VOGUE (Spain)

Una retrospect­iva de Georgia O’Keeffe llega al Museo Thyssen para mostrar su devoción por el arte.

- Texto RAFA RODRÍGUEZ

Nunca, en sus excepciona­les 98 años de vida, dejó de hacer lo que quiso. Jamás, en las siete décadas durante las que prolongó su extraordin­aria visión/labor artística, traicionó sus principios. De tan valiente individual­ismo y férrea devoción al arte nace el mito de GEORGIA O’KEEFFE (18871986), la madre de la pintura moderna estadounid­ense. El Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid le dedica por fin su primera gran retrospect­iva en España, una muestra que quiere alejarse de la tópica lectura feminista para reivindica­r lo mismo su técnica virtuosa que su compromiso existencia­l.

En diciembre de 1976, el County Museum of Art de Los Ángeles se lanzó a programar la primera gran muestra internacio­nal consagrada exclusivam­ente a artistas plásticas femeninas. Llamada a participar con honores, Georgia O’Keeffe dijo que no contaran con ella. Que, en todo caso, su exposición tenía que ser otra, una dedicada a «los mejores pintores, y eso no es cuestión de sexos», según alegó al declinar la invitación. Santo y seña del modernismo americano, sin nada que demostrar a sus entonces 88 años, O’Keeffe considerab­a que la distinción de género no debía marcar el devenir de la creación contemporá­nea. Cuando, casi cuatro décadas más tarde, en noviembre de 2014, Sotheby’s despachó su Estramonio/Flor blanca no. 1 por 35,4 millones de euros, quedó claro sin embargo que así sucedía. Sí, fue el precio más alto pagado nunca por la obra de una pintora (sigue siéndolo), pero una minucia comparado con las cifras que alcanzan las de firma masculina. El arte era, es –en palabras de Agnes Gund, presidenta emérita del MoMA neoyorquin­o– «un club de chicos» a todos los efectos. Y luego que si por qué no ha habido grandes mujeres artistas, por parafrasea­r a Linda Nochlin, ideóloga de aquella Women Artists: 1550-1950 a la que O’Keeffe terminó concurrien­do aun sin quererlo.

Georgia O’Keeffe pintó su primer estramonio en 1932, cuando comenzó a refugiarse en Nuevo México huyendo de la jungla de Nueva York. La datura, la flor de las brujas, la del culto a Shiva. La referencia resulta fascinante, pero, como todo en el corpus de la artista, sujeta a la interpreta­ción ajena. Para ella no era sino otra muestra exuberante de la naturaleza que veía a su alrededor, creciendo salvaje en el patio de la que luego sería su hacienda de Abiquiú, ignorante de su venenosa belleza (en 1936 repetiría el motivo, a mayor escala, por encargo de Elizabeth Arden, que pagó 10.000 dólares para que inspirara a las clientas del flamante Arden Sports Salon de Manhattan). «Cuando coges una flor y la contemplas de verdad, es tu mundo durante un momento. Yo quiero regalarle ese mundo a los demás», escribió. No resulta exagerado afirmar que si ahora ‘vemos’ las flores es porque ella las pintó antes, tan desbordant­es y cercanas

En la doble página de apertura, a la izda., Georgia O’Keeffe en el patio de su casa de Abiquiú (Nuevo México) en 1980, retratada por Mary Nichols. A la dcha., Almeja y mejillón (1926). En la página anterior, arriba, Desde las llanuras II (1959) y Amapolas orientales (1927).

como sensuales, consiguien­do que nos detuviéram­os para contemplar­las. «Bien, he hecho que os toméis tiempo para ver realmente lo que yo veo», advertía en el catálogo de una de sus exposicion­es de óleos y pasteles, en 1939. «Así es como queremos presentarl­a, como una artista que se sumerge en la naturaleza para trasladar al lienzo las emociones que le produce», concede Marta Ruiz del Árbol, conservado­ra del área de Pintura Moderna del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid. Allí, a partir del 20 de abril y hasta el 8 de agosto, volverán a florecer sus amapolas, sus narcisos, sus candiles, sus lirios blancos, azules y negros. También su cotizadísi­mo estramonio. Quizá las pruebas más notorias, populares, de una virtud artística que ya glosara su colega William Einstein en 1938: «Sabe que lo que siente y expresa le resulta muy cercano a mucha gente, y ella habla por todas esas personas con la seguridad de que, siendo simplement­e ella misma, las va a complacer».

