La conciencia corporal está de vuelta y las corrientes de diversidad e integración dan alas a cuerpos convencionalmente no normativos.
La conciencia corporal está de vuelta en la moda. Y, en esta ocasión, es más personal que nunca para la mujer. Las actuales corrientes de diversidad e integración han dado alas a los cuerpos convencionalmente no normativos, que con su cada vez más frecuente presencia envían un mensaje de refuerzo positivo a través de la reapropiación de las formas hasta ahora excluidas de la sensación de vestir. Mientras, una nueva generación de creadores ‘bodycon’ demuestra que nunca ha habido silueta mala, solo diseño opresor.
Cada vez que se debate el papel que ha jugado (y sigue jugando) la moda en la representación de la mujer y, por ende, de su cuerpo, la llamada ‘mirada masculina’ es el factor recurrente que determina cualquier análisis. El quid de la cuestión: los poderes fácticos heteropatriarcales y sus políticas de opresión vía indumentaria. «Sabed que las reinas de España no tienen piernas», bramó el mayordomo mayor de Felipe IV cuando unos notables quisieron regalarle varios pares de medias de punto de seda –último grito lencero de la época– a la segunda esposa del monarca, aquella joven e impresionable Mariana de Austria que Velázquez retratara con su aparatoso guardainfante, artefacto dismórfico cuyo polémico uso quedó prohibido por ley en 1639 excepto si una era ‘mujer pública’ (prostituta, o sea). En efecto, la historia está plagada de semejantes ejemplos de incapacitación física expresados a través de la vestimenta, con el corsé como símbolo definitivo de anulación social. «Es sustancialmente una mutilación que la mujer debe soportar con la finalidad de reducir su vitalidad, provocando de forma clara y duradera su inviavilidad para el trabajo, viéndose recompensada con creces con lo que se gana en reputación», constataba el sociólogo y economista estadounidense Thorstein Veblen en su Teoría de la clase ociosa (1899), el aún muy influyente ensayo crítico en el que ya exponía la anatomía del capitalismo sin despeinarse. Un siglo largo después, tan infame prenda está de vuelta para alborozo de jóvenes zetas: a principios de año, su búsqueda se disparaba en la plataforma digital Depop (26 millones de usuarios, 96 por ciento menores de 30 años) hasta auparla al quinto puesto de su ranking de popularidad. La Perla también informaba de un fenomenal incremento del 57 por ciento en el rastreo de bustiers en su web. Un rápido vistazo a las colecciones de esta primavera/verano confirma la tendencia, entre Isabel Marant, Jacquemus, Alexander McQueen, Versace e incluso H&M. Y hace apenas un mes, las apariciones en escena de Cardi B, Megan Thee Stallion y Doja Cat ataviadas con distintas versiones de la pieza –de la ciberglamazona a la dominatriz– en los Grammys lo dejaron claro y meridiano. ¿Vamos a tener que echarle la culpa a Los Bridgerton o qué?
En resintonizar la vieja idea de cosificación sexual con las actuales expresiones de (auto)confianza corporal parece estar hoy la clave, en realidad. La portentosa exhibición de siluetas poco o nada normativas de la que hacen gala celebridades de alcance global como las referidas (añádanse a la lista Lizzo, Nicki Minaj o esa Beyoncé abrazando el nuevo evangelio bodycon según Daniel Roseberry en Schiaparelli) no es solo la demostración de una conciencia de la propia anatomía en términos positivos, sino también la prueba de una sexualidad asertiva cuya expresión les pertenece exclusivamente a ellas. El control de sus cuerpos y cómo quieren mostrarlos es cosa suya y de nadie más. Se entiende así por qué Kim Kardashian o la misma Cardi B se destaparon en su momento como fans fatales de Thierry Mugler, el diseñador que alumbró la fémina supervitaminada e hipersexualizada de mediados de los ochenta, toda curvas peligrosas. «La mejor celebración que he podido hacer nunca de las mujeres ha sido esculpir las formas de sus cuerpos», le concedía a este periodista el vigoréxico creador francés en cierta ocasión. Y explicaba que su inspiración eran las heroínas de cómic: «Las veía como una metáfora del poder de transformación. Ofrecían unas posibilidades ilimitadas para redibujar el cuerpo y amplificar la conciencia que se tiene de él. Me gustaba crear siluetas de hombros amplios, cinturas de avispa, caderas generosas, una arquitectura impecable y seductora». Encarnada por mujeres tan dispares como Jerry Hall, Cindy Crawford, Diana Ross, Julie Newmar, Ivana Trump o Rossy de Palma, la mugleriana suponía «el apogeo de una feminidad ultrasexy, poderosa, que alcanzaba una dimensión cercana a lo divino». Se trataba, en efecto, de una fantasía, de crear mitología referencial a propósito del éxito y el poder en clave femenina... según el hombre. Una labor de ‘concienciación’ corporal, si se quiere, acorde a un viejo estereotipo al que luego contribuiría
aquella generación de supermodelos vestidas/ceñidas por Hervé Léger, Azzedine Alaïa y Gianni Versace que, tres décadas después, todavía sigue anclado en el imaginario colectivo, perpetuada por cierto tipo de diseñadores. Todos señores, curiosamente. O no.
