Christopher John Rogers encuentra en volúmenes dramáticos y estampados coloristas una fórmula contra la tristeza.
El diseñador estadounidense CHRISTOPHER JOHN ROGERS ha dado con la fórmula contra la tristeza. Sus fuegos artificiales, en los que confluyen volúmenes dramáticos y estampados coloristas, han conseguido contagiar de alegría hasta al Capitolio.
El cromatismo de sus prendas proporcionó aún más optimismo al momento en que Kamala Harris, enfundada en un (ya icónico) conjunto de abrigo y vestido morado, prestó juramento para convertirse en la primera vicepresidenta de Estados Unidos, el pasado 20 de enero. Se trataba de un morado deslumbrante y especialmente simbólico, ya que apelaba al tono estandarte del feminismo, heredado de las primeras activistas por el derecho a voto de la mujer (las sufragistas de principios del siglo XX). En ese mismo instante, Christopher John Rogers, autor de aquel dos piezas, se convertía en un diseñador al que se debía seguir muy de cerca. Con tan solo 27 años, y galardonado con el CFDA / Vogue Fashion Fund 2019, Rogers es uno de los jóvenes creadores estadounidenses más prometedores del momento. Su marca homónima, que vio la luz por primera vez en 2016, concentra todo lo necesario para ver la moda como una infinita aventura: altas dosis de atrevimiento, una paleta cromática inagotable, volúmenes y mucho glamour.
Nacido en Baton Rouge (Luisiana), Christopher John Rogers es, en realidad, un diseñador autodidacta que aprendió a captar el sentido del detalle, de la prenda y, sobre todo, del color en los bancos de la iglesia bautista a la que iba cada semana. Atraído por los trajes que vestía su abuela para asistir al oficio religioso (conjuntos de lana de seda coordinados en monocromía con sombreros, medias y guantes con plumas), decidió, impulsado por ella, apuntarse al programa artístico de su escuela, donde profundizó su amor por el arte –con una preferencia por Gauguin– y el dibujo.
El norteamericano empezó creando ropa para sus personajes favoritos de cómic, sirviéndose de retales y restos que
encontraba por ahí, al tiempo que exploraba su visión creativa y su sentido de la experimentación, que luego se transformaría en marca inconfundible de la casa. Lo suyo no es el minimalismo ni caminar por el mundo de la moda con perfil bajo.
Rogers, que comenzó sus estudios en 2012 en el College of Art and Design de Savannah (Georgia), destacó pronto por la dualidad de su talento: combinaba audacia e ingenio, naturalidad y elegancia, cultura y mainstream... Su colección de graduación tenía una madrina de honor, Cardi B, que vistió una de las piezas en los Bet Hip Hop
Awards. Por aquel entonces, aún le faltaba experiencia, pero dos años al lado de Jonathan Saunders en Diane von Furstenberg, en Nueva York, le bastarían.
Su tenaz exploración de las prendas le permitió trabajar al mismo tiempo en su propia marca, que lanzó en 2016, y que presentó en el calendario oficial de la semana de la moda de Nueva York en 2019 con la colección de o/i 19-20. El éxito fue inmediato, con Net-à-Porter impulsando el proyecto en su e-shop, así que Christopher decidió hacer de esa pasión un trabajo a tiempo completo. Sería entonces cuando desarrollaría un particular sentido del glamour, a partir de una alianza de actitudes y estilos radicalmente opuestos. Sus fuentes de inspiración van del diseño de interiores de los años cincuenta al extraordinario trabajo de la monja Corita Kent (objeto de su última colección), pasando por el upcycling. Cuando le piden que defina su marca, responde en tres palabras: pragmatismo, emoción y glamour. Una especie de pop art aplicado a la costura, todo salpicado de colores, una explosión de tonos neón, drapeados, lamés y volúmenes, pero también de percepciones prácticamente invisibles. Su icónico vestido Strawberry, que parece un gigantesco paquete de regalo, una especie de papillote al que se desea dar un bocado, brilla sobre los cuerpos de celebridades locas por su moda gourmet como Lady Gaga, Beyoncé e incluso Michelle Obama.
Para su propuesta de primavera/verano 2021, presentada en formato de lookbook, el diseñador tuvo que enfrentarse a las limitaciones impuestas por la pandemia: lejos del estudio e incapaz de confeccionar los drapeados por los que es conocido, Christopher John Rogers regresó a sus orígenes y lanzó Crayola. La colección, deliciosamente artística y regresiva, se inspira tanto en los libros para colorear de los niños como en el trabajo de la hermana Corita Kent, una figura singular del movimiento pop art.
Es del torbellino impactante y sensible de esta artista llena de espiritualidad, cuyos trazos son prácticamente infantiles, del que Rogers saca su inspiración.
Dado que se trata de volver a la manera en que los niños ven el mundo, Rogers pone esta vez el énfasis en la alegría y la sencillez, a través de formas más sobrias, que confluyen en una colección un poco más desnuda de lo habitual. A saber: volúmenes relativamente depurados (pero igualmente interpretados), un revoltijo de grandes camisas, americanas con hombreras, geometrías de rayas desiguales, cascadas de plumas, vestidos de tubo de malla, faldas plisadas y, la guinda del pastel, un catsuit que habría amado Niki de Saint Phalle. En conclusión, un nuevo guardarropa cotidiano, alegremente luminoso, que aporta a la moda neoyorquina un ímpetu juvenil, un impulso de energía y de brillo que hace tambalear los valores de ese lujo estadounidense cada vez menos sensato