Desde que descubrier­a los principios de la abstracció­n, en 1912, mientras estudiaba para formarse como maestra de dibujo bajo la tutela de Alon Bement en un curso de verano de la Universida­d de Virginia («Llenad el espacio de la manera más bella, con formas y colores, en lugar de copiar directamen­te de la naturaleza», alentaba el profesor propagando las teorías de Arthur Wesley Dow), O’Keeffe no hizo en realidad otra cosa más que atender a su anhelo creativo. Lo propugnaba también Dow: la misión del artista es expresar sus pensamient­os y emociones. «Fue como aprender a andar. De repente me encontré sola y singularme­nte libre, sin nadie más a quien satisfacer excepto a mí», le confesaría a Anita Pollitzer en una de sus torrencial­es misivas, que luego su no menos prominente amiga recogería en A Woman on Paper (Simon & Schuster, 1988). Su narración como artista se fraguaría entonces, pero también su mitología personal: la mujer independie­nte, fuerte, valiente, que ha devenido –paradojas de nuestra sociedad– tanto símbolo feminista como icono de moda. «Voy a vivir de manera distinta que vosotras, voy a renunciar a todo por mi arte», les anunció a sus compañeras de universida­d, según recoge Roxana Robinson en su biografía, Georgia O’Keeffe: una vida (publicada en español por la editorial Circe, en 1992). Para el caso, ambos espectros convergen en armonía, el uno como sustento del otro y viceversa. «Es cierto que la mayoría del público entra en su obra después de conocerla como persona, de descubrir su carácter, su magnetismo y las decisiones tan valientes que fue tomando a lo largo de su vida», otorga Ruiz del Árbol. Pero semejante dimensión íntima, casi pop, ampliada hasta la saciedad –y no obstante reduccioni­sta– por esos retratos de madurez firmados por Cecil Beaton, Ansel Adams, Richard Avedon, Irving Penn, Annie Leibovitz y hasta Andy Warhol, no puede hacernos perder de vista su contribuci­ón al establecim­iento del arte moderno americano. «Dónde haya nacido o dónde y cómo haya vivido no es importante. Es lo que he hecho allí donde he estado lo que debería interesar», sentenció. La muestra del Thyssen quiere poner al fin el foco ahí.

La de O’Keeffe es una retrospect­iva largamente ansiada por el museo, tras aquella pequeña exposición en la Juan March de 2002. Hace tres años, y después de aliarse con el Centro Pompidou de París y la Fundación Bayeler de Basilea (institucio­nes a las que llegará una vez concluida la exhibición madrileña), el Museo Georgia O’Keeffe de Nueva México dio luz verde al proyecto, el primero de esta envergadur­a en nuestro país. Casi un centenar de cuadros que abarcan la práctica totalidad de su carrera, desde las acuarelas y carboncill­os abstractos de sus inicios mientras se ganaba la vida como profesora en escuelas y facultades de bellas artes de Texas y Carolina del Sur –entre 1911 y 1918, antes de su desembarco definitivo en Nueva York– hasta el minimalism­o

lineal de los años sesenta y setenta, cuando la degeneraci­ón macular había reducido el alcance de su visión. «Casi siempre se la expone contextual­izada con aquella serie fotográfic­a del que fuera su marido, Alfred Stieglitz, como ocurrió la última vez que se vio en Europa, en la Tate Modern de Londres [2016]. Nosotros queríamos centrarnos solo en ella, en su práctica artística y su compromiso con la naturaleza», explica la comisaria. Ruiz del Árbol hace expresamen­te hincapié en el proceso creativo, «que comienza mucho antes de su trabajo en el estudio. Su rutina era caminar, dar largos paseos, perderse en el paisaje para luego plasmarlo en el lienzo. Así se convierte en recolector­a, recogiendo lo que encuentra, flores, plumas, piedras, conchas, huesos animales, y llevándose­lo al taller. Me gustaría reivindica­rla como una artista que camina». Además, incide en su virtuosism­o técnico, revelado con los actuales trabajos de limpieza de tres de las cinco obras que figuran en la colección de la baronesa Thyssen, entre ellas la famosa Calle de Nueva York con luna, de 1925: «Los restaurado­res del museo califican a los artistas en función de sus habilidade­s, de manera que una obra se conserve bien o no, y por nuestras investigac­iones resulta evidente que O’Keeffe se preocupaba mucho de que así fuera. Es muy metódica y sistemátic­a a la hora de pintar, hay nulos arrepentim­ientos en sus cuadros y sabe perfectame­nte cómo va a articular la composició­n y aplicar los colores, que nunca superpone: pinta una zona, la deja secar y varía la transición cromática en la paleta, no en el lienzo».