Para comprender la paradoja y su alcance, hay que resituarse en el tiempo. Los ochenta del pasado siglo fueron tanto los años de la ostentación económica como de la corporal. «Entonces, las pujantes ejecutivas, en aras de la supremacía de la cultura empresarial, y las esposas-trofeo empezaron a buscar ropa más apropiada para sus aspiraciones y deseos de poder. Si ganabas sueldos de siete cifras, ibas al gimnasio con regularidad y gastabas fortunas en moda, esta tenía que resaltar tus mejores cualidades», esgrime la crítica británica Kate Mulvey, autora junto a la historiadora Melissa Richards de A Century of Fashion (Bounty Books, 2007). El culto al dinero y al cuerpo de la mano, tanto como para hacer alarde en la calle de ceñidos pantalones ciclista, mallas de baile, leotardos y sujetadores. ¿Fue aquella renovada conciencia corporal –de ahí la etiqueta bodycon, contracción del inglés body conscious, propugnada desde la industria del vestir– cosa de hombres? Si atendemos a la raíz del problema, los valores del capitalismo/liberalismo de concepción masculina, resulta obvio. Pero al hacer tal afirmación también estamos anulando la capacidad de decisión de aquellas mujeres. ¿Acaso acentuar sus figuras no era un acto deliberado de exaltación de la feminidad en cualquiera de sus formas, derivado de una voluntad propia? En el fragor del debate solemos olvidarnos de tamaño detalle, pero otro repaso a la historia descubrirá que cada vez que la moda ha revolucionado la representación del cuerpo femenino ha sido por iniciativa de la mujer: Lucile y su déshabillé convertida en vestido informal de tarde, más allá del caftán para merendar en casa con las amigas, que daría un vuelco a la encosertada figura de ánfora de finales del siglo XIX; Madeleine Vionnet con su corte al bies, genialidad técnica que no solo liberaba la forma, sino que encima conseguía destacarla, y Coco Chanel apropiándose de patrones masculinos/ deportivos en los años veinte; Madame Grès y la abstracción grecorromana de la túnica plisada como solución a la silueta plana en el periodo de entreguerras; Claire McCardell y ese estilo informal, funcional, de los cincuenta, precursor de lo que más tarde venderían Calvin Klein o Ralph Lauren; Rei Kawakubo dinamitando todos los estándares anatómicos con su poética visión de la deformidad en plena era de la exaltación de la esbeltez, curva pero esbelta... Si a toda acción le corresponde una reacción de igual calibre, puede decirse que cada vez que el hombre ha impuesto su mirada –su gusto, su ideal, su voluntad– sobre el cuerpo femenino, obligándolo a vestirse de manera que responda al imperativo social de su época (determinado por los factores políticos, económicos, culturales y moral-religiosos de tradición patriarcal), la mujer siempre ha encontrado la manera de rehuirla. Sucedió cuando la liberada flapper del jazz barrió a la opulenta Gibson girl por la que suspiraban los varones de la Belle Époque, cuando la neumática pin-up generosa en pechos y caderas que decoraba habitaciones y vestuarios viriles fue remplazada por la escurrida chica ye-yé, o cuando la naturalidad adolescente dio al traste con aquellas inalcanzables supermujeres de la moda que tantos sueños húmedos provocaron no hace tanto. Y está ocurriendo de nuevo, ahora que los vientos de diversidad e integración –aun cuestionables por oportunistas y no pocas veces meros ejercicios cosméticos– han dado alas a la disidencia.
