Beatriz Montañez presenta ‘Niadela’, una novela autobiográfica sobre su aislamiento en una cabaña para encontrarse a sí misma.
Su vida no es la que tenía hace diez años, pero ella tampoco se parece demasiado a aquella muchacha que trabajaba en televisión. BEATRIZ MONTAÑEZ tuvo que mudarse a una antigua casa de pastoreo, a 25 kilómetros de cualquier otro ser humano, para empezar a cerrar heridas y escuchar su propia voz. Así lo cuenta en la novela ‘Niadela’, una suerte de diario del primer año que pasó aislada del mundo tratando de hallarse a sí misma.
Pasamos la vida tratando de construir algo que los demás no desmonten, armados, preparados como en las películas del oeste para sacar las pistolas y disparar a quien nos esté amenazando o haciendo daño. Estamos demasiado alerta, demasiado protegidos. Y yo creo que es importante perderse, en el sentido literal y también en el emocional», explica Beatriz Montañez (Almadén, 1977) al otro lado del Zoom. Ella lo hizo. Hace seis años encontró «la valentía para ser la persona que realmente soy» y desapareció de la parrilla televisiva (su rostro fue popular en la pequeña pantalla durante el primer decenio del milenio gracias a su participación en programas como El intermedio o Hable con ellas) en busca de sí misma. «Había conseguido prácticamente todo lo que quería. Tenía una pareja de la que estaba enamorada, me iba muy bien en el trabajo... pero no disfrutaba del todo. Sentí la necesidad de parar y buscar respuestas a ciertas preguntas. Para eso, necesitaba silencio, un sitio en el que pudiera recluirme y pensar, y conocerme un poco más», explica.
Gracias a unos amigos, propietarios del terreno, descubrió una vieja casa de pastor ubicada en una colina a 25 km de cualquier otro ser humano y rodeada por un río. Llegó una noche de primavera en 2015, y ahí es donde arranca Niadela (Errata Naturae), una suerte de diario waldeniano
en el que narra cómo ha comenzado a hacer las paces consigo misma a través del aislamiento y la meditación. «Había llegado un punto en el que no sabía quien era. No ayudaba el hecho de que algunos medios estuviesen creando una imagen que no tenía nada que ver conmigo y con la que no me sentía para nada cómoda. En aquel momento, yo no estaba bien, me afectaba todo más de lo normal y empecé a dudar de quién era realmente. Esa fue una de las búsquedas en las que me he sumergido a lo largo de estos seis años», cuenta.
Niadela es ‘hija’ de otros intentos literarios frustrados. Durante el último lustro, Montañez ha dedicado sus tardes a escribir. Primero, un ensayo sobre las madres («He tenido una relación un poco díscola con la mía», arguye) y luego una novela de autoficción titulada La ausencia,
en la que ‘purga’ la desaparición de su padre, fallecido cuando ella era prácticamente un bebé. A su juicio, ninguna de esas obras sirven para ser publicadas, tan solo reescritas. «En el proceso de escribir este último, iba tomando un diario paralelo de las cosas que me iban ocurriendo. Eran tan mágicas, fascinantes y especiales que no quería que se me olvidasen». Ese fue, sin duda, el germen de Niadela, que recoge un año completo de vida en la montaña y por el que pasan personajes tan insólitos como la araña lobo, el murciélago hortelano, la zorra, la culebra de escalera, el reyezuelo o el zorzal, convirtiéndolo por momentos en una colorida (y hasta melódica) estampa de la vida en conexión con la naturaleza.
Sin embargo, quien busque en este texto una voz urbana y privilegiada tratando de romantizar la escapada silvestre, yerra el tiro. Primero, porque Montañez no trata de dar lecciones de nada, tan solo desmenuza el escenario elegido para un proceso íntimo de ‘desarme’, de hacerse
vulnerable y encontrar su auténtico yo, aún a costa de las críticas y pagando precios por el camino, por supuesto. En sus páginas, además de las más de cuarenta descripciones del astro rey, también hay hueco para el progresivo deterioro de la relación con su pareja a causa de la distancia y la desaparición de muchos amigos, que continuaban con sus vidas en la ciudad. «Me quedé sola después de aislarme. La gente se va distanciando, y si te pasa algo, como ponerte enferma [dedica un capítulo a describir una intoxicación que la tuvo cuatro días fuera de combate], te quedan muy pocas opciones. Menos aún cuando no hay nadie en 25 kilómetros a la redonda», confiesa. «Pero me compensa. Si hay amigos que se quedan por el camino, es porque nunca debieron estar. Los que ahora tengo, los que siguen a mi lado (y yo al suyo) son los que merecen la pena desde el principio». Aún así, a los que quedan les ha costado desplazarse hasta Niadela [su localización exacta es una incógnita voluntaria] a visitarla porque, entre otras cosas, el escaso Internet que hay es inestable. Y no tiene televisión. «Es mejor la conexión con la naturaleza que el wifi», exhorta con optimismo la periodista.
He aquí la historia de una mujer que se atrevió a quitarse la armadura para curar sus propias heridas y, en el proceso, encontró su lugar en el mundo, el mismo que comparte con el picapinos, el herrerillo y el carbonero. «Los médicos me diagnosticarían topofilia. ¿Qué te puedo decir del lugar del que estoy enamorada? ¡Aquí todo es bonito!»