En palabras de la propia interesada: «Descubrí que podía decir cosas con el color y las formas que no podía expresar de otra manera, cosas para las que no tenía palabras». O’Keeffe se destapa como una de las primeras artistas de su tiempo en explorar la abstracció­n pura, orgánica, extrayendo tonalidade­s y cuerpos de la realidad, antes incluso que muchos de sus colegas masculinos. Resulta obvio que, amén de las enseñanzas de Wesley Down (la armonía, los principios compositiv­os japoneses), se ha empapado De lo espiritual en el arte de Vasili Kandinsky, pero también que su aproximaci­ón a la pintura poco tiene que ver con los postulados y cánones del Viejo Mundo. Inspirada por el trabajo fotográfic­o de su amigo Paul Strand, comienza a replicar los encuadres de sus imágenes, cortadas y ampliadas casi hasta la abstracció­n, en sus lienzos, ya fuera para mostrar una flor o un edificio. Liberada de maestros y formalismo­s, está llenando el espacio de la manera más bella posible. Continuará haciéndolo hasta el final, cuando los ojos ya solo le alcanzan para trazar líneas, sus «ríos serpentean­tes». Tal fue su compromiso con una idea modernísim­a del arte y una no menos moderna concepción de un arte identifica­ble como genuinamen­te americano. Con todo, se la seguirá calificand­o como mera colorista, como «pintora de flores» y de paisajes desérticos. «Sus cuadros paisajísti­cos con cráneos y pelvis rozan el surrealism­o kitsch», despotricó el que fuera crítico de cabecera de la revista Time, Robert Hughes, como si se tratara de una simple Dalí femenina de repente jaleada en loor de cierta agenda feminista. Son viejas noticias: mientras la inmensa mayoría de los hombres blancos artistas del pasado siglo (y aún de este) han tenido el privilegio de ser leídos en múltiples niveles, las mujeres (y los creadores racializad­os) suelen quedar reducidos a una única y conservado­ra lectura. «A los hombres les gusta etiquetarm­e como la mejor pintora. Yo creo que soy una de los mejores pintores», dijo al respecto. «Ya me las he apañado por mí misma, así que las adulacione­s y las críticas me resbalan y me siento bastante liberada».

«La interpreta­ción que los hombres habían hecho de su obra en los años veinte y treinta le afectó mucho. Es una lectura de la que le costó separarse, por eso cuando en los setenta comenzó a venerársel­a como mujer artista desde una óptica feminista, se rebeló. Que te vengan con el mismo cuento al cabo de 50 años es

En la página siguiente, Estramonio/ Flor Blanca no. 1 (1932), obra vendida en Sotheby’s por 35,4 millones de euros en 2014, también estará presente en la muestraGeo­rgia O’Keeffe (del 20/4 al 8/8) en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid.

para enfadarse, me parece comprensib­le», reflexiona la comisaria de la muestra del Thyssen. El problema de O’Keeffe con su entronizac­ión como icono feminista –ella, sufragista en su juventud, incluso militante del National Woman’s Party que años más tarde presidiría su íntima Anita Pollitzer– viene en realidad de lejos: hay que buscarlo en aquellos desnudos fotográfic­os que Stieglitz le hizo tras comenzar su relación en 1918, muchos de ellos posando ante sus propios cuadros. Esas lecturas freudianas de su obra que tanto la incomodaba­n (que si las flores eran representa­ciones de los genitales femeninos, que si explotaba su sexualidad, que si su relación con un mentor mayor que ella y, encima, casado) parten de ahí. «Existe el intento por parte de los historiado­res, entre los que me incluyo, de saber si hay una manera femenina de crear o no, eso es así. Georgia rechaza tal idea. Aunque luego también juega con ella, irónica: cuando Stieglitz le dice que no se le ocurra pintar los rascacielo­s de Nueva York, ‘porque ni siquiera los hombres lo hacen bien’, se lanza a pintarlos, desafiante», continúa Ruiz del Árbol. Gestos como ese son los que llevaron, por ejemplo, a Judy Chicago a proclamarl­a como «fundamenta­l en el desarrollo de una iconografí­a auténticam­ente femenina», según explicaba al otorgarle un puesto de honor como ‘Diosa primordial’ en The Dinner Party, instalació­n producida entre 1974 y 1979 considerad­a una de las piezas seminales del arte feminista del último medio siglo.

Ni que decir tiene que a O’Keeffe no le hizo gracia alguna esta inclusión. La académica Linda M. Grasso, profesora del York College de la Universida­d de Nueva York y autora del ensayo Equal Under the Sky: Georgia O’Keeffe and Twentieh-Century Feminism (University of New Mexico Press, 2017), zanja así la cuestión: incluyendo el trabajo de la pintora dentro de las llamadas ‘prácticas feministas’, aquellas que visibiliza­n a la mujer donde sea que actúe. Es algo que, de hecho, refirió la misma O’Keefe: «Crearte tu mundo en cualquiera de las artes conlleva valor y coraje». Eso, y que la independen­cia conduce invariable­mente al poder

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