Que opciones como la invisibilidad del cuerpo merced a prendas sobretalladas de moderno alcance streetwear de una Billie Eilish o la explotación anatómica vía embutidos textiles
de lujo (corsés incluidos) de una Lizzo coexistan en el tiempo debería ser una buena noticia. Si no fuera, claro, porque la opción de la primera corresponde a un mecanismo de defensa ante los juicios
e incluso agresiones a los que sabe que podría verse sometida de exponer a las claras su fisicidad. El de la segunda no lo es menos en realidad, pero en su caso opera a la inversa: al (re)apropiarse de una rotundidad de talla no convencional, desarma los ataques, que todavía son muchos. Por eso ver a una Beyoncé posmaternidad enfundada en un mono segunda piel de Marine Serre tendría que considerarse un mensaje positivo. Aunque a qué precio. «Creo que cuando Billie empezó a llevar ropa holgada fue la primera vez que me dije: ‘No tengo que ser una estrella del pop sexualizada y supersensual’. Nunca me sentí cómoda así. Salir al escenario con un leotardo no es lo más natural para mí», confiesa una irreconocible a efectos canónicos Demi Lovato, que acaba de contar su descenso a los infiernos en Dancing with The Devil, docuserie de cuatro episodios para YouTube Originals. «Una demanda de inclusión fue el invento de la ‘gordibuena’, que implica la existencia de ‘gordimalas’ y que para colmo vino dentro del movimiento body positive. Muchas lo recibieron con alegría, agradeciendo esas condescendientes galletas de consolación que nos dan porque, obvio, nos ven necesitadas de consuelo. La gorda feliz que no sufre por gorda, aunque exista, carece de inteligibilidad. No interesa concebirla, porque su existencia es un peligro, cuestiona la eficacia de los mecanismos de control», aduce la artista visual, ilustradora y escritora Raquel Machado, fundadora de la editorial Antorcha que debutaba publicando su libro-fanzine Cómo reírse de una mujer gorda. Manual de gordofobia y misoginia en el humor gráfico (2017). «Las mujeres no nos desvivimos tratando de cumplir los criterios (por otro lado imposibles de alcanzar) para ser guapas, sino para no ser feas. Y ser fea no tiene que ver tanto con el aspecto físico, sino con el incumplimiento de las normas», concluye la también columnista del diario digital El Salto, que se pregunta si una inclusión no conlleva siempre una exclusión.
Que el negocio de la moda se haya sacado de la manga expresiones como curvy para integrar –a manera de gueto– a las mujeres que ha excluido al menos desde hace medio siglo indica que, efectivamente, la genuina conciencia corporal sigue siendo una asignatura pendiente. Las firmas y diseñadores que amplían el tallaje de sus colecciones todavía son minoría y, además, se perciben como marcas específicamente ideadas para las desheredadas de la 42 para arriba (que una 42 aún se considere ‘talla grande’ es otro caballo de batalla). En cualquier caso, esta nunca ha debido ser una cuestión de tallas, sino de diseño. De concebir las prendas a partir de su relación con el cuerpo, poniéndose a su servicio. Por eso la arquitectura de Cristóbal Balenciaga –que, por cierto, siempre prefirió cierto volumen abdominal en sus clientas antes que la delgadez de las maniquíes– era capaz de dar cobijo a todas las anatomías. Por eso los vestidos de Alaïa –obseso de la técnica de Vionnet– servían para exaltar hasta las curvas más pronunciadas. «Siempre pienso en la forma del cuerpo como si fuera la estructura de una instalación, que sería la prenda», dice Rui Zhou, la joven diseñadora de origen chino que, a caballo entre Nueva York y Shangái, abandera una nueva generación de creadores bodycon en la que se cuentan además la sueca Emma Gudmundson, la francesa con base en Berlín Lou de Bètoly o la británica Namita Khade. «Cuando te mueves, el tejido te sigue», explica Zhou a propósito de su manera experimental de tratar el punto elástico, que convierte prácticamente en una extensión de la anatomía, fundiéndose con ella, amplificándola incluso cuando no la cubre. Dua Lipa, Madison Beer, Teyana Taylor, las hermanas Chloe y Halle Bailey o Solange ya han probado en carne propia sus efectos, tan inclusivos que no solo no distinguen cuerpos, sino tampoco géneros. Como expresaba Alber Elbaz hace un mes en estas mismas páginas, no hay nada correcto o equivocado en tener el cuerpo que cada cual quiera, todos son válidos. El día que la industria del vestir lo comprenda por fin, se habrá acabado el debate