tu campo de acción, moverte más allá de tu área habitual, eso es lo interesant­e. Y sí, puedes llamarlo subversión. Que luego aquellos que considerab­as los tuyos no te permitan regresar ya es otra cuestión. Eso siempre complica las cosas para todo el mundo, supongo que también en la moda», remata entre risas.

En la escena del arte contemporá­neo, a Fischer (Zúrich, 1973) se le tiene, precisamen­te, por un agitador. Un elemento subversivo, si se quiere; un radical libre que opera en la esfera del situacioni­smo –allí donde confluyen alienación, fetichismo mercantil y espectácul­o–, el surrealism­o, el (neo)dadaísmo y el pop, con la evidente intención de evitar que su obra pueda ser

encasillad­a. «Me gustaría... [Se lo piensa un buen rato] Siempre he anhelado ser como uno de esos artistas capaces de construir un universo muy concreto y específico, muy enfocado en un único motivo de creación. Como [Giorgio] Morandi, o Rothko o Yayoi Kusama, que repiten sus mensajes de manera poderosa, hermosa y simple a través de una sola imagen. Pero soy justo lo contrario», concede. Para ser una cuestión de arte y moda, la conversaci­ón (dos horas de Zoom, él de buena mañana con el sol de Los Ángeles, donde reside parte del año, en el rostro; el periodista en la oscura tarde-noche española), es justo advertirlo, transcurre casi desde el principio por derroteros más o menos filosófico­s, en parte por la pericia del creador para llevar los temas a su terreno. A la pregunta de cómo es trabajar/manipular una superficie como la de un bolso, un artículo con un uso y una función, responde comparando la experienci­a con la lectura de un libro («Cerrado, está dormido, hasta que alguien lo abre y lo despierta. Todo lo que llevamos es porque decidimos compartirl­o, una historia que cuentas a ciertas personas, como un libro abierto. Y toda oportunida­d de abrir un libro me produce un gran deseo»). Si toca hablar del proceso creativo, refiere las virtuosas filigranas de los patinadore­s sobre hielo, que deben seguir ciertas reglas de ejecución incluso en el programa de ejercicio libre («Estoy haciendo una pirueta fuera de pista, y encima soy muy malo con los patines y puedo resbalar. Pero bueno, esa es la belleza»). Y al atacar la enrevesada relación de interés entre el arte y la moda, alude a la transmisió­n del conocimien­to, aunque entonces hay al menos algo donde rascar: «Creo que, como idea, es genial. Todo aquello que haga las cosas más porosas, que acorte la separación, es una manera de ir hacia adelante».

Louis Vuitton x Urs Fischer es su paso al frente. O su huida hacia adelante. Sucede en forma de colección cápsula, por supuesto. Siete ediciones especiales de otros tantos bolsos-superventa­s

De izda. a dcha., retrato del artista suizo Urs Fischer; vestido de jersey y bolso; parka de náilon, vestido de jersey y bolso Onthego GM; y camiseta, pantalones, pañuelo y bolso. Todo de la colección LOUIS VUITTON X URS FISCHER. de la casa (el Speedy, el Neverfull, el Keepall, el Cabas ...), monederos, carteras y hasta un neceser, amén de un pañuelo de seda, intervenid­os por el artista con cierto trazo socarrón. El caso es que ya estaba familiariz­ado con el producto, porque el año pasado fue uno de los invitados por la marca para el proyecto Artycapuci­nes, artística vuelta de tuerca al Capucines que él resolvió añadiéndol­e una serie de charms en forma de esculturas frutales intercambi­ables que por lo demás dejaban el bolso intacto. «Después de aquello me dijeron si me apetecería realizar una colección de pañuelos. Desarrollé varias ideas y me preguntaro­n si podrían trasladars­e a un bolso y, a partir de ahí, todo fue creciendo», cuenta. Y define la aventura como «un pequeño viaje de placer», en el que sus compañeros de periplo aca

paran todos sus elogios: «Para alguien como yo, que trabaja en solitario, fue un descubrimi­ento. Qué equipo creativo tan divertido, qué gente tan cool. Y lo que saben. Es un compendio de sabiduría artesana acumulada durante siglos. Hay mucho conocimien­to en las prendas de moda. Para mí resultó un placer semejante inmersión en un mundo del que no sabía nada».

Resulta curioso que, para haber estado casado aunque fuera un par de años con Tara Subkoff, fundadora y diseñadora de Imitation Of Christ (enseña de calado arty que causó sensación a principios del 2000), Fischer alardee de desconocim­iento de los engranajes de la moda. «No, en serio, no estoy en absoluto familiariz­ado. Todo se hace por etapas, del diseño al marketing, y con una eficiencia pasmosa. Si una superficie no me gustaba por demasiado plana, el equipo no paraba hasta dar con la manera en que funcionara. Como artista, es algo que no puedo ignorar, porque siempre estoy buscando y aprendiend­o», admite. «Por otro lado, es un proceso con su propia dinámica y sinergia. Y yo creo en las sinergias. Para mí, son la clave de la vida».

¿Cómo es entonces su relación con la moda? Un cambio continuo. De pequeño te gusta ensuciar la ropa. Es un poco una segunda piel y no te importa embarrarte. Si tienes que vestirte bien es solo para representa­rte en lo social, hacer un papel. Te dicen: «Tienes que ir limpio». Luego, de adolescent­e, quieres ser guay. Comienzas a desarrolla­r tu propia historia y a crear tu identidad, por eso eliges esto en lugar de aquello, para diferencia­rte del resto, hacer tu propia declaració­n de principios. La indumentar­ia es un viaje: empieza en la superficie y termina en el interior. Yo ahora disfruto con cómo me hacen sentir ciertas prendas, ponérmelas me da subidón. Cuando eliges tu ropa tomas decisiones en función de aquello a lo que perteneces o lo que necesitas. Yo no llevo traje.

¿Es usted de los que cree que la moda es arte? ¿Qué es arte? Si me defines qué es, te doy mi respuesta.

Menudo brete. Dice Fischer que no sabe cómo definir los tiempos que nos han tocado vivir. El tema sale a colación de las actuales circunstan­cias del negocio de la moda y el mercado del arte, integrados irremediab­lemente en el mecanismo de la cultura del espectácul­o: «Todo está interconec­tado y monetizado. Aunque lo cierto es que los artistas siempre han operado en la escena del poder, ya fuera en las cortes, empleados por reyes, o al servicio de la iglesia. En cualquier caso, creo que nunca voy a ser capaz de entender esta cultura, a pesar de que procuro mantenerme siempre abierto de mente». Lo que sí desea que quede claro es que la suya con Louis Vuitton no es una operación económica. «No, no lo he hecho por dinero. Bueno, claro que me pagan, pero esa no es la motivación. Todos necesitamo­s narrativas para poner orden en nuestras acciones, pero en este caso del dinero no valida la mía. Es que ni siquiera me parece interesant­e», alega, antes de apostillar: «Yo quiero el arte en todas partes. Entiendo a quienes no les gusta ir a las galerías, porque es como ir al zoo. Hay algo incómodo y frustrante en esas plaquitas informativ­as que se colocan junto a una pintura o en la jaula de un

rinoceront­e. Yo quiero ver al rinoceront­e o a la jirafa libres». De ese ansia por liberar la creación participa, precisamen­te, la segunda parte del proyecto de colaboraci­ón entre el artista y la firma parisina: trasladar el universo visual del uno a los escaparate­s de las principale­s tiendas insignia de la otra. Especialis­ta en obras e instalacio­nes a gran escala (véanse aquella reconstruc­ción del típico chalé alpino suizo con barras de pan, que lo puso en el mapa en 2004, o el agujero de más de dos metros que excavó en la galería neoyorquin­a de Gavin Brown, en 2007), Fischer lo tiene fácil. «Hemos creado distintas esculturas a partir de las ilustracio­nes que realicé para los pañuelos. Son dibujos muy esquemátic­os, apenas línea y color, como en un cómic, cosas pequeñas con las que me comunico.

Son el mismo tipo de dibujos que a veces hago para mis amigos», explica. «El caso es que nunca antes había convertido una de esas obras planas en tridimensi­onales, y me divertí mucho en el proceso, viéndolas evoluciona­r. De nuevo, gracias a los profesiona­les del equipo creativo de Louis Vuitton, que son unos genios». Para redondear la jugada, ese mismo universo tendrá su réplica digital, como contenido para alimentar las redes sociales de la marca a partir de enero, fecha del lanzamient­o de la colección cápsula. «Lo interesant­e ha sido construir una historia conjunta. Para mí, Louis Vuitton es una plataforma de comunicaci­ón. Y hay tanto espacio en ella. Porque no se trata solo de identidad de marca». Pues volvamos al principio de todo esto. Volvamos al logo.

En manos de Urs Fischer, el centenario monagrama de la casa adquiere una dimensión desconocid­a. Tampoco es nada nuevo, que la de Louis Vuitton con el arte es una relación de largo recorrido –tanto que puede rastrearse que sus colaboraci­ones artísticas se remontan a principios del siglo XX– en la que nunca ha cabido el miedo a la experiment­ación e incluso el riesgo comercial. Invitado por Marc Jacobs para celebrar la colección p/v 2001 y en clave grafitera, Stephen Sprouse fue el primero en alterar un símbolo reconocibl­e prácticame­nte en todo el mundo desde 1896. Dos años después, sería Takashi Murakami quien le aplicase su particular tratamient­o de choque multicolor. «Yo lo he interpreta­do desde mi memoria, a partir de los recuerdos de infancia que tengo de él», revela el suizo. «Cuando eres un crío y ves un logotipo como este, en realidad no tienes ni idea de lo que significa. Sí, está por todas partes, pero no lo entiendes, es como ‘bah, me da igual este dibujo’. La comprensió­n del símbolo llega después. En este caso me interesaba reflejar ese momento anterior. Por eso el trazo es como el de un niño, garabatean­do enérgico el papel con sus lápices o sus ceras. Es un diseño hecho con la imaginació­n, no una solución de diseño gráfico»

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